Por una puesta en valor del Estado y sus trabajadores y trabajadoras

Tras la asunción del gobierno del Frente de Todos, la Jefatura de Gabinete de Ministros y el Instituto Nacional de la Administración Pública (INAP) habilitaron la publicación de una investigación sobre la evolución histórica del empleo público en el Estado nacional (1960-2015)[1] realizada en forma conjunta por el querido compañero Norberto Zeller y quien suscribe esta nota. El trabajo pretende aportar a un debate reiterado en el mundo político, académico y mediático, sostenido en su mayor parte por cierta discursividad carente de contrastaciones empíricas que avalen los juicios –o, mejor dicho, los prejuicios– que han funcionado como premisas básicas para deslegitimar al Estado.

En principio, el argumento del “exceso de burocracia” –instalado durante la campaña electoral del año 2015 por algunos medios gráficos como La Nación, Clarín y El Cronista Comercial a partir de la redacción de más de 100 notas que destacaban el carácter “elefantiásico” del Estado– o el de la “explosión del empleo público” como síntoma del “desempleo oculto” y del “gasto público improductivo”, no encuentran sustento estadístico si se aprecia que para 2015 el total de empleadas y empleados públicos –sumando los niveles nacional, provincial y municipal– alcanzaba la suma de 3,12 millones, cifra que representaba el 19% del total de la población ocupada. En tal caso, lo que resulta soslayado en estos informes es el deterioro de las cantidades y calidades del empleo en general en el mercado de trabajo argentino, sacudido desde la década de los noventa por las altas tasas de desocupación y estancamiento relativo de los ocupados.

Revisando otro indicador, como es la relación entre empleo público y población total del país, también se advierte que, en las últimas cinco décadas, mientras que la población se duplicó, la participación relativa del total del empleo público –sumando los niveles nacional, provincial y municipal– se mantuvo casi constante, con un reducido aumento de sólo el 0,48 %.

En verdad, las descalificaciones hacia el sector público y sus trabajadores y trabajadoras tampoco son nuevas. Muy por el contrario, en Argentina todos los gobiernos liberales que asumieron a partir del año 1955 propiciaron la reducción de los planteles estatales como condición necesaria para ajustar el gasto público y “modernizar” la Administración. La estrategia expulsiva tuvo su momento de auge con las reformas neoliberales de la última dictadura cívico-militar y de los gobiernos menemista y de la Alianza, pudiendo visualizarse tras la crisis de los años 2001-2002 el nivel más bajo en la cantidad de agentes del Estado Nacional desde la década de los 70.

A partir del año 2005, y en el marco de la recuperación de un conjunto de competencias, funciones y empresas por parte del Estado, la ampliación de las dotaciones de trabajadores y trabajadoras estatales tiene su correlato en la implementación de políticas públicas orientadas a robustecer tres áreas clave, como son la educación, la infraestructura y el desarrollo productivo y la innovación, dada su relevancia para apoyar el modelo de crecimiento con inclusión impulsado desde el año 2003 durante los mandatos de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández de Kirchner.

Bajo este marco, y tomando como base los datos del INDEC, se observa que el núcleo preponderante en el aumento de agentes públicos está conformado por el personal universitario –el de mayor expansión en términos absolutos, por la creación de las nuevas universidades públicas–, el personal de los organismos científico-técnicos, los trabajadores de las empresas de servicios públicos re-estatizadas –Correo Argentino, AySa, AR-SAT, etcétera– y por la creación de nuevas entidades vinculadas al sector energético, tecnológico y productivo –Enarsa, NASA, etcétera. Entre otros rubros, resalta el impacto del INTA, la CONEA y el CONICET, organismo éste último donde se produce un cambio sustancial que llevó a un aumento del 60% de los científicos y las científicas en la carrera de investigación y una cuadruplicación en la cantidad de becarios y becarias.

Por cierto, el perfil cualitativo de estos planteles supone, en la mayoría de los casos, una elevada especialización profesional y técnica de la burocracia pública en las distintas áreas gubernamentales y, por lo tanto, desmiente la supuesta dicotomía entre las “virtudes meritocráticas” del sector privado y los “vicios” del mundo laboral público que harían del Estado una especie de reservorio para los incompetentes. Sin dudas, no es un dato menor que –luego del brutal desguace del período 2016-2019 con el desplazamiento de más de 40.000 trabajadores y trabajadoras– en plena pandemia la puesta en marcha de un conjunto vital de políticas públicas asumidas por la gestión del presidente Alberto Fernández en las áreas de salud, desarrollo social, educación, ciencia y tecnología, entre otras, encuentre una masa crítica imprescindible en aquellos trabajadores y trabajadoras que resistieron con mucha dignidad los embates del macrismo.

De este modo, y cuando en la actualidad se vuelve a poner en el tapete la legitimidad del gobierno a la hora de intervenir Vicentin, reestatizar Edesur o declarar de interés público todos los recursos sanitarios del país, valdría la pena recordar que, más allá del trillado debate sobre el tamaño del aparato estatal y la cantidad de empleados y empleadas, en la práctica el neoliberalismo expresa la reafirmación de los grupos de poder acerca de la primacía del mercado para conducir a una forma histórica de Estado caracterizada por su alto grado de productividad regulatoria al servicio de sus intereses. Por eso, la gestión macrista no dudó en ubicar a sus gerentes o CEOs, duplicando los cargos directivos de la administración pública, a través del ingreso de casi 6.000 personas que en más del 80% de los casos ni siquiera cumplían con los requisitos estipulados por la normativa de empleo público vigente.[2]

La desarticulación de este complejo entramado –acoplado a la práctica recurrente de ciertos referentes de la élite que alternan la función pública con el sector privado sin rendir cuenta alguna, pese a haberse identificado la existencia de “conflictos de interés”– es una tarea de carácter impostergable. Del mismo modo que –coincidiendo con Manuel Antonio Garretón–[3]deviene fundamental la necesidad de recuperar el conglomerado de competencias y activos estratégicos que han quedado fuera del Estado –y que constituyen el “verdadero” poder–, pero donde la presencia y el predominio de lo público es básico para garantizar un nuevo contrato social. La otra cuestión –apunta el autor– consiste en restaurar el rol dirigente del Estado, que no alberga en la “capacidad de conocimiento experto” o tecnocrático, sino en la tarea política de fortalecer la esfera pública como responsable del bien colectivo, desterrando el papel estatal de mero administrador de los poderes fácticos. Como militantes, trabajemos también para “expropiarle” a la ortodoxia la construcción del sentido común en torno al Estado y sus trabajadores y trabajadoras, para que –una vez superada la pandemia– no se revierta el consenso alcanzado respecto al valor de lo público y vuelvan al ruedo los cantos de sirena.

 

Andrea López es profesora de Historia (UBA), doctora en Ciencias Sociales (UBA) y docente e investigadora de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Trabajó en la Dirección de Investigaciones del INAP hasta el año 2018.

[1] http://publicaciones.inap.gob.ar/index.php/CUINAP/issue/view/26.

 

[2]http://www.noticiauno.com.ar/nota/4708-Record-de-nombramientos-Macri-designo-5908-empleados-publicos-VIP-5-por-dia.

[3] “Los desafíos del Estado contemporáneo”, en Pensar Chile, desde las Ciencias Sociales y las Humanidades. Territorio, ausencia, crisis y emergencias, Santiago de Chile, Universitaria, 2016.

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