El debate de la energía

El país enfrenta cuestiones de coyuntura y problemas de fondo sobre los temas energéticos, algunos de importancia para quienes se especializan en ello, y otros que son vitales para la gente común. En primer lugar, están las tarifas, el precio que tienen que pagar todos los meses por la electricidad y por el gas las y los habitantes de este país, sea por sus viviendas, negocios, oficinas o industrias. En segundo lugar, lo que tienen que pagar quienes no tienen gas y tienen que pagar garrafas, y quienes tienen que pagar mucha electricidad para reemplazar el gas, o porque no tienen agua de red.

Son dos problemas o categorías distintas. Para quienes reciben esos servicios están congeladas las tarifas para sobrellevar una época de dos pandemias: la que dejó el gobierno de Macri con tarifas desmesuradas y una economía en crisis; y la de COVID-19, con sus consecuencias económicas. Es una etapa de transición y habrá de llevarse paulatinamente a precios más acordes con la realidad, pero con el tiempo. Mientras tanto, la tarea principal es analizar y ajustar los costos de la electricidad y del gas que terminan pagando los usuarios. Son costos que mantienen una trama compleja de elementos que deben estudiarse para descartar los que no responden a fundamentos económicos serios y a excesos injustificados: esto vale para la producción de electricidad y para la de gas. Hay mucha tarea para hacer en este tema de los costos. Para ello, si es necesario hay que debatir la conformación de estructuras de la época neoliberal, como Cammesa en electricidad, y como los planes gas en hidrocarburos. Y hacerlos más eficientes, porque colaboran en una parte de las tarifas.

Por el otro lado, habrá que debatir la estructura de la distribución de gas y electricidad en todo el país, las privatizadas. Quizás sea hora de hacer un balance de su contribución a la solución de la cuestión energética, o de su problematización, el encarecimiento de sus servicios. En cualquier caso, el rol de un Estado presente a través de una regulación estricta, seria y ejecutiva, tanto a nivel nacional como en el caso de las provincias, en su competencia. Tenemos que debatir si esa concentración empresaria en un tema clave de la economía contribuye o no a un mejor servicio para la población, o solamente al aprovechamiento de rentas aseguradas, fuera de los criterios globales sobre la dimensión que deben tener las ganancias respectivas.

Además, debiéramos debatir qué modelo de país queremos en energía: si preferimos un país con alta producción de hidrocarburos para la obtención de divisas para nuestra economía, más allá de los costos que ello supone para el consumo interno, lo que implica un sistema de producción con infraestructura adecuada con costos importantes e inversiones de magnitud, especialmente de empresas extranjeras; o si consideramos conveniente para esta etapa del país especialmente un esfuerzo de extracción de gas –el 50% de la demanda energética nacional– pero para el consumo interno: expandir redes para abastecer a todo el país, para uso en las industrias de fertilizantes y de petroquímica, para el aprovechamiento de las tecnologías locales y los conglomerado de suministros por pymes nacionales, todo ello a costos adecuados menores que los actuales, como sustento energético de un despegue económico, y sólo exportar excedentes a los países limítrofes. Son dos modelos de país diferentes. Habrá que elegir.

El otro debate, pero vinculado al tema anterior, es el que se da entre la transición a energías renovables –eólica, solar, hidroeléctricas, de biocombustibles, y otras– más las nucleares, para cumplir con los objetivos ambientales, e ir dejando proporcionalmente las originadas en los fósiles, los hidrocarburos. En este debate también tenemos que priorizar el interés nacional. No se trata de fomentar la importación indiscriminada de componentes para esas renovables, adjudicarles costos energéticos excesivos para la matriz actual y aprobar cualquier proyecto, en cualquier parte. La transición hacia esas energías renovables, loable e inevitable, debiera estar planificada, asegurando la mayor participación posible de industria nacional y empresariado nacional. También la oportunidad de las localizaciones para que el servicio eléctrico y sus costos sean sustentables, lo que no ocurre actualmente.

En ese debate ingresa también el anterior, sobre el modelo de explotación de los hidrocarburos: o éstos son una ventana a aprovechar para sustentar la transición, o son un negocio específico de las multinacionales –y algunas locales– para sacar provecho mientras se pueda de la renta extraordinaria de los yacimientos ricos en gas. Ambos debates están interrelacionados.

Finalmente, el debate siempre presente sobre la dolarización de la producción de energía, que con sus precios termina consolidando la dolarización de la economía. Siempre se empieza por algo: la energía debe dar el puntapié en esto, porque puede hacerlo, evitando ese proceso pernicioso.

Estos debates referidos tienen como telón de fondo la ausencia de consensos para una política de Estado sobre la energía, cada día más necesaria, para lo cual se impone también un Estado planificador: un tema central para garantizar el desarrollo y las inversiones en el sector energético.

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