Los Caudillos, la Historiografía Argentina y la política: un acercamiento a la Batalla de Cepeda (1820)

Introducción al problema tras la Batalla de Pavón (1861)

Según el diccionario de la Real Academia Española, la palabra caudillo deriva del latín capitellíum, y era un término empleado para referirse a un cabecilla o líder político, militar o ideológico. En la historiografía oficial argentina, sin embargo, al menos hasta mediados del siglo XX la lectura hegemónica caracterizaba a los caudillos como “líderes del vandalismo y de una [idea] de federación semi bárbara, violenta e inculta” (Mitre, 1927: 263).

En Argentina, como en otros casos en el mundo, la disciplina histórica nació con el Estado. En ese sentido, como señala el historiador británico Peter Burke (1991), pero también –y mucho antes– nuestro Ramón Doll (1934), la historiografía fue un instrumento, una herramienta de los sectores que llegaron al poder para narrar una historia afín a sus intereses.

¿Cómo se convierte lo que han narrado unos pocos en la historia de todos los argentinos y todas las argentinas? En otras palabras, si uno realiza una rápida investigación encuentra que sobre el tema de los caudillos las nociones que perduraron como hegemónicas –con los matices según cada caso– hasta bien entrado el siglo XX eran deudoras de las lucubraciones de un puñado de historiadores argentinos: Bartolomé Mitre, en su Historia de Belgrano y de la independencia Argentina, 5 tomos (1857), Vicente Fidel López, Historia de la República Argentina, Su origen, su revolución y su desarrollo político hasta 1852, 10 tomos (1883-1893), Adolfo Saldías, Historia de la Confederación Argentina (1881-1883), y Ricardo Levene, La anarquía de 1820 en Buenos Aires desde el punto de vista institucional (1932).

En respuesta a esa pregunta encuentro dos operaciones simultáneas que accionaron para que ello suceda. En relación a la primera operación, observo que los cuatro historiadores mencionados, aunque se podrían mencionar muchos más, no eran solamente historiadores, sino que eran “hombres de Estado”: presidentes, ministros, funcionarios con cargos en distintas áreas del Estado. En consecuencia, la implementación de “sus historias” era mucho más viable, realizable, ejecutable. Tomemos el caso de Bartolomé Mitre, quien al mismo tiempo que ejercía el cargo como presidente (1862-1868) fundó en 1863 el primer colegio nacional, con el fin de formar una elite política ilustrada[1] bajo los preceptos de una cosmovisión –una forma de concebir “las cosas del mundo”– liberal, eurocentrista y evolucionista en todas las provincias.[2] Su propuesta era implantar en el país una dirigencia política ilustrada que garantizaría, a sus ojos, la formación de buenos gobiernos, esto es, gobernantes que respetaran las leyes de la Constitución republicana y liberal. En estos colegios nacionales se impartía una serie de materias: latín, gramática, geografía, literatura y, por supuesto, historia. En esta última materia los contenidos a dictar se fundaban en la historia narrada por el mismo Mitre (Herrero, 2010). Todas las disciplinas proponían formar un individuo apto para desempeñarse en todas las actividades de la vida, sea como ciudadano ilustrado, como gobernante o para cualquier trabajo del mundo moderno. Ahora bien, bajo esta concepción, propia de Mitre, tiene escaso valor la enseñanza técnica o industrial, puesto que los colegios nacionales preparan al individuo para todo tipo de actividades que requiera la sociedad. Además, para Mitre es fundamental que en cada capital de provincia se instale uno o varios colegios nacionales con el objeto de lograr orden y progreso. Sin duda el Estado nacional cumple con esta meta: en 1899 existen 18 colegios nacionales en todo el país, y algunas provincias contaban con varios de ellos.

Por otro lado, los relatos, como han señalado pensadores, historiadores, filósofos o teólogos, desde Platón (380 ac) hasta Aníbal Quijano (1988) y Norberto Galasso (2012), tienen efectos diferentes sobre los seres humanos, y más aún si éstos no han participado de los acontecimientos que les son narrados. En otras palabras, sin la posibilidad de la transmisión por vía oral de los sucesos –de padres o madres a hijos e hijas, de abuelos o abuelas a nietos y nietas– lo escrito y lo aprendido en la escuela, colegios o universidades se convierten en el único relato de los tiempos pasados.

En el caso de Argentina, entre mediados del siglo XIX e inicios del siglo XX se producen las transformaciones sociales más profundas de su historia. Tras la victoria de Buenos Aires sobre las provincias en la Batalla de Pavón (1861), comenzó una fase de sistemática aniquilación de gauchos e indios, percibidos por el gobierno porteño vencedor –y por la narrativa oficial– como el atraso y la amenaza para un proyecto de Nación. Al mismo tiempo, se motorizaba desde los Hombres del Estado –presidentes, ministros, funcionarios y profesores de los colegios y universidades nacionales– el reemplazo de estas poblaciones –gauchos e indios– por inmigrantes europeos. En síntesis, se cerraba el ciclo, ya que los inmigrantes eran hombres y mujeres que no habían participado de los tiempos pasados, y tampoco tuvieron la posibilidad de escuchar –la historia oral– de quienes sí habían participado de las guerras por la emancipación y las guerras civiles.

El escritor, historiador y político Jorge Abelardo Ramos (1960: 9), en su prólogo a la segunda edición del El Paso de los Libres (1960) de Arturo Jauretche, probablemente es quien mejor expresa este problema: “Los poetas de levita escribieron pausadamente, más tarde, la historia novelesca que les granjeó la fama buena para ellos y la mala fama para los otros. Esta distribución del prestigio fue una operación colosal, y ha perdurado en las escuelas por donde pasamos todos. La tradición oral de la historia no escrita se confinó en el interior patriarcal; pero los hijos de los inmigrantes aposentados en la región litoraleña aprendieron la historia argentina en los textos de la oligarquía triunfante. Los libros no podían confundir a los vástagos del criollaje, porque se trasmitía a ellos la versión tradicional de sus abuelos; pero a los argentinos descendientes de europeos, cuyos abuelos estaban en Europa, no les quedó más remedio que hundirse en la versión oficial del pasado. Así se produjo el divorcio entre la verdad y la letra, de acuerdo a una idea de Bloch, brillantemente parafraseada por Jauretche”.

 

Los años 30 como parteaguas

Si bien desde los primeros momentos hubo críticas a la narrativa oficial –el historiador José Sazbón (2002: 280) recuerda que el periodista y líder político Valentín Alsina, en una aguda crítica al libro Facundo, civilización o barbarie (1845) de Domingo Sarmiento, le escribe: “Usted no se propone escribir un romance, ni una epopeya, sino una verdadera historia”, descubriendo que ese libro expone “una aleación de poesía y método, de noción y figuración, de ficción u conocimiento y, en definitiva, de mito e historia”– es tras la crisis de 1930 cuando la narrativa histórica oficial liberal, eurocéntrica y evolucionista definitivamente colapsa. La crisis económica produce el desplome del modelo agroexportador y con él cae la narrativa oficial, su bastón ideológico y argumentativo.

En la década de 1930 los caudillos son revisitados, vuelven a tener el centro de la escena. Como señalan Mario Oporto y Nora Pagano (1993: 54), “la crisis del liberalismo agudizó la reflexión que un sector de intelectuales vinculados al nacionalismo venía realizando desde décadas atrás”. Es cierto que hacia el fin de la Primera Guerra Mundial con sus consecuencias –crisis espiritual, económica y política de la Civilización Occidental– ya se habían sacudido las aguas de los ámbitos académicos y de cultura a nivel planetario. Sin embargo, en nuestro país la llamada década infame es el momento en donde comienza a surgir una multiplicación de lecturas de nuestro pasado, todas ellas críticas de la narrativa histórica liberal imperante.

Los primeros son los revisionistas del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, un centro dedicado a revisar la historia argentina, colocando el foco en la segunda mitad del siglo XIX, momento en el cual la facción vencedora –los liberales de Buenos Aires– comenzaron a narrar la historia oficial de la República Argentina. Este Instituto inmediatamente se constituye como una usina para el Pensamiento Nacional, nucleando a figuras como Ernesto Palacio, Manuel Gálvez, Julio y Rodolfo Irazusta, Carlos Steffens Soler, Ricardo Font Ezcurra, Roberto de Laferrere, Alberto Ezcurra Medrano, Alberto Contreras y José María Rosa. Destaco aquí que José María Rosa meses antes había participado de la fundación de otro instituto de estudios revisionistas en la ciudad de Santa Fe: el Instituto de Estudios Federalistas. Otras agrupaciones que también realizan una revisión y crítica de la historiografía oficial son el grupo de FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina) –Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, Homero Manzi, Atilio García Mellid, Manuel Ortiz Pereyra, entre otros–; los escritores, poetas y ensayistas del llamado “Grupo de Boedo” –Elías Castelnuovo, Álvaro Yunque, Leónidas Barletta, Raúl González Tuñón, César Tiempo, entre otros–; “los Martinfierristas” –Leopoldo Marechal, Oliverio Girondo, Ernesto Palacio, Evar Méndez, Ricardo Rojas, entre otros–; y una serie de ensayistas notables del nacionalismo católico –Leonardo Castellani, Julio Irazusta, Julio Melvielle, Carlos Ibarguren, Jordán Genta, Nimio de Anquín, entre otros.

En resumen, cae el proyecto liberal, eurocéntrico y evolucionista de los sectores vinculados al llamado modelo agroexportador, y cae con él su narrativa histórica. Otras narrativas y otros proyectos aparecen y lo interpelan. En este punto me interesa señalar que el tema de los caudillos y su estudio se va a constituir como uno de los escenarios en donde se realizan las disputas. Los sectores liberales –y en este grupo incluyo a buena parte de los historiadores marxistas o, como los llama Jauretche (1967), los “mitromarxistas”– al menos hasta fines de los años 60 van a combatir los estudios que buscaron valorar a caudillos como Artigas, Rosas, López Jordán, Ramírez y Peñaloza. ¿Por qué? Por considerar que eran estudios asociados a un tipo de liderazgo que desvirtuaba el modelo de democracia que pretendían imponer. Los mitromarxistas observaban a los caudillos como en los tiempos Mitre: a sus ojos eran la expresión de una democracia tumultuosa, aluvional, una suerte de okupas, como lo describe Julio Cortázar en su cuento Casa tomada (1946). Desde sus lecturas, Juan Domingo Perón y sus seguidores expresaban de alguna forma esas prácticas heredadas de los tiempos de los caudillos. Entonces, estudiar, investigar o indagar en estas figuras inevitablemente era para ellos una manera de preconizar al peronismo, que ellos llamaron –y llaman– populismo. Mencionaré tan sólo algunos casos en donde posicionados académicos emiten juicios de valoración negativa a los liderazgos populares.

El sociólogo italiano Gino Germani, en textos que van desde 1955 a 1973 como El surgimiento del peronismo: El rol de los obreros y de los migrantes internos (1973 [1980]), ha sido uno de los primeros científicos y académicos en vincular a la movilización del 17 de octubre de 1945 con la irrupción de las masas, a las que calificaba como inorgánicas, conformadas por migrantes internos sin experiencia de organización, masa analfabeta y dócil a merced de un líder carismático como, según Germani, lo fue Juan Domingo Perón. El sociólogo exiliado de la Italia de Benito Mussolini poco tuvo que indagar o explorar para elaborar sus hipótesis sobre la aparición de lo que llamó “peronismo” en 1945, sino que más bien –como es usual en muchas de las indagaciones científicas y académicas de nuestros pagos– la hipótesis central –que es por lo general una idea personal, subjetiva e individual– es coloreada con extensas citas de autores y libros franceses, británicos y norteamericanos, o cruzada por categorías marxistas, ya estructuralistas o posestructuralistas. Lo cierto es que Germani no vio a Perón, sino a Mussolini. Atravesado por su historia personal, elaboró su cruzada antifascista contra la Italia de Mussolini, en Argentina y contra el peronismo.

Otros autores, no menos encumbrados que Germani, como José Luis Romero (1956) y Tulio Halperin Dongui, también hicieron lo suyo. Pocos estudiosos de la trayectoria y la obra de estos dos autores señalan que ambos historiadores fueron militantes antiperonistas cercanos al Partido Socialista Argentino. En una entrevista antes de su fallecimiento, Halperin Dongui afirmaba: “Toda mi vida fue afectada por la política. Fui antiperonista casi como un destino; no es que lo eligiera. Nunca se me ocurrió hacer otra cosa” (Página 12, 15-11-2014). En su texto La democracia de masas (1998) escribe: “La campaña moralizadora fue modelada sobre la que en Alemania había tenido a su servicio la elocuencia del doctor Goebbels”. En ese texto, Halperin Dongui relativiza el bombardeo de la Plaza de Mayo por la Marina de Guerra, ya que no hace mención a las más de 300 víctimas civiles, sino que habla de “horas de combate”, transformando el bombardeo del centro de la Capital en un enfrentamiento.

Paradoja del tiempo quizás, los letrados de fines del siglo XX e inicios del siglo XXI, modernos y posmodernos argentinos, sostuvieron lo que decían estos letrados del siglo XIX. Muchos de ellos no pueden o no quieren aceptar que el pueblo haya elegido, seguido y luchado junto a líderes populares como Peñaloza, Quiroga o Varela. Se les hace un nudo en la garganta. Se le paralizan los dedos y parece que no pueden escribir cuando se cruzan con documentos que hablan sobre la relación que existía, existe y existirá entre la política y el pueblo, o la masa de trabajadores y trabajadoras. Siguiendo a Mitre hace más de cien años, traducen en lenguaje liberal esta relación y hablan de manipulación, caudillismo o populismo. Para ellos, la política y la democracia pasaban por la ciudadanía. Ahora bien, ¿cómo era esa ciudadanía? Cuando se habla de los derechos políticos durante el siglo XIX, estos autores en general se detienen en las elecciones. En realidad, estas elecciones se realizaban sin la existencia de derechos civiles –libertad de opinión, difusión, organización y manifestación– ni derechos sociales –derecho a la educación, trabajo, salario justo, salud, jubilación, libre elección e igualdad, garantizando a todas las personas un nivel aceptable de bienestar. En consecuencia, esas elecciones, esos derechos políticos, tenían un alcance muy limitado, estaban vacíos en su contenido, sirviendo más para justificar a los gobiernos que para representar a sus ciudadanos.

 

Siglo XX y después…

A pesar de todo, hace menos de cuarenta años la historiografía académica comenzó a realizar estudios de los llamados “sectores populares”. ¿Cómo fue posible este giro? Porque tomaron la tradición de estudios populares surgida en Europa –sí, eso también lo vieron primero en Europa– con los estudios culturales de la escuela de los Annales de Lefrevbre y Bloch, o de la historia popular en las revueltas y revoluciones en Gran Bretaña de los ingleses E.P. Thompson, Rodney Hilton y Christopher Hill, las investigaciones del historiador francés Roland Mousnier, o las microscópicas búsquedas del italiano Carlo Ginzburg. El resultante fue una buena cantidad de interesantes exploraciones y estudios surgidos en la década del ochenta. Hablo de los trabajos de Raúl Fradkin, Samuel Amaral, Carlos Mayo, Raúl Mandrini, Ricardo Salvatore, de algunos de sus discípulos o autores y autoras que han realizado buenos trabajos, como el caso de Diego Santilli, Sara Emilia Mata, Gabriel Di Meglio, Ana Frega, Beatriz Bragoni y Gustavo Paz. Subrayo: estos autores y autoras argentinas no se reconocen como deudores de la tradición de estudios de los sectores populares o de los caudillos desarrollados por el revisionismo histórico o por la izquierda nacional, por mencionar tan sólo algunos estudios que se pasan por alto, en otras palabras, que habían sido publicados previamente y que todo buen investigador puede encontrar: están los libros de José Luis Alberto Herrera (1926), José Luis Busaniche (1927), Fermín Chávez (1957 y 1962), José María Rosa (1964), Roberto Zalazar (1964), Washington Reyes Abadie (1966), Jorge Abelardo Ramos (1957 y 1973), Norberto Galasso (1975) o Hugo Chumbita (1976), entre tantos otros. Además, hay que destacar las publicaciones del Instituto Nacional de Investigaciones Históricas Juan Manuel Rosas, que se dedicó con su revista a diversos temas relacionados a los líderes populares entre los años 1939 y 2002, más aquellos historiadores e historiadoras que desde lugares subalternos o espacios académicos menos posicionados realizaron sustanciosos estudios sobre el siglo XIX, mostrando otras lecturas sobre los líderes populares, como es el caso de Diego Molinari (1938) o Alfredo Terzaga (1995).

En resumen, los nuevos historiadores e historiadoras mencionados, que han realizado enormes e interesantes aportes sobre el tema, no retomaron la tradición de los estudios citados arriba, sino que se manifiestan como seguidores o seguidoras de las tradiciones surgidas en las escuelas historiográficas de Francia y Gran Bretaña, con los problemas inevitables asociados a toda reproducción.

En un siglo XIX marcado por las presiones de las potencias europeas, vale decir, atravesado por la conformación de un orden neocolonial, como lo señala uno de los intocables de los académicos, como Tulio Halperin Donghi, resulta irrisorio desatender los efectos de los intereses de los imperios británico, francés u holandés sobre la política del Río de la Plata. Resulta incomprensible que no vinculen dichos intereses con las perspectivas de los líderes de las facciones en pugna, o que no se explore sobre los efectos causados en la economía de los sectores populares. En definitiva, que no se pregunten: ¿cuánto benefició, si es que benefició, la política económica liberal propuesta por las potencias europeas a los pobladores y las pobladoras de la región del Río de la Plata? Y estrechamente relacionada con esta pregunta: ¿qué relación tuvieron estas transformaciones con las luchas entre los diferentes sectores durante el siglo XIX? En la mayoría de estos trabajos no se profundiza sobre la ligazón –necesaria e imprescindible– con la política económica o, peor aún, no se profundiza sobre los distintos proyectos alternativos. En consecuencia, se hace imposible ligar la política con la historia política de los pueblos, con sus economías y efectos: comercio de artesanías, circuitos económicos legales e ilegales, tenencia de la tierra, etcétera.

Por último, observo que, cuando se habla del pueblo, en la historiografía no se habla de economía o política, sino que se lo encasilla como “historia social”, “literatura criolla”, “historia de género” o “vida cotidiana” del siglo XIX. En pocas palabras, quizás arrastrando la lógica progresista de la diversificación –que oculta o enceguece toda visión integral, geopolítica y nacional– se pondera el estudio de temas de las minorías: mujeres, esclavos, migrantes, perseguidos. En síntesis, cuando aparece el contenido político sólo se lo menciona ligado a los proyectos de los letrados –Mitre, Sarmiento, Alberdi–, descartando los proyectos de los llamados “caudillos”. Este desplazamiento tiene efectos terribles para la comprensión integral de los procesos históricos, ya que el apartamiento de las relaciones sociales respecto de los contextos económicos, políticos, espirituales e ideológicos –en los cuales están incrustadas y a los cuales activan– termina por desencadenar en estudios abstractos, irreales, obsoletos. De alguna u otra forma expresan hasta el hartazgo la llamada “profesionalización de las disciplinas”, con sus diversificaciones y áreas, que proporcionan esquemas de respuestas autorrealizables, dado que eliminan del discurso especializado a los fenómenos que no estén cubiertos por sus distintos modelos.[3]

Con más de cien años de la disciplina y a 201 años de la Batalla de Cepeda, en donde los caudillos de la Liga de los Pueblos Libres vencieron a los porteños, quizás es momento de reconocer que la historiografía académica tiene una tradición que ha afectado los modos de explorar, de investigar o –como nos gusta decir a los historiadores y las historiadoras– de “hacer historia”. Encuentro la necesidad –más bien, la urgencia– de reconocer su tradición liberal y eurosituada. Una tradición que ha imposibilitado el acercamiento al folklore, la memoria y la tradición de nuestro pasado católico, criollo, gaucho, negro e indígena. La historiografía académica ha dejado esa tarea al costado, y con ello ha perdido la historia del pueblo que vivió el siglo XIX.

 

Bibliografía

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Busaniche JL (1927): Estanislao López y el federalismo del litoral. Buenos Aires, Cervantes, 1927.

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Molinari D (1938): ¡Viva Ramírez! Buenos Aires, Casa Coñi.

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Facundo Di Vincenzo es profesor de Historia (UBA), doctorando en Historia (USAL), especialista en Pensamiento Nacional y Latinoamericano (UNLa), docente (UNLa) e Investigador del Centro de Estudios de Integración Latinoamericana “Manuel Ugarte” (UNLa) y columnista del programa Malvinas Causa Central, Megafón FM 92.1.

Notas:

[1] Por iluminismo o ilustración considero al movimiento espiritual, intelectual, cultural y político surgido durante las revoluciones burguesas de mediados del siglo XVIII. Fue el basamento ideológico y conjunto de significados propuestos por la burguesía europea frente a su contrario, integrado por las monarquías, el clero y la nobleza. En este sentido, si bien el iluminismo o ilustración sostuvo entre sus principios fundamentales la conciencia basada en la razón, la confianza en el pensamiento del ser humano, la libertad, la dignidad, la autonomía, la emancipación y la felicidad del ser humano, en realidad, aunque se proclamaban todos estos principios como universales, sólo buscaban ser expresiones para los sectores burgueses de la Europa central. Para los demás países estos principios no sólo fueron negados, sino que, en aquellos lugares donde existían, las mismas burguesías imperialistas europeas se ocuparon de eliminarlos.

[2] En 1863 dependían de las autoridades nacionales sólo dos colegios de segunda enseñanza: el de Monserrat en Córdoba y el del Uruguay, que pasó a depender de la jurisdicción nacional cuando se federalizó la provincia de Entre Ríos. Los objetivos y planes de estudio de ambos colegios respondían a los criterios dominantes: enseñanza prioritaria para el ingreso a la universidad y régimen de internado. En 1863 se creó el colegio nacional Buenos Aires, en 1864 en Catamarca, Salta, Tucumán, San Juan y Mendoza, y en 1869 en Santiago del Estero, San Luis, Corrientes y La Rioja (Martínez Paz, 1997: 284).

[3] El antropólogo alemán Eric Wolf (1987) desarrolla extensamente el tema.

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