Intervenir con masculinidades en el ámbito sanitario: reflexiones, desafíos y preguntas que continúan

Ser profesional de lo social y de la salud pública hace rutinarios el abordaje y la intervención diaria con personas que sufren y padecen, pero a su vez con quienes se puede construir procesos de acompañamiento que pregonen por esquemas creativos para resolver conflictos subjetivos a partir del dolor que implica una enfermedad o un padecimiento. No obstante, aún hoy –con la convicción de sostener intervenciones situadas y sostenidas bajo la perspectiva relacional de los géneros– continúa siendo un desafío trabajar con cuerpos masculinizados. Si bien el sistema de salud pública se encuentra disponible universalmente para que cualquier persona –sin ninguna distinción– pueda acceder, las barreras simbólicas, económicas y culturales encuentran un diálogo singular con los cuerpos, principalmente con los cuerpos masculinizados.

La “hombría”, si bien es una construcción plenamente sociocultural de las sociedades modernas, no deja de ser un factor condicionante a la hora de transitar instancias de padecimiento, dolencias y crisis. Si ser hombre es quien se “la banca”, ¿cómo impactan dentro de las dinámicas de los cuerpos masculinizados las crisis socioeconómicas como la que ha implicado la pandemia? ¿El sistema de salud pasa a ser una de las instituciones que alojan principalmente este tipo de sujetos inesperados? (Carballeda, 2008) La presencia de “hombres” transitando pasillos de hospitales y centros de salud en busca de ayuda y “no saber para dónde ir”, asegurando en reiteradas consultas que “jamás he tenido que pedir nada” con tono de vergüenza, permite cristalizar cómo impactan las exigencias del género ante las crisis de supervivencia: son momentos de conflicto externo e interno para encontrar respuestas.

Escribo estas líneas de reflexión para invitar a seguir problematizando la importancia de pensar bajo la impronta feminista la producción de preguntas nuevas, incorporando desafíos conceptuales y pragmáticos –tanto ciudadanos como éticos y profesionales– y en esa línea continuar aspirando a sociedades más igualitarias y menos patriarcales.

 

¿De qué hablamos cuando hablamos de masculinidad?

Coincidiendo con la idea que el mundo social moderno se caracteriza por la totalización de la experiencia humana desde los valores del hombre blanco heterosexual, el conjunto de esquemas interpretativos sobre las relaciones sociales se encuentra determinado por la cosmovisión androcéntrica. Esto implica inherentemente el establecimiento de normas que perpetúan y regulan las prácticas sociales a partir de las representaciones que suceden desde los cuerpos: materia que determina el principio y el límite entre un sujeto y otro, desde donde se construyen las diferenciaciones.

Cuerpos biológicos, cuerpos culturalizados, cuerpos sexuados, cuerpos que responden, cuerpos coaccionados a responder y cuerpos generizados. Si bien el principio de diferenciación y categorización de la humanidad se sucede desde los rasgos fenotípicos y biológicos, coexisten tensiones vinculadas a estereotipos, roles y atributos que dentro de esas alteridades definen los distintos espacios y lugares que se deben de ocupar en las estructuras organizativas. Conell (1997: 6) afirma que “las relaciones entre personas y grupos organizados en el espacio reproductivo (y productivo), forman una de las estructuras principales de todas las sociedades documentadas”.  A partir de esto resulta fundamental reconocer el dinamismo ontológico propio de las realidades sociales, donde cada cultura crea sus mecanismos organizadores, justificadores y afirmadores de las prácticas sociales y, en su devenir, de las normativas institucionales.

Por ello, y como se mencionaba en un principio, si el mundo se organiza nuclearmente bajo esquemas de interpretación atravesados por lo masculino, ¿qué significa la masculinidad? Considero pertinente traer la idea de Conell acerca de la importancia de correrse de los estudios sobre la masculinidad en tanto objeto único y aislado, resaltando que ella refiere a la posición que se ocupa dentro de las relaciones de género, donde las masculinidades se construyen no solo respecto a “las mujeres blancas, sino también en relación a los hombres negros” (Conell, 1997: 10).  Por lo tanto, son configuraciones históricas y culturales.

El mundo de lo masculino se consolidó con atributos vinculados a la virilidad, la hombría, la fuerza física, el vello corporal en tanto sinónimo de fortaleza, y el manejo por excelencia del raciocinio. Es decir, sujetos con capacidades potenciales para imponerse desde una fortaleza doble: física, pero también racional. La masculinidad, dentro de un mundo androcéntrico, se construye siempre desde la interacción con ese otro, absoluto y alterno: mujeres, disidencias y hombres negros.

Hablar hoy de masculinidad implica correrse del hombre como concepción biológica, e incorporar atributos y aspectos que se necesita adquirir para responder a la práctica corporal y normativa que lo constituyen como sujeto social. Resulta importante resaltar la noción de relaciones sociales engenerizadas, dado que “las distintas maneras de hacerse hombres se encuentran condicionadas de forma relacional por las heterogéneas maneras de hacerse mujer” (Palermo y Salazar, 2016: 57). Para ello, en su convergencia articulada estos atributos consolidan una representación hegemónica a alcanzar mediante distintas prácticas aprehendidas e internalizadas dentro de la homosociabilidad. Es decir, entre hombres se aprende a ser hombre, y entre hombres se debe demostrar que se es tal. Conell (1997) hace mención sobre la dimensión productiva dentro de las estructuras de género, donde existe una asignación de tareas que responden al género del capital. Allí “la modernidad caracteriza al mundo laboral –y público– como el espacio de socialización de hombres y, en consecuencia, es allí donde se significan las formas de control y regulación para que sean tratados como hombres” (Palermo y Salazar, 2016: 56).

Problematizar sobre las representaciones de los hombres –tanto en el espacio público como en el privado– implica reconocer que la segregación de espacios propicios para la circulación y participación activa de cada cuerpo se sostiene bajo la legitimación de estructuras jerárquicas de relaciones sociales. Para ello, la lógica androcéntrica habilita –o no– la participación de otros sectores sociales y –bajo ciertas reglas– la circulación por allí. Siguiendo a Kaufman (1999), la violencia o la amenaza de su uso es un mecanismo que se justifica –y hasta se glamoriza– como herramienta de soberanía para el sostenimiento de la organización jerárquica. Recuperar esa noción hegemónica de masculinidad repercute en considerar que la representación sobre lo que significa ser hombre está atravesada por el resistir, el esfuerzo físico –fortaleza–, pero a su vez del uso de la razón que lo hace capaz en el mundo de los negocios y del sector productivo, alejándolo de la barbarie de la naturaleza sensible del mundo feminizado. Este imperativo acerca de lo masculino obliga a una revisión constante de sus atributos como hombres, donde “las inseguridades personales conferidas por la incapacidad de pasar la prueba de la hombría (…) son suficientes para llevar a muchos hombres a un abismo de temor, aislamiento, ira, autocastigo, auto repudio, agresión” (Kaufman, 1999: 3). Siguiendo a Bourdieu (2000), el ideal masculino viril es el principio de la fragilidad de los cuerpos masculinizados. La constante norma en las representaciones acerca del deber ser obliga a un desafío constante, para sí mismos y para con el resto de los hombres, con quienes se crean lazos de aprobación y respeto. Tanto en el mundo reproductivo como en el productivo, la necesidad de reivindicar la cercanía con esta representación de masculinidad imperativa lleva a autoperpetuar reglas y normas vinculadas con el poder y el dominio, con lo intelectual y la fuerza, rechazando “cualidades vinculadas con el cuidado y el sustento emocional” (Kaufman, 1999: 3).

 

¿Cómo continuamos?

En un mundo de hetero norma los cuerpos son predeterminados para construir ciertos umbrales de goce, y tensionados para consolidar ciertos atributos físicos que hacen a la representación del “macho”. Las resoluciones ante los conflictos en lo micro cotidiano se encuentran atravesadas por improntas genéricas, y con ello se suscitan conflictos subjetivos sobre las posibilidades impuestas y reales. Las vivencias que irrumpen con estos formatos preestablecidos deben disputar por imaginar posibilidades de reconocimiento como personas humanas, con el derecho a poder expresar sus vivencias en tanto dolencias, de recuperar la sensibilidad como derecho humano, y fortalecerse de manera reflexiva, no coaccionada por estereotipos impuestos.

Intervenir desde instituciones que alojan procesos de salud, enfermedad, atención y cuidado demanda incorporar no solo una escucha activa y situada, sino también una escucha generizada, permitiendo pensar estrategias de intervención que recuperen aspectos singulares de esta población y que permitan bogar por maneras alternativas de constituirse dentro del mundo masculino.

 

Bibliografía

Bourdieu P (2000) : La dominación masculina. Barcelona, Anagrama.

Carballeda A (2008): “2001, los inesperados en la intervención”. Margen, 51.

Connell RW (1997): “La organización social de la masculinidad”. En Masculinidad/es: poder y crisis. Santiago de Chile, ISIS.

Kaufman M (1999): Las siete P’s de la violencia de los hombres. Documentación de apoyo, Fundación Mujeres.

Palermo HM y C León (2016): “Trabajo, disciplina y masculinidades: un análisis comparado entre dos industrias extractivas de Argentina y México”. Nueva Antropología, 85.

Paula Ricciardi es licenciada en Trabajo Social, profesional de la Salud Pública.

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