Llegar al mar

El agua caliente salió de la pava, golpeó la yerba y el pulmoncito verde del mate empezó a hincharse. Mis labios sintieron el metal de la bombilla, el agua subió y el sabor amargo me reconfortó. Era un sábado de octubre, temprano por la mañana. Tomé uno, dos mates más y salí a la calle. El aire era frío y el cielo se abría con un amanecer de nácar. Encendí el auto y fui por ellos. Los porteros barrían las veredas y solo algún que otro borrachín trasnochado caminaba por las calles vacías, lobos perdidos.

Mariano y la Yaya estaban esperándome en la puerta. Les sonreí y él me sonrió. Acomodamos a la Yaya en el asiento del acompañante y me senté dispuesto a hacernos llegar al mar como si esa fuese una última misión. Mariano le dijo a la Yaya que de ningún modo iba a permitir que ella cebara durante el viaje. La Yaya se quejó y quiso bajarse, Mariano se fastidió. Le dije a la Yaya que ella podía cebar y me contestó que mejor lo hiciera Mariano. Nos reímos. El viaje al mar nos llevaría unas ocho horas.

¿Cuánto falta?, preguntó la Yaya. Mucho, contestó Mariano. Pero, ¿cuánto?, insistió. Si te vas a poner así, nos volvemos. No es para tanto, dije. Sí es para tanto, dijo él. Solo pregunté cuánto falta, dijo la Yaya. Unas siete horas, contesté. Me meo, dijo ella. Mariano se mordió los labios. En la próxima estación frenamos Yaya, ¿aguantás?, pregunté. Sí, nene. Bajamos a la Yaya, la acompañamos hasta el baño y esperamos. Mariano fumó un cigarrillo y yo cambié la yerba del mate. Tuve la sensación de que el mar estaba cada vez más lejos. Volvimos al camino, la ruta atravesaba un campo amarillo y encima nuestro brillaba un sol perlado. Soplaba viento del Este. Mariano me preguntó si iba todo bien, le dije que sí y me agarré del volante como un soldado. El auto se afianzó al pavimento y nos quedamos en silencio.

¿Te molesta si pongo música, Yaya? No nene, no me molesta. ¿Have you ever seen the rain?, nos preguntaba John Fogerty. Canté esa y otras canciones, Mariano se reía. La Yaya se durmió y Mariano me dijo que en séptimo grado me había prestado un cassette de Creedence y que yo nunca se lo había devuelto. Le dije que ese cassette se lo regalé a Valeria, la chica de bucles y ojos marrones del “B” que nos gustaba a los dos. Me acuerdo que en un asalto en la casa de Farina bailaste un lento con ella, dijo Mariano. Yo también me acuerdo, fue la misma noche en la que en la terraza prendiste un cigarrillo y me hiciste probar por primera vez, le dije. Lo miré por el espejo retrovisor y me guiñó el ojo izquierdo. Cuando nos conocimos en primer grado me hizo ese mismo gesto, idéntico. Cada vez que la situación lo necesita, él me guiña el ojo izquierdo, cómplice. La Yaya se despertó. ¿Cuánto falta?, preguntó. Dos horas Yaya, ya casi estamos. Me meo, contestó. Mariano se mordió los labios y suspiró. Yo reí y le dije que en la próxima estación volveríamos a parar.

Acompañamos a la Yaya hasta el baño y aproveché a cargar nafta, compré unas galletas marineras y llené el termo con agua caliente, después de que un señor muy amable me regalara las monedas que me faltaban para hacer funcionar el dispenser. Había algo salado en el aire que ya nos acercaba al mar. Subimos al auto, prendí la radio y enganchamos una AM de la zona. Entrevistaban al secretario de turismo que comentaba la gran expectativa para la siguiente temporada. Fueron a una tanda publicitaria y así nos enteramos de que nombrando a la radio tendríamos descuento en una carnicería y de que no hacía falta buscar más, porque los mejores juguetes de la costa los encontraríamos en “Juguelandia”. La sintonía comenzó a perderse hasta que dejó de escucharse por completo y dio paso a un ruido constante como de enjambre de abejas. Mariano me dijo que el termo estaba vacío y apoyó la cabeza contra la ventanilla. La Yaya buscó un suéter y se abrigó. Me preguntó si tenía frío y le contesté que no. Pensé en el mar. Afuera, las chicharras empezaron a cantar en coro.

Tomé una rotonda hacia la izquierda y entramos al pueblo, ya había oscurecido. La Yaya preguntó cosas que no supimos contestar. ¿Dónde está la plaza? ¿Dónde está la iglesia? ¿Cómo se llega desde el hotel al mar? Mariano le pidió que se calmara y yo no me opuse. Las calles parecían sombras que se iban iluminando con el avance del auto. Unos adolescentes tomaban una cerveza en el escalón de una casa. Les consultamos cómo llegar al hotel San Martín y nos dieron las indicaciones. Cansados y con ganas de llegar, llegamos. Dejé a la Yaya y a Mariano en la puerta y me fui a buscar un lugar donde estacionar. Di algunas vueltas, miré a la gente del lugar, leí carteles y vi frentes de casas. Conseguí un garage a la vuelta del hotel. El sereno me explicó los pormenores del funcionamiento del lugar. Buenas noches, le dije y me fui.

Entró la primera luz del día por el rectángulo de la ventana y ya no pude volver a soñar. En el sueño yo manejaba un transporte escolar en el que iban sentados la Yaya, Mariano y nuestros compañeros de la primaria. Llegamos a un edificio que parecía mi casa de la infancia, pero en realidad era la escuela y todos me daban las gracias por haberlos alcanzado hasta ahí, menos la Yaya que se quedó sentada. Me puse a verla en detalle y no era la Yaya sino mi abuela, pero estoy seguro que la voz era la de la Yaya. Cosas del mundo onírico.

Bajé al comedor y desayuné con Mariano y la Yaya. Ella nos contó de su desvelo. Casi no había dormido esperando que la noche pasara rápido para poder llegar al mar. Salí a buscar el auto, era un día diáfano, los rayos del sol de octubre parecían los pelos de un pincel: llenaban de energía las paredes. Volví al hotel, cargamos a la Yaya y fuimos en dirección al faro. La sal del ambiente se pegó en mi paladar y el olor a pescado frito que salía de las cocinas de los bares se metió en el auto como un buen amigo.

Estacioné. El sonido de la rompiente del mar parecía amplificado, como si alguien le hubiese subido el volumen. La Yaya bajó, pero no quiso nuestra ayuda, se sacó los zapatos y los arrojó sobre un banco de cemento. Luego se arremangó la pollera y atravesó la playa lentamente. Con Mariano nos sentamos en la arena y preparamos el mate. Soplaba ese viento de mar que me arrastró a la infancia, viento de vacaciones con mi mamá, mi papá y mis hermanos. El sol me hizo entrecerrar los ojos. Mariano se sacó sus lentes oscuros y me los ofreció con un mate. Mientras lo tomaba, sentí cómo su mano se posaba sobre mi hombro. No tenés nada que agradecerme, le dije.

La Yaya había llegado al mar y caminaba por la orilla con la espuma acariciándole los tobillos. Iba de un lado a otro, hasta que se decidió a buscar un poco más de profundidad. Cuando la marea comenzó a lamerle las rodillas, la vimos detenerse. Se agachó para tocar el agua y se mojó la cara con las manos. Después se quedó mirando al horizonte. A un costado suyo saltó un pez y dibujó un arco con la iridiscencia de sus escamas. Entonces la Yaya se dio vuelta y nos saludó.

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