El sueñomatógrafo

Salió de la casa cuando vio sus sueños proyectados en el muro del baldío. Estaba en calzoncillos y el polvo del camino resplandecía gris, casi azul, como los ojos de Juan Malvicini, los primeros en ver aquel fenómeno. Luego, tras la cortina raída de la casa de enfrente, asoma su figura Don Simón Gachiffi que, tras estrujarse los párpados, corre a llamar a sus mellizas. Los cuatro se quedan absortos en la noche, mirando esas imágenes que las pinceladas de la luna proyectan en el muro del pueblo. Así sucede la primera luna llena.

Al día siguiente comentaron aquel extraordinario suceso en el almacén de ramos generales del vasco Berazartúa, pobre Vasquito…

Entre Malvicini y el vasco Berazartúa conjeturaron que aquello debía de ser un fenómeno óptico semejante al de la luz mala, que se explicaría más tarde o más temprano con científicos argumentos. Don Simón Gachiffi, entretanto, proyecta el oro que tan estratégica ubicación le otorgará a su vivienda y al galpón aledaño donde funciona su fábrica de soda.

Ahí nomás lo comenta y se ponen de acuerdo en organizar para la siguiente luna el Sueñomatógrafo, tal como lo bautizó el mayor de los Suárez que, acodado en la barra, paró la oreja, y metió mano con lo suyo, que es el oficio de apodar, por lo cual él mismo se hacía llamar jardinero.

El despliegue de imágenes oníricas atrae primero a los niños del pueblo, quienes se sientan en canastita a ver el muro y comer garrapiñada. Más tarde, como quien no quiere la cosa, como quien justo pasaba, se van acercando los adultos. La concurrencia crece de manera exponencial. Llegan con sus sillitas, sus reposeras y espirales para los mosquitos.

Al comienzo, hay que decirlo, no entienden bien lo que ocurre. Se dan cuenta que son ellos los que aparecen en el muro, y no Rita Hayworth, ni James Stewart, pero aún no comprenden quién escribe el guión de los films. Hasta que la maestra de la escuela dice:

–¡Pero che, este es mi sueño de anoche!– grita, poniéndose de pie, al ver en el muro a esa mujer de brazos abiertos en el balcón. Poco a poco todos la siguen y se alzan como si hubieran visto a la primera mujer. Salvo Egle Etchemendy y Juan Malvicini, quienes evitaban pensar en esa mujer.

El vasco Berazartúa, que a espaldas del comisario levanta quinielas en el cuaderno de fiado, apunta que ese otro sueño con tantos huevos debía ser del mayor de los Suárez, que había sacado cabeza en la provincial con el doble cero.

–Así es– dijo el mayor de los Suárez. Mientras se veía en el muro cómo él mismo nadaba en lagos de vino y costas de maizales dorados.

Egle Etchemendy de Malvicini, en cambio, suscitaba en el muro atormentadoras escenas, como la de esa tarde recurrente en que la enfermera del Hospital Italiano de Rosario, con el reloj dando las cuatro menos cuarto, le dice que su único hijo, el genio, su hijo, no está muerto al fin, lo han revivido. Y luego se ve que su hijo es una especie de máquina con muchos botones y números, como un hombre-calculadora.

Al ver esas imágenes, Egle se mete en su casa y una vez al otro lado de las persianas rojinegras rompe en un llanto mudo. Egle no volverá a salir ninguna luna llena.

Para ese entonces ya todos saben el trasfondo del Sueñomatógrafo. Y cuando la víspera de la luna llena alguien ha tenido un sueño non sancto, ni se le acerca al muro.

En cualquier sitio y en cualquier época llamaría la atención un fenómeno como este, pero mucho más en un pueblito de la Pampa gringa durante aquellos años en que los chisporroteos de los primeros televisores todavía eran tan lejanos como la luna. El sueñomatógrafo constituía un auténtico acontecimiento y un signo identitario para ese pueblo que hasta entonces era casi anónimo en los mapas.

Don Simón Gachiffi, como se ha dicho, es el primero en verle la veta. Dos pájaros de un tiro, dice, porque aprovecha para resguardarse de las miradas del muro tras la cortina de su casa. Ya se había visto en la situación embarazosa de taparle los ojos a sus mellizas ante la súbita aparición de sí mismo, en el pajonal, con la maestra de la escuela.

La concurrencia crece a ritmo de taquilla giratoria, y ya es cada vez más fácil no hacerse cargo de lo soñado.

Para cuando pasan cuatro lunas, el cura, junto a Don Augusto Fulinari, rumea por primera vez la idea de tapar aquella vulgar obscenidad. Esto sucede luego de que se proyecten imágenes que lo tienen al cura de protagonista con los mismos niños, y son para cubrirle los ojos… de puñetes, opinó Berazartúa bajo la aprobación de Juan Malvicini y su mujer, Egle, quien, si bien cerraba de par en par las persianas, no podía evitar la curiosidad y se asomaba por las rendijas, para asistir a regañadientes a esas vulgares representaciones. Su formación política le impedía estar de acuerdo con cura alguno.

Don Simón Gachiffi, mientras tanto, ofrece sus aperitivos en la puerta de su casa justo al lado de las populares estrellas sueñomatógraficas. “Vermú Gachiffi, la pesadilla de la sed”, reza la pancarta que despliega encima del mostrador que atienden sus mellizas.

El vasco Berazartúa se había hecho traer una camionada de maní desde Rosario y se había puesto a fabricar impacientemente maní bañado con chocolate, garrapiñada y turrón, pobre Vasquito… qué se iba a imaginar.

Ya cuando empieza a peregrinar gente de otros pueblos tuvo que intervenir el jefe comunal. A éste lo que le atemorizaba era que el asunto llegue a oídos de las autoridades nacionales, y sobre todo a los ojos de los interventores culturales. No tanto por las escenas impúdicas exhibidas en plena calle, de las que no podían hacer responsable a nadie. ¿O acaso uno debe dar cuenta de sus sueños ante tribunales militares? Sino por las frecuentes apariciones del signo proscripto, con sus símbolos y sus ídolos.

Para la cuarta o la quinta luna llena, llegó gente de los pueblos cercanos, movida por una curiosidad de turismo aventura, los unos; por la nostalgia los otros. Y ya para las lunas sucesivas llegan masas y masas desde todo el país.

Vienen como los flamencos a la laguna de Melincué: con los flamencos los comparaban, paran una noche o dos y después remontan vuelo. Algunos ni enterados de que el fenómeno depende de los ciclos lunares, se quedan decepcionados ante un muro cualunque, una noche sin luna, pobres estafados por su propia zoncera.

Si bien a medida que la luna crecía aparecían imágenes borrosas, como un juego de colores difusos que a Juan Malvicini le remitía a la cámara oscura, era en las noches de luna llena cuando sucedía lo extraordinario. Para las seis de la tarde el bar-confitería del pueblo ya había agotado sus reservas de cerveza. Don Simón Gachiffi pregonaba sus aperitivos. “¡Hay Vermú Gachifi! ¡La pesadilla de la sed!”. Egle Etchemendy, eclesiástica en su socialismo ascético, cierra las persianas, se pone unos tapones en los oídos y se acuesta a leer como si nadie hubiera en el pueblo.

–La putísima madre que los re mil parió– suspira la tía Egle.

Aquel diciembre, madre decidió que había que adelantar las vacaciones a Bouquet.

Le inventó a papá una excusa cualquiera, pero el motus intrinsecum era que nuestra estadía en el pueblo de Bouquet coincidiera con la luna llena. No se lo iba a perder justo ella, una vez que pasaba algo en ese pueblo donde veraneábamos desde el 56.

Krivolsky, mi padre, que desprecia a la gente que toma café en los bares, al tango, y a los peronistas, no se puso muy contento de viajar con mis dos tíos, Marta y Edmundo, que estaban deseosos de ver a esa mujer proyectada en el muro de los sueños, o el Sueñomatógrafo, como lo llamaba el tío Juan Malvicini en sus cartas.

Pero papá no era hombre de batallas insensatas y a mamá nunca le gustaron los armisticios, así que tomamos el tren una semana antes de la navidad.

La gente viajaba asomada por la ventanilla, sus rostros ensayaban tímidas expresiones de felicidad, como si estuvieran despertando de una larguísima anestesia y aún no dominaran sus gestos.

–¡Qué hermoso día!

–Un día…– le cuchichea el tío Edmundo a mi madre. –¿Te acordás cuando vino enfrente a casa, a la Central General? ¿Te acordás la de gente que metió Marta en casa? Tu hermana Egle casi se infarta.

–Es tu hermana también, Edmundo.

–Pero en política es como si no lo fuera.

–Comportate che, que nos va a recibir en su casa. Nada de política, por favor.

–No me pongas esa cara, Maruca, mirá toda esta gente. Mirá estas caripelas, si acá se nota a la legua de qué color tenemos la cabeza. Menos tu marido, que es medio pelado, pero bueno, el Ruso vive en un mundo aparte, qué le podes pedir. Pero vos te acordás lo que sentimos cuando estuvo enfrente, en el balcón de la Central General. Como una vecina más era… se me pone la piel de gallina.

–Marta se había arreglado como si esa mujer la fuera a visitar a ella, se había puesto el mismo vestido que ella, nadie entendía dónde lo había conseguido. Si la hubieran visto con los moldes y la Singer traqueteando hasta el alba.

–Cuando volví del bar ya amanecía y ella estaba ahí, terminando los volados.

–No sé de dónde miércoles había sacado el modelo.

–Yo lo que no sé es cómo sabía que esa mujer iba a usar justo ese vestido aquel día.

–Marta es un agente del espionaje– dice el tío Edmundo, riendo. –Pero shhh, nos va a escuchar.

Marta Etchemendy en el asiento de enfrente mira la llanura que se estira en las afueras de Rosario, baja la vista y sigue con su novela romántica.

–¡Y Egle! Madre mía, pobre Egle, era su peor pesadilla. Te acordás que la noche anterior se había repetido la misma escena de siempre, vos brindando por la santísima causa…

–Y Egle desde la otra esquina interrumpiendo como una arpía, como siempre: “y por la putísima madre que los re mil parió a todos”. Sí, claro que me acuerdo.

–Y al día siguiente: Ella. Con ese descapotable por calle Catamarca, saludando aquí y allá, y la multitud ensordecedora. Nunca te vi con semejante julepe Edmundo, como cuando viste toda esa gente junta en nuestro balcón. ¡Qué plato! Parecías anti. Eso fue lo que te dijeron.

–Soy peronista, pero no estúpido.

–Delante de los chicos no, Edmundo, por favor, que después andan repitiendo por ahí.

–Tenés razón, disculpá. Sí, soy, le dije, soy… pero estúpido no. El balcón no estaba hecho para cincuenta personas. Uno sabe de estructura, sabe de trigonometría y sabe de cálculos, y sabe que los balcones se caen. ¿Te imaginás lo que hubiera sido? Seguro que hubiera terminado pagando los platos rotos Ella.

–Egle y más de uno estaban frotándose las manos a ver si se caía el balcón, eso seguro.

–Y por eso salí a gritarles que se bajaran, porque estaría calculado para seis, siete, u ocho personas, no para cuarenta y pico de desaforados cantando la marcha y toda la perinola.

–Pero no se cayó.

–No se cayó de milagro.

–Y bueno, estaba Ella– dijo Maruca, hundiendo sus dedos en mi cabello azabache.

–Y esto del muro, qué me contás, che. Hablando de milagros.

–Y enfrente de Egle, ni más ni menos. Qué cosa, parece cagada por los elefantes tu hermana.

–Es tu hermana también, Edmundo. ¡Caramba!

El niño ya sueña con las flores del vestido de su madre, en cuyo regazo se apoya. En el asiento de al lado va tío Edmundo, que ahora abre un libro de René Descartes.

Enfrente, su padre y su hermanita juegan dominó sobre el lomo avejentado de una valija –si esa valija contara historias, otra que la del muro se haría a su alrededor.

Al lado de su hermanita, contra la ventanilla, Marta cierra su novela rosa, y ahora mira la pampa y recuerda aquella buena época. Cuando se sortearon una serie de Mercedes Benz entre los estatales y ella, una simple maestra primaria de pueblo, había ganado uno, un Mercedes Benz cero kilómetro.

Al ir a retirarlo a Buenos Aires, alguien se le burló al verla pasar.

–Una renguita lo ganó, fijate, qué desperdicio.

Ella alcanzó a escuchar y se giró bruscamente.

–Yo no soy renga. Piso fuerte con la izquierda, nomás.

Ahora los seis bajan en una estación de Bouquet, colmada como nunca se ha visto, ni se verá. Hace calor, hay abanicos, sombreros, miradas sugerentes, miradas invasivas, rostros de un fervor de hipódromo desempolvado. Don Simón Gachiffi regala soda fría y anuncia que a la tardecita habrá expendio de Vermouth Gachiffi, “la pesadilla de la sed”.

En la estación, entre tantos desconocidos, encuentran por fin el rostro de Juan Malvicini. Está visiblemente eufórico con la muchedumbre que ha caído en su pueblo. Mientras cubren el camino a su casa, les comenta que él que ha pasado su juventud en Córdoba y luego tantos años en Rosario, y aunque ya hacía una buena temporada se había visto obligado a mudarse a Bouquet por aquel asunto con los narcóticos, lo cierto es que extrañaba las multitudes. Egle, en cambio, no: por eso ella los espera en la casa junto con el tío Pellegri y Leticia, que habían llegado ayer desde Buenos Aires.

El calor es sofocante y mucha gente pasa la tarde refugiada a la sombra o mojando las patas en el miserable arroyo que, en los meses del verano, justo cuando más se lo necesita, es apenas un hilo de agua en la llanura tediosa.

En la casa, cuando la parroquia da las tres de la tarde, ya han terminado de almorzar, de tomar el té o el cafecito, y los matrimonios se escurren como reptiles a sus respectivos catres, en la fresca penumbra que proporcionan las persianas rojinegras.

Edmundo, por su parte, se desliza hacia el bar de Berazartúa con quien mantiene una amistad veraniega de cerveza, truco y guitarreadas. Marta continúa su novela en la mecedora de mimbre.

El niño y su hermana salen a la calle y encuentran otros niños del pueblo. Ahí están jugando, cuando ven pasar al tío Pellegri, raudo como el viento, levantando polvareda con sus ágiles trancos, corriendo hacia la inmensidad del campo.

Corre el tío Pellegri a campo traviesa, saltan despavoridos los insectos, que no comprenden aquellas zancadas, aquella prisa sin llegada, aquel cazador sin presa.

Los altos pastos de la llanura le pican en las piernas, y sus pies de suela gastada pican a su vez, saltan por sobre los alambrados del campo de Don Augusto. Corre el tío Pellegri hasta detenerse cerca del casco de la estancia. No se sienta a descansar bajo ningún árbol, porque él siente esa voracidad en las plantas de los pies, ese hambre de galope sin persecuciones, que lo hace picar y picar hasta el horizonte de verdad, pero justo ahí se detiene en seco, al ver en las inmediaciones del casco de la estancia de Don Augusto Fulinari, envuelto en el sopor de la tarde, un resplandor de machetes y winchesters. Le llega el ruido ajumado de esos hombres dándose ánimos. La oscuridad está próxima y ya vuelve trotando junto a las primeras casas del pueblo, o las últimas, según desde dónde se marche, cuando aquel brillo lo distrae como una ciudad asomando en el horizonte. El sol del verano, asustado, se esconde. Cantan anfibios coreutas y sobre los postes del alambrado los búhos se presentan como gárgolas del terruño.

La gente de la plaza la intuye en la copa de los árboles ensangrentados, en el canto de los benteveos últimos, en las cigarras enfurecidas, y sobre todo en la propaladora naranja que anuncia con estertores de hojalata el inicio de una nueva función del “Fantástico Sueñomatógrafo del pueblo”.

Marchan cansados y felices, como todo aquel que se precie, los forasteros. Con ánimo de turistas en estrenos, avivados por fantasías pueriles, y tozudos como peregrinos, van silbando. Recuerdan máquinas de coser, pantalones largos, alpargatas, Mar del Plata, yunques y aguinaldos. Dejan sus valijas a merced del silencio en la plaza del pueblo y se arremolinan alrededor del muro de los sueños, como bestias del desierto junto a un ojo de agua.

Todo el pueblo está ahí, o casi todo, porque el cura ha promovido una misa que contaba con la aprobación del comisario, de Don Augusto Fulinari y de algún que otro feligrés edulcorado. Pero no pudo el cielo de los ángeles tapar aquello. El pueblo acudiendo a la fantástica proyección, desoyendo el repiquetear incesante de las campanadas.

Ya pian los niños a los pies del muro, sentados en canastita. Los pies descalzos tienen la mugre de mil travesuras. Los mayores aprovechan las ofertas de Gachiffi y del vasco Berazartúa, que ha puesto a cantar al loco del pueblo:

Hay maní con chocolate, garrapiñada, turrón,
no sólo para su panza, también para su corazón,
póngase en primera fila, señora, póngase señor
póngase si soñó anoche con Eva Duarte o con Perón.

A lo que el jefe comunal, intranquilo por el doble filo que traía este cónclave, hizo evitar el último verso, asegurándole que, a cambio, le compraría una sustanciosa cantidad de maní con chocolate para repartir en la escuela… pobre Vasquito.

Edmundo y el niño hacían la cola en lo de Don Simón Gachiffi y, para cuando llegó su turno, las mellizas burbujeantes le entregaron el popular vermú. Su padre, tras la cortina desteñida, hacía su alquimia de naranja, azúcar y Aperol.

–Bien cargadito el mío– pidió Edmundo.

La calle por esa hora ya era un tumulto de expectación. Edmundo le contó al niño anécdotas del cine mudo, de vaqueros, culebras y de indios. Luego se apretaron con el resto de la familia delante del ventanal. Las persianas rojinegras estaban cerradas. Del otro lado, Egle elucubraba su rencor, se mordía las uñas y rogaba un anticipo a la luna menguante.

Maruca la vio primero y se la señaló a Marta, que en su matemático temperamento se preguntaba en aquel momento cómo sería el orden de los factores, la onírica sucesión que se proyectaría. Calculaba, sin error, que no entrarían en una noche los sueños de todos los presentes. Cualquiera que meditara al respecto, al cabo de poco rato, concluiría que era imposible. En esto acordó Krivolsky.

–Cómo puede ser que, si uno soñó toda la noche, por no contar la siesta, en fin, cómo van a entrar los sueños de todos en el muro.

–Es matemáticamente imposible– acordó Marta.

–Caramba– dijo Maruca, como si gritara eureka. –Es muy sencilla la solución, los van a pasar como a los sucesos argentinos, como un libro adaptado.

–No hace falta contar todo– agregó Edmundo, que ya tomaba color con el Vermú Gachiffi. –Es como cuando uno pinta un cuadro. No hace falta pintar todos los árboles para pintar el bosque.

–Pinta tu aldea y pintarás el mundo, en efecto– enfatizó Krivolsky, que por rusas razones se sorprendió coincidiendo con su cuñado.

–Pero fíjense– dijo Pellegri, con el sosegado aire de los gimnastas. –Ahí el pregonero pide que se sienten en primera fila, tal vez sean los sueños de quienes más cerca están los que se visualicen.

–Menos mal que nos pusimos bien lejos– sonrió Maruca.

Juan Malvicini, haciendo de anfitrión, les alcanzó maní con chocolate y turrón que había suscripto previamente en el almacén de Berazartúa; la garrapiñada ya se había acabado. Pobre Vasquito, diría luego, cuando éste transformó a su familia en cacahuete prácticamente, de tanto que la atiborró: maní de postre, maní con el guiso, maní con la leche. Manizartúa, los rebautizó el mayor de los Suárez que, pícaro para poner apodos, era el hijo único.

Esa noche, el Vasco todavía era Berazartúa, y vivía momentos de esplendor. Todo era sueño de fortuna, y el maní, oro con cáscara a sus ojos. Detrás del chiringuito, como un rey, repartía garrapiñada tras aquel humo de locomotora acaramelada que se volvía una especie de tul de vodevil con los rayos de la luna.

Como si la vieran por primera vez, con la misma expectativa con que una década después acudirán al televisor más próximo para asistir a ese gran paso de la humanidad, a esa primera huella blanca. Como si por primera vez la vieran, alzaron sus semblantes, ante la palidez abalconada que se posó en el camino, como si estuviera de verdad allí, como si bastara una escalera, una escalera alta, es cierto, como aquella que traerían los bomberos voluntarios de Las Rosas para apagar la última furia del vasco Berazartúa, en esa rabia con la que se puso fin, pobre Vasquito…

Pero no es de fogatas abruptas, ni de íntimos portazos al libro del deber, que se trata esta noche. El propio Vasco es aún el Rey del maní y la garrapiñada, y si tuviera ahora esa escalera magnífica en la que su espíritu ascendería, subiría como pionero a hundirse en esa luna de crema que avanzaba por el camino viejo.

Como si por primera vez la vieran, descansaron como fantasmas, bajo ese equitativo baño de luz.

Equitativo, pero no tanto, porque el niño permanece sumido en la sombra que proyecta el cuerpo de su tío Edmundo, y acaso por eso, en vez de pedir cocoyito, como hacen otros con padres más jóvenes, este niño se distrae con esa mujer que aparece en el muro, con su pelo que resplandece como el de las estrellas de cine, y ese cuerpo que navega en la proa de un barco, con las aguas del cielo abriéndose como labios. Las estrellas fugaces dejan en el muro sus huellas, como los hilos de la máquina de coser Singer que esa mujer le había regalado a su tía. Esas líneas blancas dibujan hilos en un telar a merced del viento, rostros, paisajes, millones de estrellas. Dibujan nuevas constelaciones con hilos de percal en el muro de los sueños.

Al otro lado de la luna, al otro lado del camino viejo, el ruido rasposo de las gatas peludas se avecina sediento, acompañado por el rítmico bamboleo de las campanadas. La luna huye como un animal traicionado. La dispersión y el caos es general. La propia Egle Etchemendy auxilia a algunos forasteros que buscan refugio entre las casas cercanas. Las mellizas de Gachiffi lloran ante la catarata de sus monedas.

–Otra que San Fermín, pero dónde están los toros– dice Berazartúa, que de espaldas al tanque y ensordecido por el pitido de su pegajosa locomotora no alcanza a huir a tiempo, como tampoco el lunático pregonero, que terminaba ahora sus versos: póngase si soñó anoche con E…

–¿Así que con turrón para Eva Perón?– sintió Berazartúa el aliento de una voz carrasposa y familiar. Era Don Augusto Fulinari que, jactancioso de su revancha, arroja las garrapiñadas al polvo del camino. Amargo lo dulce, arena en el chocolate, caen desde goteras íntimas las lágrimas del vasco Berazartúa sobre el polvo del camino. Se oye el cantar de los teros asustados.

Los hombres de Fulinari ya demuelen el muro del baldío. Los últimos escombros destellan retazos de sus propias pesadillas.

Tras las rendijas de la persiana rojiinegra de la casa de Egle Etchemendy, el silencio amontonado brilla en los ojos todavía cargados de sueños y de lágrimas. Edmundo le susurra a su hermana:

–¿Es garúa lo que cae, o el revoque de la luna?

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