No son las otras y los otros, es la absurda realidad de la violencia

Que en 1955, cuando bombardeaban la Plaza de Mayo, Perón había hecho llevar camiones con personas a la Plaza para que culparan de sus muertes a quienes tiraban las bombas; que el kirchnerismo pagaba a personas para que “actuaran” de indigentes en plena ola de frío; que Cristina Fernández tiene una hija con síndrome de Down a la que oculta; que el gobierno de Alberto Fernández estableció una ayuda social llamada “asignación postaborto”; ni hablar del chori y la coca como causal de las movilizaciones políticas masivas y, más recientemente, de toda la locura del desprestigio contra la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (ANMAT) lanzado por un conjunto irresponsable de expertos en el comentario mediático, autoproclamados especialistas ad hoc en vacunas contra la COVID-19.

Todo esto se parece bastante a las ideas que circularon durante la guerra fría, por ejemplo: que los comunistas se comían a sus hijos e hijas y que en la China de Mao cocían a los bebés para fertilizar los campos. Malos, malísimos. Pero, además, tontos, tontísimos.

Sabemos con tristeza que, entre quienes se rasgan las vestiduras con sus valores intachables y su moralidad impoluta, hay quienes festejan y desean abiertamente la muerte o la enfermedad de ciertos referentes políticos, que comparten invitaciones a linchamientos y escraches, y que, pese a sus prolijos emoticones de “kaka”, si pueden escriturar sus bienes al 70% de lo pagado ahí van en fila, para jugar pleno a la evasión tributaria.

Sin embargo, no son todas malas intenciones o formas cuidadosamente orquestadas desde sectores políticos y económicos poderosos que obtienen rédito de las fake news. A la par de la circulación de esas acusaciones, increíblemente absurdas para muchas y muchos, pero creíblemente cimentadas en el sentido común de otras y otros, grupos de personas se organizan en “cadenas de oración” contra la corrupción; se muestran sinceramente preocupadas y abatidas por el populismo; extrañan la institucionalidad sana –de un tiempo mítico, diríamos–; se quejan amargamente de que trabajan más que otras y otros, subsidiados caprichosamente por su color político instrumentalmente vestido; lloran manipulación irracional frente a las muestras de amor por las y los líderes; les enternece más la imagen de un chacarero de manos callosas que las de un pibe con gorrita y una piba con uñas esculpidas, juntando comida para comedor del asentamiento; son vecinas y vecinos amorosos, protegen a los que piensan y sienten como ellos.

Desde 1945 podemos ponerle un nombre a esta divisoria: peronismo y antiperonismo. Pero sería falaz pensar que surge con el movimiento social y político fundado por Juan Perón. En realidad, lo atraviesa de maneras muy sutiles: recuerdo vívidamente la cara de espanto de la profesora de historia en el colegio secundario, cuando llevé uno de los tomos de historia argentina de Pepe Rosa que me había dado mi padre.

No se trata de una divisoria entre personas inteligentes e informadas y otras vocacionalmente necias e ignorantes, ni de personas buenas contra malas, ni amables contra belicosas, ni responsables contra irresponsables, ni solidarias versus egoístas, ni de ningún etcétera moralizante.

¿Pero qué hacer con esta disonancia tan contundente y aturdidora? ¿Se soluciona construyendo desde las bases un antiperonismo “menos irracional”, más abierto a la caridad interpretativa, capaz de reconstruir los debates políticos indispensables para la vida en democracia, el desarrollo y la justicia social en nuestro país? Seguramente eso ayudaría, pero sólo en parte y para una parte. ¿Qué hay de la otra? ¿Se puede evitar la grieta tomando carrera para saltarla?

Hace unos pocos días leí un artículo[1] acerca de los seguidores de Trump, que me recordó este dilema que creemos tan nuestro –porque, reconozcámoslo: de cerca somos todos raros, pero aburridamente parecidos en nuestras rarezas. El discurso conservador estadounidense –la práctica es mucho más gris, porosa y contradictoria– declara la guerra al nepotismo y a las oportunidades brindadas independientemente del mérito; denuncia a quienes tienen las conexiones adecuadas a expensas de los demás; y opone el valor del esfuerzo en el sector empresarial privado con sus carreras de éxito –o al menos de esperanza en el esfuerzo– supuestamente meritocráticas. Muchos seguidores de Trump tienen la misma preocupación primordial por la justicia y los valores republicanos –mucho más que los democráticos– que muchos antiperonistas. Sienten que mientras que ellas y ellos siguen las normas, trabajan y esperan para ganarse la porción que les corresponde del Sueño Americano, otras y otros –mujeres, afroamericanos, inmigrantes, trabajadoras o trabajadores estatales, e incluso las especies en peligro de extinción– logran colarse en esa larga fila y adelantar posiciones de manera tramposa, con la ayuda de funcionarios demócratas. Peor aún: sufren, porque cuando critican la injusticia de esas situaciones, se les tilda de ogros racistas cuya devoción por el Dios cristiano, la familia y el país no merece más que burlas. Son las y los mismos que rechazan la regulación gubernamental de sus armas e inversiones, y de todos sus intereses personales, pero que proponen restringir el acceso de las mujeres al aborto, vigilar a las personas de color, y se convierten así en fervientes defensores del Estado regulador –y sufren de amnesia parcial respecto de cuánto de su poder político, social y económico se basa en la dominación de otras y otros, con ayuda del Estado y de mecanismos populistas.

Este tipo de lenguaje de la contienda tiene una larga historia, afín al antisemitismo, a la inquisición y a todas las formas totalitarias que conocemos demasiado bien en nuestro país. En este contexto, cualquier diálogo invocando razones contra irracionalidades, absurdo contra realidad, o fantasía contra pruebas, se vuelve francamente inconducente: se reduce a añicos de silencio orgulloso y a toneladas de resentimiento.

Ciertamente, ampliar con humildad y organización nuestra capacidad de organizar ideas y propuestas para construir una sociedad mejor, una patria más justa, libre y soberana, es algo indispensable, pero no suficiente. Hay un inconveniente más estructural y doloroso que habita en los supuestos que subyacen a los debates públicos, a los del pasado y del presente, y a aquellos necesarios para la Argentina del futuro. Es, a mi entender, el problema de cómo entendemos la comunidad –política– nacional.

La patria es el otro. Sí. El problema es quién es y quién sea ese otro, ya que su ontología dependerá de la relación que tenga con nosotros, y de cómo se conjuguen ambos términos en la alteridad –nosotros-otros– que son siempre construcciones históricas, dinámicas y cambiantes. Además, el otro es en plural: son varios otros. Y como si esto fuera poco, muchas y muchos de ellos no se conciben como tales, ni siquiera como uno de los muchos grupos de interés que compiten por tener influencia sobre el gobierno, sino que se autoperciben como la comunidad de destino, como quienes detentan la posición fundamental e inviolable dentro de la sociedad, por su relación históricamente alineada con los intereses de la nación. La nación somos nosotros, dicen, y llevan la bandera y sus colores a sus manifestaciones –nos suena, ¿no?

Parecería que no estamos ante una comunidad nacional herida, sino ante un entramado basado en una herida en la misma idea de comunidad: una lastimadura imperceptible y total en nuestra imaginación política. La violencia es el arma favorita de los tontos y la forma de interacción humana más difícil de afrontar con una respuesta inteligente. Por eso el diálogo, como medio para lograr algún tipo de entendimiento mutuo que sea capaz de reparar la comunidad nacional herida, también es bastante inconducente. No hay tal comunidad, aunque nos emocionan sus símbolos y aunque imaginarla se pueda materializar efímeramente con un mundial de fútbol. A lo sumo, sí, podríamos construirla.

La comunidad nacional –la del nacionalismo banal o la del constructivismo– no es el antídoto para la violencia, sino su combustible. Porque emana de una formación económica y política estatal basada en ciertos supuestos de individuo, propiedad, libertad, democracia, república, justicia, derechos y castigos, mayoría y minorías, amigos y enemigos, etcétera, que naturalizan la exclusión y la opresión. Aquí y en todas partes, el ideal del pluralismo republicano se evoca más que el de la cooperación de intereses estructuralmente antagónicos. No es casual. La fuente más común y duradera de las grietas producidas por el antagonismo faccional es la diversidad y la desigual distribución de la propiedad. En nuestro país lo sabemos plenamente. Lo actualizó la fallida 125 y, en el año de la pandemia, Vicentin. Los economistas conocen muy bien este tema del antagonismo, pero tienen varios eufemismos elegantes, como por ejemplo el déficit. En el resto de las ciencias sociales parece imperar un silencio a voces para desviar el tema –no sea que el fantasma del comunismo aparezca blandido por los apologistas del macartismo televisivo. Entonces, lo único que hacemos es decir: malos, malísimos; tontos, tontísimos; al igual que las y los “otros” de “nosotros”. Parece absurdo. Es absurdo. Así funciona la violencia.

El papel de la imaginación política, más que el de la comunidad imaginada, está en el centro de todo esto. Esta imaginación, por ejemplo, puede construir a la política como la continuación de la guerra por otros medios, o puede producirla como el arte de hacer posible lo imposible. Desde ya, esta contraposición es más formal que real: no se trata de visiones contrapuestas, ya que lo posible puede ser la guerra –interna o externa– y ésta también puede brindar posibilidades impensadas. Pero sin dudas es lo que distingue una privatización de una nacionalización, o una expropiación por desfalco y una apropiación ilegal –y en la Argentina tenemos miles de ejemplos, aunque ejércitos de abogados corporativos y jueces se esfuercen por localizarlos en zonas grises de legalidad o “canté primero”.

Ninguna paz social duradera se sostiene en base a la relegación de ciertos otros y otras a una subclase permanente. Las trabajadoras y los trabajadores subsidiamos la sociedad capitalista. Quizás podríamos comenzar por llamarnos por nuestro nombre y convocarnos a una forma de cooperación donde el antagonismo no esté maquillado, sino abiertamente expuesto para ser realmente tratado, abordado: somos trabajadoras y trabajadores. En eso, que es nuestra fuerza y nuestra fragilidad, nos parecemos, casi todas, todos y todes, mucho más.

[1] https://www.counterpunch.org/2021/01/08/trump-the-american-dream-and-the-frontier.

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