Los límites del humanismo

En medio de la pandemia y por causas de fuerza mayor –no por solidaridad con los más pobres del planeta– los grandes consorcios del capital han bajado los niveles de contaminación ambiental. Carpinchos en Puerto Madero, elefantes en las calles de la India, monos bañándose en piscinas de particulares, ratas en todas las ciudades… son la manifestación –una de ellas– de que la naturaleza, desde su misteriosa microvida –si se me permite el neologismo– como la del COVID-19, nos revuelve las entrañas y nos saca de nuestras zonas de confort. Nos interpela acerca de la creencia de que el hombre es quien –desde la cúspide de la cadena evolutiva, alimentaria y también depredadora– comanda al planeta.

Mutatis mutandis, esa soberbia se traslada a las formas de aparición de la vida humana en la Tierra, y una de ellas –la de la llamada raza blanca– se arrogará la superioridad sobre las otras. Digo “llamada raza”, porque es necesario abandonar la categoría de raza y su consecuente ideología llamada raciología, ya que la pureza de una condición de menor pigmentación en la piel de un grupo étnico minoritario ha llevado a discriminaciones que terminaron en teorías y prácticas supremacistas, como el nazismo o el Ku Klux Klan. Recordando a Hannah Arendt:[1] quienes torturaban y mataban en los campos de exterminio nazis eran seres humanos del común, como ella misma afirmó del asesino Eichmann.

El humanismo inmanente y trascendente tiene sus límites. Uno y muy peligroso es el de un sujeto que se arroga ser el centro de la vida. Antropocentrismo que afinca en la creencia de una superioridad humana, por ser los humanos los mamíferos que simbolizan e imaginan, es decir, que piensan. Muchas veces sus –nuestros– pensamientos son criminales. Sin embargo, y sin apelar a una filosofía contestataria, sino a una que está en el centro de la cuestión, la filosofía de Descartes, vale la pena recordar cómo definía pensar: en su famosa proposición pienso, luego existo define la acción de pensar como la de inteligir, sentir, imaginar… ¿Acaso estas acciones son privativas del ser humano? La trampa del humanismo es considerar solamente la escala vertical de la vida en la cual –concedamos– el hombre sería el vértice. Olvida la horizontalidad de la vida que en su infinita manifestación liga a todos los seres vivos, con lazos que muchas veces son invisibles o que se remontan a generaciones arcaicas. Y si el hombre ha sido de los últimos en aparecer como especie, ¿por qué no pensar que puede ser uno más en la serie de las especies a desaparecer?

Cada vez que se nombra al humanismo se lo hace tomando la parte por el todo: la parte de la humanidad que –en la teoría– enaltece a la condición humana. Nunca se habla de humanismo al mencionar a asesinos, criminales de toda laya, hambreadores, violadores… El problema del humanismo es hacer metáfora –sinécdoque– en su definición.

Los pensadores del Renacimiento que plantearon el ideal de lo humano, propusieron en medio de las disputas religiosas un modelo de hombre –varón– que, como en el caso de Erasmo de Rotterdam, cruzaba la figura del caballero con la de Cristo. Valores de valentía, bondad y caridad que se proponen para alcanzar con el trabajo de la razón, de las artes, de la fe.

Hoy es necesario revisar las versiones del humanismo que siempre, desde lo político –como el Partido Humanista– hasta lo filosófico, vuelven a pensar antropocéntricamente. Ello es descuidar a nuestro pequeño planeta que, como bien nos recordó Edward Said,[2] está amenazado por la mano del hombre.

Desconectados de la Pacha Mama, políticos de grandes potencias han hecho valer su narcisismo y su soberbia y se han convertido en los príncipes de la muerte y la enfermedad de sus súbditos y ciudadanos. Claro que, si la enfermedad toca a las puertas de algún jefe de Estado, si es su cuerpo el que se resiente, si la enfermedad lo derriba de su torre de marfil, al punto de terminar internado en terapia intensiva… ¡Ah! Entonces todo cambia. Otro límite del humanismo que, asociado a los esquemas neoliberales y conservadores del poder, solo atiende el juego del individuo.

La pandemia del coronavirus abrió otra grieta humana que se manifiesta entre aquellos que –ante un estado de excepción pre-político, natural– expresan el falso dilema entre custodiar la vida o priorizar la economía. Dicho así, vale que aclaremos que la economía no es una entelequia: se mueve con trabajadores, con movilidad del transporte, con fábricas y empresas, oficinas y departamentos en los que la gente trabaja codo a codo, sin distancia social alguna. Si la contaminación, el contagio, circulan de persona a persona, lo que nos posibilita menos enfermedad y muerte es la cuarentena. Intereses desmedidos se han tornado criminales. Políticos timoratos demoraron su decisión para tomar medidas. Ese des-tiempo, el de la mora, ha sido letal. La presión de los poderosos ricos y multimillonarios –que también pertenecen a la humanidad– es muy grande. Otros, muy pocos, tal vez solo Alberto Fernández en nuestra Patria, Marcelo Rebelo de Souza en Portugal, Nayib Bubele en la República de El Salvador, o Moon Jaen-in, presidente de Corea del Sur. También Nueva Zelanda considera “actualmente eliminado” al COVID-19, y su primera ministra anunció la apertura de la economía, pero no de la vida social. “No hay grandes contagios locales en Nueva Zelanda. Hemos ganado la batalla”, dijo Jacinda Ardern, uno de los principales ejemplos de la lucha contra el Coronavirus. Ejemplos de conducción que le dan valor al cuidado: son quienes comprenden que la economía puede restablecerse, pero que de la muerte no se vuelve.

Arrancarle al COVID-19 potenciales muertes que no serán, por disciplina de aislamiento, es el sacrificio que la naturaleza ha impuesto a la humanidad. Sacrificio que no oculta las desigualdades, sino que las muestra en carne viva. ¿Cómo se aíslan quienes “viven” en la calle? ¿Cómo los que por pobreza, abandono o soledad están descuidados desde toda su vida? El remedio, el aislamiento, no es universal. Es para quienes pueden quedarse en su casa.

Mi generación, la de los viejos y viejas, ha padecido la poliomielitis en la infancia y el HIV en la madurez. El dengue, el sarampión, son también plagas mortíferas que por desidia de las políticas neoliberales nos revisitaron, con un saldo de letalidad debido a la negligencia de gobiernos que prefieren la economía a la vida.

Todo lo descripto, sujetos y actores que toman medidas a favor y en contra de la vida, son parte de la humanidad. He aquí nuevamente donde falla el humanismo, tomado como una teoría y una praxis siempre benévolas. Porque, a pesar de los ejemplos de buena conducción para cuidar la vida humana, son muchos más los gobernantes que están produciendo injurias a su pueblo, como en nuestra América el presidente Jair Bolsonaro.

No es que haya que dejar de ser humanistas. Es que no basta solamente con una teoría que se presenta dejando de lado el mal radical. Lo digo desde otra perspectiva, también apelando a Hannah Arendt: el mal radical arraiga en cualquier varón o mujer banalmente, sin que por eso seamos menos humanos.

Argentina ha sido protagonista de la crueldad de Estado, con un plan de exterminio de militantes como pocos países han sufrido. ¿Qué lugar les cabe a los torturadores en la teoría humanista?

Dos pasiones atraviesan lo humano, dos pasiones contrarias pero que se hacen sentimiento efectivo en cada uno de nosotros en tiempos y circunstancias diferentes. Hablo del amor y del odio letal. Eros y thanatos nos configuran como sujetos finitos que se saben tales. Sin embargo, muchas veces, a pesar de saber que vamos a morir, actuamos como si fuéramos eternos,[3] omnipotentes. La soberbia, que es un pecado capital, muchas veces se convierte en delito aunque no esté especificado en ningún código. La soberbia enceguece y nadie está exento ni exenta de sentirla.

Por supuesto que, ante un mundo de egoísmo y consumismo extremos que deja hambreados y exánimes a pueblos enteros, resulta valorable revisitar las teorías humanistas de Erasmo o de Tomás Moro, entre otros. Solo que resaltar los valores positivos que anidan en las literaturas y las filosofías del humanismo no nos exime de hacer su crítica. Crítica que no adscribe a ningún pesimismo filosófico, sino que quiere leer en toda su complejidad las manifestaciones humanas y sus consecuencias.

El capitalismo salvaje se encuentra hoy amedrentado por un virus que le complica su economía: el petróleo devaluado, las acciones se derrumban, el comercio paralizado. Menos le preocupa la pérdida de vidas humanas. Aún en este momento de pandemia asistimos al agio, a la especulación, a robos por aumento de precios de los alimentos, al abandono de personas, a la violencia de género.

Una política que reconozca la complejidad de lo humano, a la vez que sea capaz de hegemonizar los valores del amor social y a la naturaleza, podría hacernos esperar con alegría el advenimiento de la post-pandemia. El amor comunitario fortalece el lazo social, el amor político o la política como la forma princeps de la caridad humana, como enseña el papa Francisco, supone siempre una batalla cultural para imponerla. Él la libra todos los días en sus gestos y en sus homilías, sin hablar de batalla por supuesto. Hay que librarla en el campo de las ideas y de las acciones políticas, para que la balanza se incline a favor de la protección de la vida humana, sin que ello signifique maltrato al resto de los seres vivos y a la naturaleza en general. Pero todo tiene su límite… Hablar de no maltratar a otros seres vivos nos impone preguntar cómo se sostiene en los laboratorios donde ratas, monos, etcétera, son sometidos a infecciones varias para luego probar medicaciones que los curen. Experimentos que hacen avanzar a la ciencia, como la hace avanzar muchas veces la guerra.

Si el titular de la Organización Mundial de la Salud saluda y felicita a nuestro ministro de Salud, Ginés González García, sanitarista y militante, es porque las políticas del gobierno argentino de Alberto Fernández son capaces de cuidarnos preventivamente con una larga pero necesaria cuarentena.

Reconociendo en el humanismo una fuente de inspiración para tener en cuenta, es imperioso abrir nuestro intelecto y nuestro corazón a una mirada abarcativa de la naturaleza, mirada que tendría que allanarse a dejar de lado el antropocentrismo para pensar que el lazo social se sostiene en un territorio, en una geocultura,[4] en una comunidad. Geocultura que nos anima a pensar lo ctónico y lo celeste como plexo complejo de la vida. La vida, como principio creador de las múltiples formas de ser y de estar que se manifiestan en la confrontación de fuerzas activas y reactivas, hace de las especies y de sus singularidades una cadena de azar y necesidad. Somos eslabones de la gran cadena de la vida. Comprender esto nos posibilita repensar lo humano de manera integral, solidaria con los seres que habitan el planeta.

El papa Francisco[5] exhorta a una ecología integral, la del respeto a los elementos, tanto como a los seres más complejos. La perspectiva es franciscana, en los dos sentidos, la de nuestro Papa y la de San Francisco de Asís que, junto a Santa Clara, establecieron el amor al mundo y a todas las criaturas en el gesto de la hermandad.

En las doctrinas del humanismo, de todo humanismo, sean inmanentes o trascendentes, permanece el gesto de considerar al hombre como amo del resto de las criaturas. Es lo que hay que cuestionar, sin caer en un igualitarismo anodino.

Son graves los problemas planteados en este presente de pandemia. Uno de ellos es si le es lícito a la humanidad, a la ciencia, manipular animales, enfermarlos, hacerlos padecer, con el fin de encontrar vacunas, remedios, medicinas para curarnos de las pestes. Es una preocupación que no se puede contestar desde un artículo. Requiere repensar desde las formas del capitalismo que matan, como la contaminación, hasta el trabajo científico en bioterios y laboratorios, o la legitimidad de la caza de animales silvestres, o si la solución es el veganismo, etcétera.

Somos la única especie omnívora… Y la única que hace padecer hambre a millones de sus individuos. Contradicciones de un sujeto que avizora el infinito pero presiente su muerte. Contradicciones de nuestra propia estructura que el humanismo no resuelve porque, al hegemonizar desde su nombre un ideal de humanidad, parece excluir de él a quienes –como Eichmann– encarnaron el mal radical desde una subjetividad banal y una presencia de hombre común.

En síntesis, si la pandemia nos vuelve a poner frente al espejo de la fragilidad humana, las teorías del humanismo son necesarias pero no suficientes. Salir del antropocentrismo, que desde el Renacimiento hace serie en todas las antropologías vigentes, sería una apelación a comprender –nos– como eslabón de la cadena de la vida. Podremos ser el eslabón más refinado y complejo. Por eso mismo somos capaces del bien y del mal. Este último –en sus expresiones de criminalidad más abyecta– está siempre encarnado en varones y mujeres del común que, en algún momento clave de la historia, adquieren poder omnímodo sobre la vida y la muerte de sus semejantes. Si el humanismo nos mueve a resaltar los valores buenos que se alojan en el corazón humano, descuida que en ese mismo corazón puede seguir presente el mal. El defecto del humanismo es ser, él también, una teoría antropocéntrica más.

Somos humanistas en este tiempo de postverdad, de capitalismo concentracionario, de fake news, con la condición de reconocer sus límites.

Muchos teóricos predicen un futuro mejor por las enseñanzas que nos dejará el COVID-19, con los espectros de un capitalismo salvaje, todos violentos, mortíferos, letales. La filosofía no hace predicciones, reflexiona sobre el presente. Este presente no nos habilita a creer en un mundo mejor.

Es la forma más alta de la caridad humana –la política– la que tal vez tuerza el destino fatal de una humanidad que hoy pende de un hilo viral.

[1] Luego de presenciar el juicio que en Israel se le hizo a Eichmann, Hannah Arendt define el mal como banal, es decir que ninguna característica extra o sub humana lo define, sino que quien ejerce la extrema maldad es, también él, humano (Eichmann en Jerusalem. Ensayo sobre la banalidad del mal, New York, Viking, 1963).

[2] Said, Edward. Jerusalem, 1936-2005. Pensador y músico que elige defender desde los escritos y los hechos la autodeterminación de Palestina. Crítico de lo que ha llamado la representación del orientalismo, es decir, la representación que forjó el occidente desde una concepción de primacía cultural. En este artículo me interesa subrayar su crítica a las formas de un capitalismo guerrero que descuida al planeta Tierra, único hábitat humano.

[3] La omnipotencia del individuo solo puede atenuarse en la comunidad. Cuando el filósofo Baruch Spinoza –retomado por Juan Domingo Perón al final de La Comunidad Organizada– afirma que nos sentimos y experimentamos eternos, hay que pensar no en el individuo, sino en la comunidad.

[4] Término acuñado por Rodolfo Kusch para referir al vivir cercano a comunidades originarias de la Puna, que respetan la vida cósmica.

[5] Laudato Si’ es la Encíclica que en 2015 escribió el Papa, en la que apela a una ecología integral para cuidar la Casa Común.

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