Hegemonía y consenso en la Argentina democrática

La Argentina vive desde 1983 un período de extraordinaria normalidad democrática. En los más de cien años de vida institucional anterior, sólo tuvimos seis oportunidades de elegir libremente el gobierno, y en tres casos esos gobiernos fueron interrumpidos por golpes de Estado. Desde 1853 hasta aquel año, habíamos vivido en democracia menos de 30 años en tres períodos no sucesivos, en los que había predominado electoralmente sólo una fuerza política: el radicalismo entre 1916 y 1930, o el peronismo desde 1946 hasta 1955 y entre 1973 y 1976.

Estos fracasos daban cuenta de una peculiar dinámica sociopolítica. En la experiencia radical se evidenciaron las dificultades para transformar desde la democracia el orden conservador; en las experiencias peronistas, las dificultades para establecer democráticamente un nuevo orden popular. A lo largo del tiempo, la Argentina conservadora se sostenía defraudando la democracia o mediante dictaduras.

En contraste, desde 1983 la vigencia de la libertad electoral es absoluta y se han sucedido gobiernos de diferente signo político, incluyendo la experiencia conservadora entre 2015 y 2019.

En el ámbito de la legitimidad democrática común, los argentinos disputamos por el consenso y la hegemonía. Consenso es apoyo social y hegemonía es dirección, en el doble sentido de fijar y mantener un rumbo. En consecuencia, una hegemonía requiere consenso. En el régimen democrático el consenso se forma desde la libre expresión del disenso y se expresa en mayorías electorales.

El rasgo distintivo de la Argentina desde 1943 es que no hay hegemonía.

En 1930 se modificaron absolutamente las condiciones internacionales sobre las que se articulaba el orden conservador y su inherente inviabilidad democrática no pudo ser reemplazada por las experiencias proscriptivas, ni por las autoritarias.[1] Sin embargo, desde entonces tampoco el consenso democrático fue suficiente para fundar un orden hegemónico.

El presente artículo ofrece una serie de reflexiones sobre las oportunidades que brinda la coyuntura actual para el despliegue de una hegemonía popular fundada en el consenso democrático.

 

Representación

En el escenario político argentino conviven una fuerza popular y una conservadora, ambas con profundo arraigo histórico, aunque su configuración actual es reciente. Ambas fuerzas tienen potencial mayoritario, como quedó demostrado en las últimas dos elecciones presidenciales. Así, la democracia argentina tiene la fortaleza de la representatividad.

Las disputas entre ambas fuerzas cubren un amplio espectro que va desde los símbolos de la tradición nacional hasta la inserción internacional de la Argentina, pasando por las prioridades de la economía, los modelos de estratificación social y las funciones estatales.

Aunque términos como ideología, proyecto y modelo son habituales en el discurso público argentino, las identidades políticas no se asientan en esquemas rígidos o dogmáticos de ideas, sino que articulan personificaciones sociales y contenidos difusos de culturas políticas. Garca, gorila, negro o choriplanero describen mejor la realidad política argentina que, por ejemplo, las oposiciones populista-republicano o comunista-anticomunista que se han pretendido instalar en los últimos años, importando fórmulas de marketing político y manuales de acción psicológica que se aplican en otros países suramericanos. Tampoco el fundamentalismo religioso provee anclaje a las identidades políticas: más bien, las diferencias sociopolíticas atraviesan los credos.

La política argentina se nutre de un suelo sociocultural estratificado y territorial, organizándolo desde los liderazgos.

 

Dinámica

La crisis política de 2001 divide nuestra historia desde 1983 para acá. En el primer período predominó un bipartidismo imperfecto que progresivamente se vació de contenido y terminó estallando en la crisis. En el segundo período se conforma el escenario vigente de polaridad de fuerzas altamente representativas y en equilibrio.

El bipartidismo imperfecto entre 1983 y 2001 se organizó, en primer lugar, a partir de dos cambios fundamentales en las concepciones y las prácticas del radicalismo y del justicialismo. Alfonsín lideró desde la UCR una estrategia de superación de la dinámica peronismo-antiperonismo. La Renovación peronista abandonó gradualmente la dinámica movimientista, consolidándose como una organización partidaria.

En segundo lugar, se trataba de un bipartidismo configurado por los resultados electorales de los cargos ejecutivos: pese a la presentación de numerosas opciones, sólo los candidatos del Partido Justicialista y de la Unión Cívica Radical accedían a la presidencia, la mayoría de los gobiernos provinciales y las intendencias municipales.

En el plano legislativo, pese a la preponderancia del dispositivo bipartidista, se expresaban los matices que aportaban las otras fuerzas políticas. Por lo tanto, como tercer rasgo característico, debe señalarse una asimetría entre una escena pública poblada por múltiples actores partidarios y resultados electorales bipartidistas.

En este contexto, el Pacto de Olivos cumplió una función histórica paradigmática y paradojal. Por un lado, el dispositivo bipartidista logró un hecho trascendente –la primera reforma constitucional ampliamente consensuada de la historia argentina– a partir de motivaciones relativamente mezquinas –la reelección para Menem, cargos de minoría y ámbitos institucionales para el radicalismo. Por otro lado, este acuerdo bipartidario, que consolidó definitivamente la democracia, sin embargo desgastó a los partidos de cara a la sociedad.

De 1995 a 2001 se agotó el bipartidismo idiosincrásico y fracasó la pretensión de transformarlo en un juego de rotación de elencos gubernamentales de barniz socialdemócrata o democristiano que garantizara la gobernabilidad del proceso de desorganización nacional iniciado en 1976 con su lógica de desindustrialización, endeudamiento público para la extracción privada de capitales, y ajustes eternos. Lentamente, la política argentina fue despojándose de sentido, deviniendo en un sistema político divorciado de los intereses de una población sometida a procesos de fragmentación social que devienen en exclusión y se cristalizan en heterogeneidad.

El estallido social del 19 y 20 de diciembre de 2001 abrió una oportunidad de reconstrucción nacional. El acuerdo bipartidario entre Alfonsín y Duhalde garantizó la gobernabilidad de esa crisis. En ese contexto, el proceso de composición de la fuerza popular fue resultado de dos estrategias sucesivas: la de gobernabilidad (2002-2008) y la popular (2008 en adelante).

La estrategia de gobernabilidad recorrió un proceso sinuoso, en el que se pueden distinguir cuatro cauces diferentes que se influyen recíprocamente: el acuerdo bipartidario; la reunificación peronista; la cuestión bonaerense; la politización de las y los excluidos, decepcionados y jóvenes.

La diáspora peronista se inició casi inmediatamente de asumido Menem en 1989 con la fractura de la CGT, que iría decantando en diversos agrupamientos sindicales opositores, seguida de la formación del grupo de ocho diputados nacionales disidentes y la articulación de distintas opciones electorales alternativas en 1991, 1993 y 1995. La reelección presidencial de este último año convenció a algunos de la necesidad de despojarse de la identidad peronista e incorporarse a una alianza electoral con el radicalismo, al tiempo que en el Partido Justicialista se desataba la interna por la sucesión de Menem en 1999. En el centro de esa interna peronista de fines del siglo XX estaba la cuestión bonaerense. A la histórica relevancia política de la provincia, reforzada por la reforma constitucional de 1994, se sumaba la sociología del conurbano infinito, una urdimbre de riquezas y pobrezas generada por la desindustrialización del país, en la que, sin embargo, se concentra casi un tercio de la población argentina. La cuestión bonaerense en el marco del ajuste estructural plantea un dilema insoluble: si se invierte en la solución de déficits particulares –vivienda, urbanizaciones, escuelas, hospitales– se agrava el problema general, potenciando la atracción poblacional; pero si no se atienden las necesidades particulares, en vistas a un desarrollo equilibrado del interior, se potencian crisis sociales ingobernables.

Mas allá de los enconos personales, la transacción que representaba la fórmula electoral de 1989 se hizo imposible en 1999, y derivó en una opción de hierro: o la provincia gobernaba la nación, o las provincias –a través del presidente– gobernaban la provincia. Doble interna, peronista y federal, en la que Buenos Aires tuvo preponderancia sólo en el año 2002. La elección de Cristina Fernández de Kirchner como senadora nacional por la provincia consagró la jefatura de Néstor Kirchner sobre el peronismo provincial y del conjunto de las provincias sobre Buenos Aires.

En la breve pero intensa semana de gobierno de Adolfo Rodríguez Saá accedieron a la casa de gobierno las Madres de Plaza de Mayo y diversas organizaciones de derechos humanos, movimientos de trabajadores desocupados, comunidades de pueblos originarios y organizaciones sindicales. Era una puesta en escena de la recuperación del sentido de la política que Néstor Kirchner profundizó entrando con sus convicciones a la Casa Rosada, convocando también a las decepcionadas y los decepcionados del progresismo y a las y los jóvenes.

El 25 de mayo de 2006, la multitud reunida en la Plaza de Mayo ratificó ese rumbo. La palabra presidencial fue contundente: la Plaza es de los trabajadores y las trabajadoras, de Eva Perón, de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, de los 30.000 desaparecidos y desaparecidas. Desde esa Plaza se reconoce a Juan Domingo Perón como el dueño histórico del balcón. A este lugar volvía la generación que llenaba la Plaza 30 años antes. Desde ese suelo se convoca a todo el pueblo argentino a hacerse presente en su diversidad.

El acuerdo bipartidario que garantizó la gobernabilidad de la crisis de comienzos de siglo XXI alcanzó su máxima expresión con la Concertación Plural de 2007, para entrar inmediatamente en crisis al año siguiente con el conflicto del campo. La débil representación política de vastos segmentos de la sociedad argentina operó como causa determinante de ese conflicto, cuyo objeto fue la política tributaria redistributiva adoptada desde 2002.

El 28 de octubre de 2007, la fórmula integrada por Cristina Fernández de Kirchner y Julio Cobos se consagró triunfadora de las elecciones nacionales con un 45 por ciento de los votos positivos, duplicando en cantidad de sufragios a la segunda fórmula más votada. Esta contundente victoria se explica por la convergencia en una alianza electoral de prácticamente todos los oficialismos, peronistas y radicales, más el apoyo del movimiento obrero y buena parte del empresariado. Sin embargo, la anatomía de las elecciones revelaba algunos signos de debilidad del sistema político: la participación electoral se mantenía en los bajos niveles alcanzados en 2001; el caudal electoral de la fórmula ganadora era el más bajo para una elección presidencial desde 1983;[2] y los votos en blanco se habían multiplicado por siete con relación a 2003. Así, el fracaso de la gestión De la Rúa, la renuncia de Menem a participar de la segunda vuelta en 2003 y la fragmentación opositora en 2007 colocaban a más de la mitad del cuerpo electoral en una situación de orfandad de representación política eficaz. Esta ciudadanía alimentó, en parte, las movilizaciones de fines de 2001 y de 2002, y había aportado el núcleo principal de las manifestaciones de 2004 por la inseguridad.

La protesta de los productores agropecuarios de 2008 ofreció una oportunidad de manifestación unificada para este conjunto heterogéneo de descontentos y opositores. Desde el año 2002, la lógica de gobernabilidad y recuperación de sentido de la política había contemplado transferencias dinerarias crecientes a favor de las y los empobrecidos y excluidos por el ajuste perpetuo, a la par que se desacoplaban los precios internos de los alimentos respecto de los internacionales mediante la aplicación de derechos de exportación. Aunque los productores agropecuarios rechazaron genéricamente la imposición de retenciones, las disputas habituales con el gobierno giraban en torno a los cupos de exportación de carnes y trigo y a las medidas referidas a la industria láctea. En los años 2007 y 2008 los precios internacionales de los productos agrícolas llegaron a topes máximos, en especial la soja, que en un año duplicó su precio, induciendo al gobierno a introducir dos modificaciones sucesivas en el esquema de derechos de exportación: en noviembre con el inicio de la cosecha fina y en marzo con el de la cosecha gruesa.

La protesta de los productores agropecuarios fue inmediata e inorgánica, desbordando a sus representaciones corporativas que, para recuperar la iniciativa, convocaron a un paro de comercialización por tiempo indeterminado y alentaron cortes de ruta y manifestaciones en diferentes puntos del país. A ellos se sumaron desde las grandes ciudades dos grupos diferentes que percibían amenazada su representación política: quienes no habían votado a Cristina Fernández de Kirchner y, en especial, quienes veían con preocupación una eventual sucesión eterna entre pingüino y pingüina. Esa potente coalición social se movilizó en todo el país detrás de tres objetivos: eliminar los derechos de exportación, dividir a la Concertación Plural y forzar la renuncia de la presidenta. El desgajamiento de la alianza gobernante y el triunfo opositor en la provincia de Buenos Aires en las elecciones de 2009 fueron los módicos resultados alcanzados por ese enorme y heterogéneo conglomerado sociopolítico autodenominado el campo, que mantuvo activo un conflicto durante cuatro meses, pese a las diferentes convocatorias al diálogo formuladas desde el gobierno, y ni siquiera fue capaz de trasladar su representación corporativa a la arena parlamentaria, donde sus escasos legisladores y legisladoras se diluyeron en los fragmentos opositores.

En contraste, el desafío del campo fortaleció el liderazgo de Cristina Fernández de Kirchner, afirmado sobre la construcción virtuosa de organización, movilización y afecto popular, tal y como se manifestaron desde el pequeño acto militante del 27 de marzo de 2008 en Parque Norte hasta la emotiva despedida del 9 de diciembre de 2015 en una Plaza de Mayo desbordada.

En 2005 la economía argentina alcanzó un nivel de actividad equivalente al de 1998, aunque con un millón de ocupados y ocupadas más. Hasta entonces, la reactivación iniciada a fines de 2002 se había basado en salarios bajísimos, capacidad productiva ociosa y recomposición del capital de trabajo operada por la pesificación asimétrica. Así, aunque se adoptaron medidas tendientes a recuperar los ingresos laborales, durante tres años el producto creció más y más rápido que el salario real y que la participación de los salarios en el ingreso nacional. Las rentabilidades extraordinarias[3] fueron el primer motor de la reactivación económica. A partir de 2006, las políticas estatales y la recuperación de la capacidad de negociación sindical continúan elevando el piso salarial, mejorando el salario real y aumentando la participación de la masa salarial en el ingreso nacional. Los aumentos de precios en los mercados desregulados fueron la primera reacción empresaria ante la caída efectiva o potencial de la rentabilidad, acompañados de la fuga de capitales, que en el segundo semestre de 2007 alcanza un récord respecto de los años anteriores.

Desde este conflicto distributivo se diferencian, aún dentro de la estrategia de gobernabilidad, una ilusión desarrollista y la estrategia popular. La primera abogaba por una corrección macroeconómica que estabilizara la distribución funcional del ingreso en los niveles alcanzados en esos años; la segunda impulsaría un sostenido aumento de la participación asalariada desde menos del 25 por ciento en 2002 a más del 45 por ciento en 2011.

El 24 de agosto de 2003 Mauricio Macri participa por primera vez de una elección y obtiene el 37,5% de los votos postulándose para Jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Aunque fue derrotado en la segunda vuelta, en la que alcanzó el 46,5% de los votos, esta presentación inició el proceso de composición de la fuerza conservadora. A Macri, como expresión de una nueva política que impugnaba el bipartidismo, lo votaron todas y todos los conservadores, muchas y muchos radicales y algunas y algunos peronistas. Sin embargo, en la medida en que la estrategia de Propuesta Republicana quedaba acotada al distrito porteño, sus posteriores éxitos electorales de 2007 y 2011 no contribuyeron a la consolidación de una opción electoral opositora de carácter conservador a nivel nacional, y sus votos se dispersaron entre diferentes opciones. Al mismo tiempo, diversos y diversas dirigentes de origen radical ofrecían alternativas dispersas de carácter progresista y bajo potencial electoral.

Esta ausencia de una alternativa opositora unificada entre 2003 y 2014 condenaba a una importante cantidad de ciudadanos y ciudadanas a una situación de impotencia electoral y a expresar sus demandas en movilizaciones callejeras, tal y como sucedió en el 2004 con el fenómeno Blumberg, en 2008 con el campo y en 2012 con las manifestaciones por la libertad para comprar dólares y contra una supuesta reforma constitucional. Desde 2008 las principales empresas de comunicación se sumaron al activismo opositor, y el litigio por la aplicación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual convirtió a los estrados judiciales en otra arena de confrontación política.

Sin un liderazgo político definido, los esfuerzos opositores de aquellos años se concentraron en abrir una grieta que a fuerza de desmoronamientos ofreciera la oportunidad de construir la ancha avenida del medio.

 

Oportunidad

En el proceso electoral de 2015 se establecieron las coordenadas básicas del escenario político actual. En aquel año, el electorado peronista de la provincia de Buenos Aires se fue acumulando en las sucesivas vueltas electorales, mientras que en la elección de 2019 la constitución del Frente de Todos unificó ese caudal desde la elección primaria. La fuerza conservadora mantiene su carácter fuertemente reactivo, polarizando al voto antiperonista y antipolítico desde un núcleo numeroso de votantes radicales y, aunque en 2019 perdió votos respecto de la segunda vuelta de 2015, obtuvo más sufragios que en la primera. Estas causas explican que entre ambas fuerzas hayan sumado el 88,5% de los votos positivos en la última elección presidencial.

Desde esta relativa paridad de fuerzas debemos abordar el problema fundamental que explica el subdesarrollo argentino: la inversión insuficiente. Los países de desarrollo reciente registran tasas de inversión anuales mínimas de 25 puntos de su PIB a lo largo de varios años, mientras que en nuestro país desde la crisis de deuda de 1981-1982 ese indicador se ubica sistemáticamente en torno a 15 puntos, con máximos esporádicos de 20 puntos.

En Argentina, el 80 por ciento de la población percibe el 50 por ciento del ingreso nacional, en tanto que el 20 por ciento se apropia de la otra mitad. La mayoría no puede ahorrar, y los ahorros de la minoría no se canalizan a la inversión.

El desafío de la inversión exige un replanteo de las relaciones entre la política y los empresarios. El Frente de Todos surgió de los aprendizajes acumulados entre 2012 y 2017. En representación de la mayoría popular, debemos asumir la construcción de una agenda de futuro desde ámbitos pluralistas de concertación entre empresarios, trabajadoras y trabajadores, que contemple las diferencias de segmentos de mercado, tamaño, actividad y localización, preservando el objetivo de aumentar la participación de la masa salarial en un ingreso nacional creciente, mediante una acción de gobierno intensa, diversificada, eficaz y coordinada.

[1] Algunos ejemplos divergentes iluminan esta peculiaridad. En Gran Bretaña y Estados Unidos la fortaleza electoral de sus respectivos partidos conservadores –frecuentemente asociada a restricciones al derecho a votar– es determinante de la estabilidad democrática que fundamenta su orden hegemónico. En el contexto suramericano, hasta bien entrado el siglo XX, Chile y Uruguay ofrecían un panorama semejante. En contraste, los regímenes autoritarios de larga duración en Brasil (1964-1986) y Chile (1973-1990) fundaron sus respectivas hegemonías en consensos no democráticos.

[2] Con la excepción de 2003, cuando el proceso electoral quedó inconcluso.

[3] La megadevaluación jugó un papel determinante en la generación de rentabilidades extraordinarias: aumentando los ingresos de los exportadores, protegiendo el mercado interno y en general abaratando las inversiones de los agentes económicos dolarizados.

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