El germinar del nacionalismo popular boliviano en el pensamiento de Augusto Céspedes

“En un país semi-colonial como Bolivia, el escritor debe dejar los criterios poéticos y simbólicos para la forma, pero en el fondo tiene que guiarse por un principio que es el proceso de nacionalidad”. (Augusto Céspedes)

Augusto Céspedes (1904-1996) es uno de los pensadores más importantes de Bolivia en el siglo XX. Conjuntamente con otros como Carlos Montenegro[1] y Sergio Almaraz Paz,[2] constituye uno de los pilares del nacionalismo popular boliviano que surge en la primera mitad de dicho siglo. Ese nacionalismo popular se va cimentando a partir de algunos acontecimientos y personajes que resultan sustanciales, como el diseño de la Bolivia semi-colonial por los barones del estaño, conjuntamente con el imperialismo extranjero, la guerra del Chaco que marca a fuego y cristaliza la realidad de la Bolivia profunda, la explotación por parte de la rosca minera, la emergencia de la llamada experiencia del “socialismo militar” con Toro, y sobre todo con Busch, algunas publicaciones como La Calle, la creación de Razón de Patria (RADEPA) y el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), la aparición y colgamiento de Gualberto Villarroel, y desde ya, la figura de Paz Estenssoro. Todos estos temas atraviesan el trabajo de Céspedes, fundamentalmente en tres de sus obras que tomamos aquí. El periodo que abarcamos en estas líneas es el que va desde principios del siglo XX hasta el ahorcamiento de Villarroel.[3]

¿A qué trabajos nos referimos? A tres libros que escribe Céspedes que están entrelazados entre sí, y que nos permiten conocer las causas de la postración de la Bolivia semi-colonial, al mismo tiempo que la génesis del nacionalismo boliviano. Se trata de la biografía novelada sobre Simón Patiño: Metal del diablo; la reseña de 40 años de historia boliviana a partir del abordaje de Germán Busch en El Dictador suicida; y en tercer lugar, la biografía de Gualberto Villarroel, la emergencia de RADEPA y el MNR en Bolivia, hasta el colgamiento del entonces presidente en El Presidente colgado. Los tres libros en realidad constituyen una unicidad que permite comprender profundamente los primeros cincuenta años de historia boliviana del siglo XX, y explicar, al menos parte, de los que inician la segunda mitad del mismo.

Andrés Solíz Rada (2013) enlaza también estos libros, considerando que en Metal del diablo se ocupa de una figura central: Simón Patiño, con el Dictador suicida aborda desde una óptica nacional el proceso que lleva a Busch al poder y a su trágica muerte, mientras que en El Presidente colgado profundiza la visión de Carlos Montenegro acerca de que los liberales y los conservadores comparten la negación de la sustancia nacional, ya que actúan en el marco de la dependencia.

Carlos Piñeiro Iñíguez marca la continuidad que hay entre el libro referido a Busch y la biografía de Villarroel. Considera la dificultad de encasillarlo en algún género literario: “en apariencia se trata de ensayos históricos, pero en su transcurrir se intercalan páginas de profundidad psicológica (…) sociología para nada vulgar, polémica, escenificaciones ficticias y numerosas referencias al propio papel jugado por el narrador” (Piñeiro Iñíguez, 2013: 207). Argumenta asimismo que estos dos libros introducen en el imaginario de la época, y también durante el resto del siglo XX, el mito de Busch y Villarroel. Aparece la idea de la tragedia como parte de la historia boliviana.

En este sentido, en Metal del diablo, Céspedes encuentra la figura contrapuesta en Patiño, un contra-mito o anti-héroe si se quiere. A través de la biografía del “Rey del estaño”, de visitar las minas, realizar entrevistas a mineros donde le cuentan la explotación, las matanzas, etcétera, encuentra los fundamentos para explicar que la cuestión social y la nacional se encuentran entrelazadas. La dependencia boliviana se establece a partir de un entramado entre la rosca minera, los consorcios internacionales y los países imperialistas. Estos están dispuestos a ensangrentar Bolivia una y otra vez con tal de sostener la dominación semi-colonial. La rosca minera, relatada a través de la historia de uno de sus barones, constituye “el tabú que es necesario derrumbar para que Bolivia tenga un destino de nación” (Piñeiro Iñíguez, 2013: 230). No casualmente Céspedes termina sus páginas diciendo: “hasta aquí la novela de Zenón Omonte (Patiño). Ahora venga el diablo y concluya con su historia” (Céspedes, 1974: 227).

Céspedes no tiene intención de sostener que su historia sea objetiva: su novela está cargada de subjetividad y emotividad. Él es, además de escritor, partícipe de muchos de los acontecimientos que narra. No quiere ser un escritor aséptico, sino uno comprometido con la realidad y el pueblo boliviano. Ahora bien, la carga subjetiva no implica una falsificación de la historia. Afirma así que “la historia que se escribe políticamente es siempre un poco acción y lucha” (Céspedes, 1956: 14). Por eso también considera que “la historia no la hacen los héroes, pero se hace necesariamente con los hombres, no sólo con las teorías” (Céspedes, 1968: 179).

El pensador boliviano es uno de los pilares del nacionalismo boliviano, como decíamos, que nos permite pensar Bolivia, pero también más allá del país andino, ciertos patrones, conductas, realidades que son comunes en los vínculos históricos, culturales y políticos de nuestro continente. Comparte con la mayoría de los pensadores nacionales-latinoamericanos el silencio del aparato cultural. No casualmente Jauretche sostiene que Céspedes “es uno de los intelectuales proscriptos por la intelligentzia” (Sacca, 2005: 503).

Vale mencionar que este nacionalismo boliviano en general y Céspedes en particular tienen muchos vínculos con nuestro país. Así, por mencionar algunas pocas, Céspedes traba relación con Arturo Jauretche,[4] Jorge Abelardo Ramos, incluso con Eva Perón, entre otros. No obstante, como menciona Piñeiro Iñíguez, la vinculación más importante a destacar en la Argentina es que Perón autoriza su contratación como editorialista –también la de Montenegro– en el periódico La Prensa, recordamos expropiado por el peronismo y entregado a la CGT.

 

El diseño de la semi-colonia, la rosca minera, el imperialismo y la postración de Bolivia

En el pensamiento de Céspedes hay una idea central: la cuestión nacional. En su concepción, en la Bolivia semi-colonial la clase dirigente boliviana –tanto el liberalismo como el conservadurismo– ignora el problema nacional: “dentro de este marco de desnacionalización mental prosperó la explotación minera, hasta lograr un desarrollo que le permitió instituir, como pedagogía colectiva, la ignorancia y aún la aversión por un destino nacional” (Céspedes, 1956: 48). A través de la subordinación cultural se conforma una mentalidad anti-boliviana, que observa la solución a sus problemáticas a partir de esquemas ajenos a la realidad nacional. La oligarquía boliviana se siente extranjera en su propio territorio, y cimenta un sentimiento de auto-denigración de lo propio. Esta mentalidad anti-boliviana apunta a debilitar al país para sustraerle más fácilmente sus riquezas.

Esa visión autodenigratoria encuentra su expresión en el célebre libro de Alcides Arguedas Pueblo Enfermo, quien “alquila” su pluma para denigrar las capacidades del pueblo boliviano, pero que al mismo tiempo –considera nuestro autor– manifiesta la incapacidad de intelligentzia boliviana de interpretar su propia realidad, incluso desde una mirada europea. Este pesimismo aparece solamente en sus escritos, dado que “él personalmente vivió muy contento en los círculos de privilegio, como rico terrateniente, eterno cónsul y ministro en el exterior y como el intelectual boliviano de mayor prestigio internacional” (Céspedes, 1956: 52).

En contraposición al escritor de Pueblo enfermo, Céspedes encuentra a Franz Tamayo y su libro Creación de una pedagogía nacional,[5] sobre el cual cae el más pesado silencio. No obstante, nuestro autor piensa que Tamayo plantea más profundamente que otros autores de principio de siglo una revolución interior, la búsqueda de la conciencia nacional. Así, lo considera como el fundador del indoamericanismo en nuestro continente.

El escritor boliviano define la rosca como un sector social compuesto por nativos y extranjeros que dentro del país cooperan con lo que denomina el superestado minero que despoja al país a cambio de sus negocios. Esta rosca se puede observar en diferentes lugares. También podría definirse como oligarquía, ya sea minera o dedicada a otra actividad. No obstante, precisa que la rosca boliviana tiene una singularidad: “la escasez de disponibilidades financieras y éticas que le cedía el Superestado. El gran explotador minero redujo la plutocracia nacional, cuantitativamente, a círculo tan pequeño, a tan enana minoría de personas en función rotativa, que le hizo perder también calidad de oligarquía o de burguesía, degradándola a Rosca deprimida de una nación proletaria” (Céspedes, 1956: 13). A Patiño, Hochschild y Aramayo los cataloga como “la trinidad de bebedores de la sangre boliviana con la bombilla de los consorcios internacionales” (Céspedes, 1974: portada).

Asimismo, los barones del estaño son prácticamente inexistentes para el fisco boliviano. En ese marco sostiene que “ha sido un aforismo de las empresas, acreditado por sus teóricos e historiadores, decir que Bolivia vivía de la minería. Más justo es decir que vivía de las escorias de la minería” (Céspedes, 1975: 9).

Con Metal del diablo Céspedes devela la realidad profunda de Bolivia en la explotación de los socavones mineros. Lo publica estando exiliado en Buenos Aires, donde llega luego que el golpe contra Villarroel lo encuentra cumpliendo funciones como embajador en Paraguay, bajo la condición de asilado, lo que lo hace cambiar el nombre de Patiño por el de Zenón Omonte.

En un pasaje acerca de un pueblo minero relata la cruda realidad de la Bolivia profunda: “la mina regurgitaba hombres todos los días, pero a veces sus colosales mandíbulas trituraban mineros, devolviéndolos en dirección a la enfermería o al cementerio que en una planicie, al otro lado de la quebrada amarilla, formaba una población de cruces sobre túmulos de adobes que las nubes besaban al arrastrarse” (Céspedes, 1974: 161).

A lo largo del periodo de sumisión de Bolivia al imperialismo, el interés extranjero y de la rosca minera, Céspedes considera la falta de una política genuinamente nacional, que siga el interés nacional y de las mayorías populares, al mismo tiempo que busque y aporte soluciones a los problemas de los bolivianos, entendiendo que “identificados en su incapacidad para crear una política originariamente boliviana, conservadores y liberales siguieron también en su actitud internacional una misma inspiración extranjera” (Céspedes, 1956: 20).

Mientras el pueblo boliviano se desangra en guerras –como la del Pacífico de 1879 a 1883, y luego la del Chaco– y su pueblo pasa las penurias más profundas, los ministros-empresarios como Aramayo se pasean en Londres o alguna plaza extranjera, fundan “empresas” destinadas a saquear la riqueza boliviana en beneficio de la rosca y del extranjero, y venden –o entregan– el territorio nacional. La elite boliviana tiene una “ciega confianza en las virtudes del extranjero” (Céspedes, 1956: 24). La rosca minera, y Simón Patiño se apoderan del control de la emisión monetaria, a partir de su creación del Banco Central boliviano y así, “con el banco en sus manos, la Rosca pudo gobernar el país durante 40 años” (Céspedes, 1956: 38). Bolivia aparece como una nación mutilada.

 

La guerra estúpida, la heroicidad y la emergencia de la mentalidad nacional

Céspedes se desempeñó como corresponsal de guerra en la Guerra del Chaco. Publicó sus relatos principalmente en Crónicas heroicas de una guerra estúpida, y en un libro de ficción Sangre de Mestizos, entre otros. En el prólogo a este último, René Zavaleta Mercado rescata una frase del libro donde dice “Ahora eres patria, Chaco, de los muertos sumidos en tu vientre”. Sigue Zavaleta Mercado interpretando que: “Antes no eras patria; lo eres ahora por los muertos, eres la patria de esos muertos; con la adquisición de los muertos eres ahora un ser en todo diferente al que eras, con su unanimidad te has animado” (Zavaleta Mercado, en Céspedes, 1994: 11).

El Chaco queda grabado en la conciencia boliviana, y así lo hace profundamente en la del autor de Sangre de Mestizos, donde deja un poema escrito que dice en un fragmento: “Chaco: te contemplo en el atlas de mis sueños, a mi patria clavado como un cardo, aunque florezca el cardo, porque los indios desterrados de los Andes, caídos debajo de tus árboles en un otoño de uniformes, con sangre lo regaron” (Céspedes, 1994: 15). Recordemos que en la guerra pierden la vida 90.000 hombres, según los cálculos oficiales, y 150.000 según observadores extranjeros (Chiavenato, 2005).

En la guerra se cristaliza el país semi-colonial, se manifiesta toda su miseria, la entrega de una oligarquía preocupada por su propio interés, al mismo tiempo que el encuentro en los campos de batalla con el pueblo profundo boliviano, y de éste con las fuerzas militares –en gran medida parte del mismo– que se encuentran con su atraso técnico. Se sufre en conjunto, crece una mentalidad nacional. Afirma el autor de El Presidente Colgado que “el dominio oligárquico en Bolivia no podía ofrecer sino una campaña como la del Chaco. Al ejército le tocó actuar bajo el peso de la anticultura del estaño que creó instituciones ficticias, privándolas de la posibilidad de tecnificarse. Igual que en la guerra con Chile, donde, según Carlos Montenegro, Bolivia se había ‘preparado para la derrota’, frente a la inorganicidad del país colonizado, todo sacrificio del combatiente resultó inútil. El pueblo percibía esta fatalidad. Ausente el sentido nacional en una campaña, sólo pueden suplirlo la organización armada y la técnica, que no existían” (Céspedes, 1956: 135). Mientras se desarrolla la guerra, la Gran Minería, los barones del estaño: Patiño, Aramayo y Hochschild ajenos a la nación, permanecen indiferentes también a ella. Solo buscan sacar su provecho económico, mayormente por la devaluación de la moneda.

La fatídica guerra del Chaco resulta un hecho central en la historia de Bolivia en general, y del nacionalismo en particular. Céspedes analiza los intereses de Bolivia y Paraguay en la contienda, a lo que “debe añadirse que la influencia promotora que se atribuyó a las compañías Standard Oil y Royal Dutch Shell, para desatar la guerra, aquellas por Bolivia y ésta por el Paraguay, por lógica correspondería a la segunda”. No obstante, destaca que la Standard ya tenía la concesión del petróleo boliviano; y la Shell, que estaba interesada en una concesión en el Norte, había perdido una oportunidad en la zona del sudeste, por lo que sólo si Paraguay se apoderaba de ella podría alcanzar el recurso. Suma también el papel de la Argentina a través de su canciller Saavedra Lamas, considerando un “falso neutralismo”, “para constituirse en agente de intereses ingleses, y meter mano en el petróleo boliviano por medio del Paraguay” (Céspedes, 1956: 122). Conforme pasen los años, Céspedes va otorgando menos peso a la cuestión de las petroleras extranjeras en la Guerra del Chaco.

Critica también nuestro autor a quienes pretenden atribuirle miserablemente al indio la responsabilidad de la derrota: “el indio sirvió una vez más a la Patria con su número. Pero también, en adhesión al valor puro y al deber que no discute, los blancos y mestizos, jefes y oficiales de línea y oficiales de reserva, vertieron valerosamente su sangre como abanderados del ejército; de ese ejército que no era más que el producto lógico del país y al que no podía exigirse un grado de evolución y tecnificación superior a las condiciones generales de Bolivia. Si bien la masa popular integró la ‘clase armada’, le dieron una eponimia heroica los jefes y oficiales que cumplieron la hazaña en los combates y en las emboscadas. Su sangre se confundió con la del pueblo en los arenales del Chaco, pero sus nombres surgieron para ser inscriptos en el mármol que testimonia el valor de los combatientes de una guerra sin sentido” (Céspedes, 1956: 137).

De los esteros del Chaco emerge la mentalidad nacional, y nace una “nueva generación” nacionalista que tiene su expresión no sólo en ciertos pensadores y escritores, sino también en algunos oficiales que marcan a fuego la historia del país en los años posteriores. Precisa así que “ha sido frecuente mencionar la ‘conciencia nacional’, como el núcleo naciente de la Revolución Nacional. Más exacto es referirse al fermento del Chaco, empleando este término biológico y no el de conciencia que significa un conocimiento de lo que se es y de lo que se debe ser” (Céspedes, 1945: 143).

Ese fermento lo observa sobre todo en la base militar. Céspedes encuentra en el joven oficial Germán Busch al que tiene mayor autoridad sobre el ejército y el pueblo. Alrededor de Busch se ubican las tendencias nacionalistas, fortaleciendo el ideal antioligárquico. De la guerra, entonces, “no surgió una conciencia, sino el desorden propicio para incubarla. El desorden convirtió al ejército en motor revolucionario que se encarriló hacia la idea de la emancipación económica” (Céspedes, 1956: 145).

 

Germán Busch: el fermento en el nacionalismo militar

Germán Busch ocupa el gobierno por pocos días al término de la Guerra del Chacho, ya que al volver David Toro de la misma le entrega el poder, quedándose como jefe del Estado Mayor General. Durante el gobierno de Toro se desahucia a la Standard Oil y se crea el Ministerio de Trabajo, ambas realizaciones bajo la fuerte injerencia de Carlos Montenegro. No obstante, considera Céspedes que estas medidas –como otras– son neutralizadas por el poder de la rosca, acrecentado por una política en cierta medida ambivalente de Toro. Así, luego del breve interregno de Toro, llega al poder Germán Busch.

Destaca que en uno de sus primeros actos convoca a una Convención Constituyente que “poseía riqueza sociológica porque su composición descubría, como en aparición aluvial, porciones de la masa del país antes ocultas por la política clasista” (Céspedes, 1956: 165). Es la irrupción de los sectores populares trabajadores en la política. Este parlamento tiene fuertes críticas de la prensa liberal, mucha a sueldo de la rosca, “argumentando” con calificativos denigrantes sobre el pueblo boliviano, mayormente tratándolo de “analfabeto”, a lo que Céspedes responde en su momento que “es preferible un parlamento boliviano formado por analfabetos, y no por cultos abogados de las empresas” (Céspedes, 1956: 165). Esa convención elige a Busch para el periodo presidencial de los siguientes cuatro años. Durante dicho gobierno se procura limitar a la rosca y avanzar en medidas que atiendan la cuestión social, como la aprobación de leyes laborales: el código del trabajo, conocido como “código Busch”.

No obstante, Céspedes critica duramente los acuerdos ferroviarios y petrolíferos con Brasil. Juicio que comparte en su momento con un joven Gualberto Villarroel. Lo que observa es que “los agentes de la rosca plutocrática cumplían cerca de Busch la misión de desviar y desnaturalizar sus intenciones patrióticas con la ‘técnica’ y el fraude” (Céspedes, 1956: 198). Así, por ejemplo, su intención de estatizar el Banco Central queda desfigurada por el control de los directores de parte de la rosca, o su férrea postura en la nacionalización del petróleo también se desfigura por presión de los poderes fácticos. Lo mismo para la transformación de los impuestos sobre la minería, donde los barones del estaño y la Patiño Mines confeccionan un decreto que hacen llegar al ministro de Hacienda para que lo firme el presidente. Esta vez Busch se da cuenta del engaño, dejando de lado la firma de ese ignominioso decreto que determinaba lo contrario a lo que él pretendía. Así, se produce un quiebre, en tanto “la indignación de Busch optó esta vez por un camino que le llevó a las cumbres de la historia nacional” (Céspedes, 1956: 202). Se define claramente contra Patiño, Aramayo y Hochschild, y dicta un decreto –esta vez redactado por Fernando Pou-Mont– donde obliga a las mineras a concentrar sus divisas –el 100 por ciento– en el Banco Central, debiendo al mismo tiempo rendir cuenta de sus gastos en el exterior y reimportar los saldos de esos gastos. Se vuelve a nacionalizar el Banco Minero, en poder de Patiño. La pena ante el incumplimiento podía ser hasta la muerte. De esta forma “lanzó su reto a los amos semi-seculares del país, a los explotadores sin patria, a los barones del robo, a los filibusteros del estaño” (Céspedes, 1956: 203). Como presidente del banco es designado Paz Estenssoro. El gobierno de Busch ahora tiene una clara proyección nacionalista y popular.

Busch es convertido en líder del movimiento de transformación, y con éste “hizo su aparición en las calles de La Paz una masa nueva, el embrión de la multitud consciente que años después formaría los grandes mítines del MNR, masa con un sentido autónomo de su destino, no sujeta a las normas idiotizantes de la oligarquía ni a las consignas fraudulentas del comunismo” (Céspedes, 1956: 203). Busch está dispuesto a ir a fondo, quiere servir al país y no a las minorías encumbradas desde hace años en el poder. No está dispuesto a traicionar a los excombatientes, ni al pueblo, con el cual luchó codo a codo en la guerra. No obstante, su intención se verá truncada. Céspedes considera que fue central en ese “fracaso” que, ante falta de un partido político, continuó apoyándose en el aparato oligárquico y siguió con el mismo gabinete, con la idea de que éstos habían jurado lealtad de la nueva política.

Hochschild y los dueños del estaño están decididos a boicotear el decreto. A éste se lo ve propiciando un lock out. Según las leyes, le podía valer la pena capital. Se reúne el Gabinete, se vota, y la votación sale empatada. Define Busch: Hochschild debe ser fusilado. El aparato oligárquico –e incluso algunos que habían votado en el mismo sentido– comienzan a mover los “hilos del poder” para que eso no suceda. Finalmente, Busch termina por ceder. Dos meses después, Busch aparecía, según las noticias, muerto por suicidio. Pero Céspedes siembra dudas sobre el suicidio, acrecentando la idea del pueblo boliviano de un asesinato político. El proceso de transformación revolucionario emprendido rápidamente se estanca, quedando el poder en manos del general Quintanilla –cuando le correspondía hacerlo al vicepresidente Baldivieso– de modo que avanza la restauración oligárquica.

Busch cabalga entre la revolución y la contrarrevolución. Es caracterizado como el representante de un nacionalismo utópico, como un gesto de afirmación nacional, un puntal desde donde se acrecienta la movilización hacia la emancipación nacional. De ahí que surja, luego de su muerte, el Movimiento Nacionalista Revolucionario. En el cortejo fúnebre, desde el púlpito de la Catedral, grita Céspedes: “adivinaste que este pueblo, además de tu figura y de tu puño, necesitaba tu sangre… Recojamos nosotros la sangre de nuestro hermano camba, porque redimirá” (Céspedes, 1956: 211).

A la muerte de Busch le sigue una fuerte represión sobre la clase trabajadora. La restauración continúa con la elección del General Peñaranda en 1940, cuyo gabinete se conforma totalmente con figuras de la Bolivia semicolonial que se niega a morir.

 

Gualberto Villarroel, la profundización de la senda nacionalista-popular y la sangre regada por la oligarquía y el imperialismo

La fundación por parte de Carlos Montenegro de la Unión Defensora del Petróleo la considera una de las semillas del MNR. Otro es el grupo nacionalista que se junta en torno al periódico La Calle –que nace en 1936– que estudia profundamente la realidad boliviana, la entrega de la rosca, los factores de la dependencia, etcétera, y los denuncia desde sus páginas, por lo que es clausurado en varias ocasiones. Tanto la publicación Busch, como La Calle realizan, a través de la conformación de un pensamiento genuinamente boliviano –que piensa desde y para Bolivia para solucionar los problemas del país–, una titánica tarea de recuperación de la conciencia nacional.

La emergencia del MNR en la semicolonia boliviana, donde coinciden la izquierda extranjerizante con la derecha –todos actúan en el marco del país dependiente–, resulta ser la única manifestación que “logró personería revolucionaria ante el pueblo porque tocó los problemas objetivos y se nutrió de la sustancia social” (Céspedes, 1975: 44).

Peñaranda acepta la hipótesis del putsch nazi, idea que circulaba en América Latina y que el gobierno boliviano estuvo dispuesto a aceptar. Es una maniobra contra el nacionalismo boliviano en crecimiento, que ya había sido denunciada desde las páginas de La Calle. Los dirigentes que están conformando el MNR están en la mira, e incluso se reúnen con el presidente para desligarse de la maniobra inexistente. No obstante, el gobierno avanza mediante un decreto que clausura los periódicos La Calle, Busch y Inti. Asimismo, dicta la prisión sobre los líderes nacionalistas, entre los cuales está Céspedes, decidiéndose al mismo tiempo el confinamiento en una ciudad lejana del Oriente boliviano.

Un hecho trascendental que Céspedes toma como un quiebre en el camino de la recuperación de la conciencia nacional es la “masacre de Catavi”: cuenta que durante sus investigaciones para Metal del diablo logró “descubrir por primera vez y de un golpe la existencia de esa masa subterránea que concentraba el más alto valor colectivo de la nacionalidad y a la cual, sin conocerla, había estado defendiendo en La Paz cuando combatía a los magnates del estaño” (Céspedes, 1975: 89). No se sabe certeramente cuántos mineros, esposas y niños murieron en la masacre que se extendió por varias horas. Marca un punto de inflexión en el camino al planteo del nacionalismo en torno a la necesidad de realizar una revolución en Bolivia.

Finalmente, el 20 de diciembre se produce la revolución. Cae el entreguista y desprestigiado gobierno de Peñaranda y emerge la figura de Gualberto Villarroel, catapultado a la primera magistratura. Durante el gobierno de Villarroel también se forma la Federación Sindical de Trabajadores Mineros Bolivianos, se propicia el Primer Congreso Nacional Indígena, se pone en cuestión a la “rosca minera” y al latifundio.

Los primeros momentos, no obstante, según Céspedes se manifiesta un quietismo y no hay avances significativos en la revolución, aunque los campos están claramente delineados: de un lado lo nacional, y del otro los que juegan para sostener el orden semicolonial en beneficio de la rosca y las garras imperialistas que no tardan en aparecer. Así, “la serpiente imperialista pisada apenas en la cola se volvió hacia la revolución para estrangularla” (Céspedes, 1975: 135).

Una gigantesca y descarada red de difamación se hace presente de parte de la rosca, con epicentro en el Departamento de Estado norteamericano. La acusación de nazi al gobierno de Villarroel está a la orden del día. Mientras, “la única defensa del gobierno de Bolivia era el pueblo movilizado por el MNR” (Céspedes, 1975: 147). Céspedes, parte del gobierno, ante la política de no-reconocimiento que jaquea al gobierno, presenta desinteresadamente su renuncia –que le habían pedido– por considerar que podía ser causa –o excusa– del no-reconocimiento del gobierno. El mismo camino sigue Montenegro.

El MNR hace una enorme tarea en torno al fomento y organización del movimiento obrero, base sustancial para cualquier gobierno revolucionario, “un aguerrido estado mayor de obreros y empleados del MNR organizó los sindicatos en los centros mineros del país. Simultáneamente la mayoría parlamentaria del MNR dictaba leyes sociales, las primeras: el fuero sindical y la ley de retiro voluntario” (Céspedes, 1975: 160).

Hacia 1946 “la rosca nacional y la plutocracia yanqui emprenden la ofensiva final contra el gobierno de Villarroel, volcando su arsenal publicitario, diplomático y financiero para sofocarlo ‘democráticamente’” (Céspedes, 1975: 209). La rosca actúa fomentando el regionalismo paceño, el anti militarismo en dirección contra los jóvenes oficiales, operando conjuntamente con el PIR, algunos jefes militares del gobierno, con el objetivo de desplazar totalmente al MNR del gobierno, y cargarse a Villarroel. La contrarrevolución está en marcha.

Reseña Céspedes que en una manifestación en Plaza Murillo muere un estudiante que será utilizado como “bandera” para ir por la venganza sobre el gobierno y el presidente. Se propaga el rumor de que son varios los estudiantes muertos. Se fraguan pedidos de socorro por la radio en medio de ficticios tiroteos, se compra sangre en los mataderos para pintar las paredes –simulando ser la de los supuestos asesinados–, se “contratan” personas que vestidas de luto recorren las barriadas llorando, se inventan historias de niños que habrían visto ahorcamientos, etcétera. Villarroel, en tanto desplaza al MNR del gobierno para calmar la situación, asimismo ofrece su renuncia. Le ofrecen también llevarlo a una base militar, a lo cual se niega respondiendo: “que me maten”. Se produce el ingreso al Palacio Quemado, Villarroel es arrojado desde un balcón de la casa de gobierno y colgado de un farol en la plaza Murillo.

Para finalizar, reseñamos que, años después, en la Revolución del 9 de abril del 52, ese farol se convierte en monumento nacional. Así, “la horrible figura del colgado, símbolo de la política rosco-pirista, se transfiguró en imagen de santo. (…) ¡Ese es el pueblo del 9 de abril de 1952! Es la réplica a la vergüenza del 21 de julio; reparación histórica a Villarroel y al Movimiento Nacionalista Revolucionario; no es el crepúsculo de una época que diseña las figuras de los colgados, es la alborada que significa esperanza y que eleva nuevamente la ciudad de La Paz a su rango tradicional de capital rectora y responsable de la nacionalidad, que concentra en su pueblo los valores que aseguran y fortalecen la unidad de la República” (Céspedes, 1975: 260).

 

Bibliografía

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Céspedes A (1994): Sangre de mestizos. Relatos de la guerra del Chaco. La Paz, Juventud.

Chiavenato JJ (2005): La guerra del petróleo. Buenos Aires, Punto de Encuentro.

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Piñeiro Iñíguez C (2004): Desde el corazón de América. El pensamiento boliviano en el siglo XX. La Paz, Plural.

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Solíz Rada A (2013): La luz en el túnel. Las lides ideológicas de la izquierda nacional boliviana. Buenos Aires, Publicaciones del Sur.

Zavaleta Mercado R (1994): “Prólogo”. En Sangre de mestizos. Relatos de la guerra del Chaco. La Paz, Juventud.

[1] La figura de Carlos Montenegro, además cuñado de Céspedes, la abordamos más profundamente en torno a la cuestión de las inversiones extranjeras, en Godoy (2018a).

[2] Abordamos la figura de Almaraz Paz en Godoy (2018b).

[3] No se llega así al análisis del MNR en el poder, y tampoco a la figura de Paz Estenssoro, aunque en estas obras exista alguna referencia a su papel en los primeros momentos del MNR.

[4] En carta a Ramos, Céspedes dice acerca del linqueño a principios de los 60: “encuentro que Jauretche, con quien no puedo compararme como articulista, guarda conmigo un paralelismo en su concepción y conducta en la vida política, tal como he podido entenderlo a través de una autocita que hace de su libro Los Profetas del Odio (Céspedes a Ramos, 1962).

[5] Abordamos la figura de Franz Tamayo en relación a su emblemático libro en Godoy (2019).

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