Contribuciones al debate de la reforma Constitucional: la función social de la propiedad, el capital y la actividad económica

Tras el reciente debate en torno a la necesidad de reforma a la actual Constitución neoliberal de 1994, abordamos en este escrito la cuestión específica de la propiedad consagrada en el capítulo IV de la Constitución de 1949, por entender que se trata de la modificación más profunda y revolucionaria que plasmó como ley suprema la función social de la propiedad, el capital y la actividad económica. Tal es su importancia que consideramos que fue precisamente ese capítulo la razón de la derogación completa del texto constitucional.

El trabajo pretende, desde una revisitación de la historia, destacar la importancia de la función social de la propiedad y alimentar parte del debate actual respecto de su necesidad. De los gobiernos populares de la región en los últimos años, el caso de la reforma constitucional en el Estado Plurinacional de Bolivia constituye el más profundo y exitoso de América Latina. Por ello, es clave volver a centrar el debate en torno a la necesidad de una reforma constitucional en la Argentina y resaltar aquellos aspectos que puedan perfilar un horizonte para sortear las recurrentes vueltas del neoliberalismo en la región, y particularmente en nuestro país. Cabe destacar que en el trabajo de historización hacemos foco en algunos aspectos centrales: la propiedad privada en tanto relación de poder, la transformación de la propiedad privada por parte del peronismo, el proceso de desendeudamiento, los rasgos definitorios de la economía peronista, el Pueblo y el Estado, el Capital y el Trabajo.

 

La propiedad privada como relación de poder

Siguiendo a Sampay en Constitución y pueblo, el jurista señala, como condición para una reforma exitosa de la “constitución escrita” llevada adelante por los sectores populares, la necesaria transformación de la estructuración de la propiedad. En este sentido, el peronismo impulsa una trasformación revolucionaria, en tanto rompe el régimen oligárquico consagrado en la Constitución liberal de 1953, que pondera como absoluto el derecho a la propiedad privada para la configuración de una nueva constitución real. Ahora bien, la principal modificación en la estructuración de la propiedad privada no consistió en el mero reparto de las tierras en manos de la oligarquía terrateniente, sino que involucró la transformación de la matriz productiva nacional, como resultado del proyecto de desarrollo industrial con justicia social. En otras palabras: es en el rol del Estado como agente económico en donde se encuentra el sustrato revolucionario del peronismo en el poder.

Respecto del factor de la tenencia de la tierra, es interesante el señalamiento que hace el economista Mario Rapoport (2007: 13) cuando compara el desarrollo económico argentino con países que habían sido colonias formales británicas: Australia y Canadá: “al realizar una comparación con estas naciones, una de las principales diferencias que se nos presentan se asocia, ante todo, a la estructura de tenencia de la tierra. Frente al dominio del latifundio en nuestro país, acompañado por un sistema de arrendamientos precarios, en Australia, donde la posesión de los terrenos era de la Corona, cuando se realizaba la adjudicación de los mismos se exigía una explotación productiva y mejoras en la utilización. Además, ya en principios del siglo XX, bajo la conducción de gobiernos laboristas, se llevó adelante una política tributaria tendiente a combatir la concentración de la tierra en pocas manos. En lo que hace a la comparación con Canadá, predominaba allí la explotación de medianas extensiones personificada en la figura de los farmers, quienes en vastos territorios habían obtenido tierras en forma gratuita y que al ser propietarios se les facilitaba el acceso al crédito, haciendo posible la adquisición de maquinarias y el mejoramiento de los campos. Por el contrario, la Argentina no logró generar una clase media rural (salvo en Santa Fe y Entre Ríos, donde encuentran su origen la Federación Agraria Argentina y el Partido Demócrata Progresista) que ampliase el mercado y estimulase el desarrollo regional. Esto significó, al ser el sector agropecuario la principal actividad económica que motorizaba el país, una concentración de poder en manos de grandes estancieros que, por lo general, no volcaron sus ganancias a las nacientes actividades industriales, o directamente las obstaculizaron, promoviendo la más amplia apertura comercial a fin de colocar sus productos en el exterior”. El mismo autor señala tres rasgos característicos de la cultura identitaria de la elite terrateniente: rentística y antidemocrática, y una visión del mundo dependiente que llegó a pensar a la Argentina como una colonia informal de Gran Bretaña.

Volviendo a Sampay (1973: 122), el jurista afirma que “la llamada ‘Constitución de 1949’ se proponía hacer efectivo el gobierno de los sectores populares, al liberar al país del imperialismo, estatizando el manejo de los recursos financieros, de los recursos naturales y de los principales bienes de producción, con la finalidad de ordenarlos planificadamente para conseguir un desarrollo autónomo y armónico de la economía, que conceda el bienestar moderno a todos y a cada uno de los miembros de la comunidad”.

Es importante señalar un aspecto central y pragmático de esta última: son las disposiciones plasmadas en el capítulo cuarto las que permiten el pleno goce de los derechos consagrados en la parte dogmática. Como bien observa Jorge Cholvis (2012: 108), “al sancionarse esta reforma se incorporaban al más alto rango normativo los derechos sociales (del trabajador, de la ancianidad, de la familia, de seguridad social, etcétera), políticos (de reunión, elección directa del presidente, unificación de mandatos, reelección presidencial, etcétera) y humanos (hábeas corpus, condena al delito de tortura, limitación de efectos del estado de sitio, protección contra la discriminación racial, benignidad de la ley, contención de los ‘abusos de derecho’, etcétera). Con las normas que se referían a la economía y al papel del Estado en el proceso económico se garantizaba el pleno goce de los derechos socioeconómicos”. La reforma del 57 no sólo recoge una ínfima parte de los derechos consagrados en el marco constitucional del 49, sino que además el artículo 14 bis es una mera enunciación de derechos, ya que el texto constitucional del 57 no prevé norma alguna que suponga una política económica para el efectivo cumplimiento de los derechos allí consagrados. En este sentido, cabe señalar la diferencia abismal que enfrenta la concepción liberal a la concepción peronista respecto de la naturaleza y función del Estado: si los derechos individuales institucionalizados en la carta magna liberal conminaban al Estado a la abstención, los económico-sociales lo obligaban a la acción positiva en salvaguarda de los intereses populares y nacionales.

Si toda constitución –en tanto marco normativo– supone una concepción de la economía política, la propiedad privada –en tanto instituto jurídico– es clave para comprender la concepción de determinado régimen político sobre las relaciones de poder. En este sentido, las reglas económicas que introduce la Constitución del 49 rompen los dos pilares de la estructuración de la propiedad en el ordenamiento constitucional de 1853-1860: por un lado el carácter absoluto de la propiedad privada en el derecho interno, y por otro la libertad del capital extranjero para incidir en la economía nacional. En síntesis, en el plano de la constitución real, el peronismo subvirtió las relaciones de poder, y en el plano de la constitución escrita implosionó el instituto liberal que garantizaba el negocio de la oligarquía asociada al capital británico. “En los países coloniales como la República Argentina, donde un alto porcentaje del producto nacional se desvía hacia las capitales financieras, el régimen liberal solo sirve a la oligarquía, cuyo enriquecimiento es resultado de su comunidad de interés con el imperialismo, mientras el país y el pueblo se empobrecen. Ese orden de injusticia permanente impuesta a través del sistema es propiciado por una serie de estratos que lo defienden: desde la prensa comercial, los grupos profesorales, los intelectuales cipayos, la masonería, hasta los partidos políticos llamados tradicionales. Una parte de la pequeña burguesía siempre se alinea con la opresión, ya sea porque cree ejercer una parte del poder social, ya sea por influencia de la propaganda que masivamente se descarga sobre ella desde hace un siglo” (Cooke, 1971: 14).

En la última etapa de su vida, inspirado por el peronismo revolucionario, Sampay advierte que el camino para la liberación nacional y social en términos de economía política no está en manos de la supuesta burguesía nacional –estimulada por la trasferencia de la renta agraria diferencial–, sino fundamentalmente en el conjunto de empresas públicas expropiadas al sector privado. Al respecto, vale la pena señalar que, con posterioridad a la caída de Perón, con Frondizi en el poder y el desarrollismo como bandera ideológica de la burguesía industrial, comienza la inexorable política de desnacionalización del aparato productivo, que para 1958 ya estaba tomado por corporaciones multinacionales. Siguiendo entonces la línea de Sampay, atendiendo las características propias de un aparato productivo dependiente, la recuperación por parte del Estado de los recursos naturales era el paso previo indispensable para transformar la estructura económica de la Argentina. Es decir, no se trata simplemente de estimular el desarrollo de las fuerzas productivas, sino de romper primero con los lazos de subordinación para poder planificar la expansión de la economía, quebrar la orientación hacia el mercado exterior y fortalecer al mercado interno. En la concepción peronista, es la economía la que se subordina a la política, asumida desde un Estado que defiende los intereses de la Nación en general y de los trabajadores en particular. Asimismo, vale diferenciar conceptualmente la participación subsidiaria del Estado de Bienestar, en el marco del keynesianismo, de la actuación del Estado peronista como agente económico que impone las reglas de acuerdo a la hegemonía de los sectores populares en él representado.

Así, el objetivo político de lograr la función social de la propiedad significa poner en manos del Estado los recursos estratégicos, como punto de partida para restituir la dignidad humana de las mayorías populares, hasta entonces excluidas económica, política y socialmente. Esta concepción de la economía subordinada a la política, y del rol del Estado como agente principal y dueño de los recursos naturales, es además profundamente democrática, en tanto son las mayorías populares las que imponen esta dirección mediante el mandato popular. En este sentido, la Constitución del 49 consagró un nuevo acuerdo respecto de qué producir y cómo distribuir lo socialmente producido.

Además, se inicia un proceso de extensión de la propiedad sin precedentes, que da acceso a los sectores sociales mayoritarios hasta entonces excluidos, rompiendo las restricciones del sistema de la propiedad del viejo régimen. Si el centro de articulación social del peronismo es el trabajo, también a esta actividad se extiende la propiedad, ya que debemos ampliar el concepto de propiedad de la tierra o los medios de producción, y comprender también al acceso a la propiedad –antes les estaba vedado a las mayorías populares– al producto de su trabajo.

La distribución equitativa de lo socialmente producido –como resultado del ascenso de los nuevos actores en la escena política que configuran un nuevo bloque de poder hegemónico– no significó simplemente una ampliación del derecho de propiedad –siempre abstracto y contenido también en las legislaciones liberales–, sino una profunda transformación de la concepción misma de propiedad, para un número mayor de personas que no son solamente los miembros de la burguesía –como en la experiencia europea– o de la oligarquía –como en nuestra historia nacional. Sin embargo, debemos reconocer que nuestro análisis sería incompleto si no señalamos que los primeros gobiernos peronistas no lograron avanzar sobre el núcleo de poder de la oligarquía terrateniente respecto de la extensión de la propiedad y su concentración.

 

¿Transformó el peronismo la estructura de la propiedad?

Sin lugar a dudas, los primeros gobiernos peronistas consolidaron en términos económicos un proyecto de país sustancialmente antagónico del llamado modelo agroexportador, dependiente del mercado mundial. Sólo desde un análisis superficial y dogmático se puede sostener que el Estado Moderno consolidado por la oligarquía a fines del siglo XIX y el Estado peronista de mediados del siglo XX son secuencias indiferenciables en el marco de una disputa inter-burguesa. Ahora bien, sí cabe la pregunta por el impacto de esas prácticas de país industrializado y con justicia social –interrumpidas a sangre y fuego por la reacción oligárquica de 1955– en la estructura de la propiedad.

El ejercicio de poder real y fundante implica la estructuración jurídica del Estado. Es allí donde se afirman y condensan luchas sociales, políticas y culturales que van construyendo las distintas correlaciones de fuerzas. Aquí coincidimos con Puiggrós cuando señala que el Estado no puede ser calificado de opresor o emancipador per se, sino que “depende de su contenido de clase y del carácter de su intervención en la vida económico-social. Puede conducir al socialismo o impedirlo, de acuerdo con las circunstancias históricas” (Puiggrós, 1958: 12). Por ende, sostenemos que la fuerza política que accede al gobierno y ejerce en gran medida el control del Estado empieza también a configurar sus rasgos formales.

En principio, podemos decir que la justicia social es la consigna política que ordena las transformaciones institucionales, con el objetivo de lograr el bienestar general –como decía Jauretche, “para todos la cobija o para todos el invierno”. En primera instancia, para los países dependientes como el nuestro este objetivo implicó necesariamente una ruptura con las condiciones de dominación –cuestión poco tenida en cuenta en los análisis más dogmáticos que refieren a la transición del modo de producción feudal al capitalista. Es por eso que el objetivo de justicia social se vuelve materialmente imposible sin un proyecto que plantee la impostergable cuestión nacional, y que rompa a la vez con la perspectiva colonizada de sus problemáticas y con la dependencia económica estructural. Por eso el nacionalismo de los países periféricos, a diferencia del carácter imperialista del nacionalismo de los países centrales, se despliega siempre en búsqueda de los caminos de su liberación, y fundamentalmente en actitud defensiva, buscando formas de autorregulación política y económica.

 

Declaración de la Independencia económica

Para analizar las transformaciones de la propiedad que propició el peronismo en el poder, partimos de la idea gramsciana según la cual la hegemonía consiste en lograr la dirección de la sociedad por medio de un dominio tanto de las relaciones de producción como del ámbito de la cultura en general. En este sentido, el proyecto de país de aquella colonia próspera –matriz de la Constitución real hasta la llegada del peronismo– significó algunas ventajas en el crecimiento de la economía, pero el bienestar estaba restringido para los sectores dominantes que viajaban a las metrópolis con la vaca atada. Al mismo tiempo, la debilidad del modelo agroexportador era directamente proporcional a su nivel de orientación al mercado exterior, y su vigencia siguió la suerte de Gran Bretaña cuando ésta pierde la hegemonía mundial en manos de Estados Unidos.

Con el peronismo aparece el Estado como nuevo actor económico que irrumpe en el centro de la escena en la producción de riqueza, no sólo defendiendo el interés nacional en la relación con otros Estados –cuestión no menor en un país periférico–, sino propiamente en su rol económico. Es decir, a partir de las políticas de nacionalización de los servicios públicos el Estado nacional se convierte en el mayor empleador, el mayor productor de la sociedad, el mayor investigador y desarrollador de la ciencia y la fabricación, monopolizando a su vez los servicios públicos, el comercio exterior, el sistema bancario y el financiero, políticas que a su vez lograrán el rango constitucional. Ese nuevo rol del Estado que asume un rol activo en la economía es el de ordenador de la sociedad. Perón –especialista por inclinación profesional en organización– plantea desde la conducción del Estado la necesidad de la planificación, que se parece más al rol asignado por el llamado socialismo real que al bloque capitalista, incluso en su etapa keynesiana. En tal sentido señala que “debemos ir pensando en la necesidad de organizar nuestra riqueza, que hasta ahora está totalmente desorganizada, lo que ha dado lugar que hasta el presente el beneficio de esa riqueza haya ido a parar a manos de cuatro monopolios, mientras los argentinos no han podido disfrutar siquiera de un mínimo de riqueza. (…) Se habla de economía dirigida. Y yo pregunto: ¿dónde la economía es libre? Cuando no la dirige el Estado, la dirigen los monopolios, con la única diferencia de que el Estado lo puede hacer para repartir los beneficios de la riqueza entre los catorce millones de argentinos, mientras los monopolios lo hacen para ir engrosando los inmensos capitales de sus casas matrices, allá lejos, en el extranjero” (Exposición de los aspectos fundamentales del Plan Quinquenal en la Cámara de Diputados, 21 de octubre de 1946).

El peronismo inició un proceso intenso de recuperación soberana de las principales empresas del país que se encontraban en manos extranjeras, fundamentalmente las que brindaban servicios públicos, transporte y energía. Las nacionalizaciones son un instrumento básico de recuperación de la autonomía respecto del capital imperialista en los países dependientes, pero acaso la estrella fue la de los ferrocarriles, mayormente en manos británicas, y que fueron comprados con libras inconvertibles que nos debían de la Segunda Guerra. Dicho proceso de nacionalización le permitió al Estado no sólo ganar independencia para la toma de decisiones en materia económica, sino también transformar sustancialmente los actores principales de la propiedad, con la excepción –como se dijo– de la propiedad de la tierra, aunque ésta se logró condicionar mediante la creación del IAPI.

El punto sobre el que queremos poner el acento es el enorme proceso de trasferencia de la propiedad de manos del capital privado y extranjero a manos del Estado Nacional que significó la política de nacionalización de servicios públicos. Como consecuencia, nuevas empresas hicieron su aparición. Según Hernández Arregui (2006: 333), “las nacionalizaciones insumieron en 5 años $3.240 millones y se importaron bienes de capital por más de $14.000 millones. Durante el régimen de Perón, más de $3.500 millones de dólares se invirtieron a liberar al país a fin de convertirlo en una nación soberana”. Al respecto, el constitucionalista Jorge Cholvis (2012: 52) explica la importancia de este proceso, pues en “la medida en que se recupera el capital y se produce la repatriación de la deuda, no sólo se gana en autonomía de decisiones, sino que se evitan las salidas de fuertes montos de oro y divisas en concepto de amortizaciones, utilidades e intereses. Las nacionalizaciones peronistas y la cancelación de la deuda externa permitieron modificar sustancialmente la estructura del pasivo del balance de pagos, reduciendo el monto de divisas que antes se abonaba por la prestación de servicios en manos foráneas, intereses de la deuda externa, gastos de seguros y fletes abonados a empresas del exterior. El grado de enajenación de la economía argentina había llegado antes a tal extremo que no sólo una parte esencial del capital estaba en manos extranjeras, sino que además nuestro ahorro financiaba al capital extranjero”.

Un hito clave en la recuperación soberana fue el Decreto 8.503 del 25 de marzo de 1946, mediante el cual –apenas un mes después del triunfo electoral de la fórmula Perón-Quijano– se nacionalizó el Banco Central de la República Argentina, hasta entonces un instrumento del capital extranjero, particularmente británico. Por su intermedio el Estado Nacional ejerció un efectivo control de todas las operaciones de cambio, tanto oficiales como privadas, recuperando la decisión sobre el precio de la moneda nacional, el volumen de pesos circulantes y los usos del crédito, así como los depósitos bancarios que también se nacionalizaron.

En palabras del propio Perón: “organizados como un perfecto monopolio, los bancos estaban divididos a través de un pool cerrado, en el cual las entidades particulares podían imponer su criterio en asambleas, sobre los bancos oficiales o mixtos. Así, los bancos privados con solo un aporte inicial de 30,4 por ciento del capital, tenían el extraordinario privilegio de manejar las asambleas, custodiar el oro de la Nación y el ejercicio de todas las facultades de Gobierno, indelegables por razones de soberanía estatal. El Banco Central promovía la inflación, contra la cual aparentaba luchar, violando el artículo 40 de su carta orgánica y emitiendo billetes sin limitación, contra las divisas bloqueadas en el exterior, de cuyo oro no se podía disponer en el momento de su emisión. En otras palabras, se confabulaba contra la Nación y se actuaba visiblemente en favor de intereses foráneos e internacionales. Por eso, su nacionalización ha sido, sin lugar a dudas, la medida financiera más trascendental de los últimos 50 años” (Discurso ante la Asamblea Legislativa, 21-10-1946).

Cabe señalar que políticas monetarias, de crédito, cambiarias y financieras formaban parte de un plan integral de desarrollo productivo estratégico, contenido en el primer Plan Quinquenal, para promover la redistribución del ingreso nacional y el mercado interno, la industria manufacturera local y el trabajo como núcleo del que se desprenden un haz de derechos sociales.

En el marco de esta política de nacionalización de los depósitos bancarios, el peronismo en el poder transforma la actividad bancaria para convertirla en una herramienta al servicio de la actividad productiva. En este sentido, la nacionalización de los depósitos fue sin dudas uno de los pilares centrales para la planificación de la económica nacional. “Nuestros países, faltos de capital, no pueden impulsar su desarrollo porque en el negocio de los países pasa lo que en todos los demás negocios: el desarrollo se impulsa a base de inversión. Siendo ello así, nuestra solución estaba en capitalizar al país. Un país se capitaliza de una sola manera: trabajando, porque nadie se hace rico pidiendo prestado o siendo objeto de la explotación ajena. Todo consistía entonces en organizarse para trabajar, crear trabajo y poner al Pueblo Argentino a realizarlo, porque el capital no es sino trabajo acumulado. Esto no era difícil en un país donde todo estaba por hacerse. A poco de andar nos percatamos que las organizaciones internacionales imperialistas tenían organizados todos los medios para descapitalizarnos mediante los famosos servicios financieros que ocasionaban anualmente la deuda externa, los servicios públicos, la comercialización agraria, los transportes marítimos y aéreos, los seguros y reaseguros, etcétera, y aparte de ello, gravitaban ruinosamente las evasiones visibles e invisibles de capital. De esta manera, de poco valía trabajar si el producto de ese trabajo iba a parar a manos de nuestros explotadores. Era preciso recurrir a dos medidas indispensables para evitar esa descapitalización permanente: 1) Nacionalizar los servicios en manos extranjeras que imponían servicios financieros en divisas. 2) Crear una organización de control financiero que impidiera la evasión de capitales. La compra de los servicios públicos, la repatriación de la deuda externa, la creación del Instituto de la Promoción del Intercambio (IAPI), la nacionalización de los seguros y reaseguros, la creación de una flota mercante y aérea, etcétera, etcétera, permitieron realizar lo primero. Lo segundo ocasionó la reforma bancaria y la promulgación de la Ley Nacional de Cambios. Recién entonces se pudo comenzar a cumplir el más viejo principio fenicio de la capitalización: ‘peso que entra, no debe salir’” (Perón, 1973: 26).

 

Nacionalización y desendeudamiento de la economía nacional

Esta política de nacionalización de la economía fue completada con el proceso de desendeudamiento, para lograr revertir definitivamente el manejo imperial de la economía nacional. John William Cooke (2010: 112), siendo diputado, advierte con claridad la necesidad de terminar con la sumisión que implica la deuda externa, que “ha sido fomentada por los países de penetración imperialista en nuestro continente, porque muchos gobiernos endeudados han sido arcilla en manos de los fuertes consorcios internacionales”. El histórico jefe de la resistencia peronista ni imaginaba la dimensión que la deuda pública lograría como instrumento de dependencia, con posterioridad a la dictadura genocida de 1976, cuando se inicia el ciclo de hegemonía del capital financiero en nuestro país. La política de nacionalización de servicios públicos y la de desendeudamiento lograron revertir una historia de sumisión que comienza en 1826, cuando Rivadavia firma con la financiera Baring Brothers el primer empréstito nacional –senda que retoma la Fusiladora en 1957 cuando dispone por decreto el ingreso de Argentina al FMI.

Entonces, las políticas de nacionalización y desendeudamiento le permitieron al peronismo en el poder orientar la economía hacia el mercado interno, y al impulsar el consumo de las masas populares mediante la distribución democrática del ingreso es que logra la extensión de la propiedad.

La autonomía económica se sustenta en la soberanía política, en tanto esa capacidad de autodeterminación política de los sectores populares sólo puede sostenerse en el tiempo en el marco de un proyecto de país que cuente con una sólida base económica independiente e industrializada. El objetivo central de la política económica peronista fue partir de la profundización de la industrialización sustitutiva de importaciones, para romper definitivamente con la División Internacional del Trabajo. En este sentido, Scalabrini Ortiz –parafraseando a Descartes– dirá que “tenemos industria, luego nuestra Nación existe”, señalando la necesidad de la industrialización como clave para la autonomía política y económica del país o, mejor dicho, para su liberación nacional.

No obstante, como todo proceso político de emancipación, la autonomización de nuestra economía nacional no estuvo libre de contradicciones, incluso en el propio seno del movimiento peronista. Por fuera se empieza a articular la oposición política a partir de la reacción de los propietarios de la tierra y los medios de producción que quisieron retrotraer la cuestión anterior a 1943. En este sentido, vale la pena señalar como paradigmáticas las declaraciones de la Sociedad Rural ante el decreto que estableció el Estatuto del Peón Rural en 1944, o bien las manifestaciones vertidas por la Unión Industrial en el Manifiesto del Comercio y la Libertad, en respuesta a la obligatoriedad del aguinaldo. A su vez, hacia adentro del propio movimiento nacional, existen sectores que creen que el proceso de industrialización no se tiene que hacer empoderando y otorgando propiedad a los trabajadores. Un claro ejemplo de ello fue el Congreso de la Producción de 1954 impulsado por la Confederación General Económica, escenario en el que se consagró la idea del aumento de la productividad que beneficie exclusivamente a los empresarios, acaecida la caída de la tasa de rentabilidad empresarial durante el período 1951-1952. En este punto será crucial el triste rol que la burguesía “nacional” decide jugar en la caída del peronismo. La misma burguesía nacional que se había beneficiado de las políticas de fortalecimiento del mercado interno llevadas adelante por el peronismo en el poder, y que había capitalizado la expansión de la economía y el crecimiento del PBI a tasas sin antecedentes históricos –40% durante los primeros años del peronismo–, promediando la segunda presidencia de Perón está dispuesta a avanzar sobre la parte de los trabajadores en cuanto a la distribución del PBI, cuando estos niveles de expansión descienden al 15%-17%, conservando registros históricos. La mirada cortoplacista de este sector social, que le impide vislumbrar su propio interés, incluso llegando al deplorable extremo de comprar los cantos de sirena del desarrollismo que vende Frondizi, y que será la plataforma para la desnacionalización del aparato productivo y el fin de las pequeñas y medianas empresas. En palabras de John William Cooke (2010: 90), “Es necesario vigilar ese proceso de industrialización porque, por un lado, hay interesados en que este siga siendo un país agrícola ganadero exclusivamente y, por otro lado, hay interesados en que ese proceso industrial redunde en beneficio de pequeños grupos económicos”. El desarrollismo llevado adelante por Frondizi pocos años después de la caída del peronismo, y sus posteriores versiones autoritarias, nos demuestran hoy que Cooke estaba en lo cierto. Cooptación –como fue el neoperonismo y el vandorismo– y represión –implementada mediante el Plan Conintes– fueron las estrategias articuladas por la expresión ideológica de la burguesía industrial para mantener aplacada la lucha de los trabajadores por sus derechos y por la recuperación de la política como herramienta de transformación.

Volviendo a los dos pilares de la política económica peronista, vale señalar que las mencionadas nacionalizaciones fueron financiadas fundamentalmente con las reservas acumuladas durante la Segunda Guerra Mundial en libras inconvertibles. Otra cuenta que también creció sustancialmente fue la de ingresos públicos, toda vez que, en palabras de Perón, las riquezas no apuntaban para afuera sino para adentro del país. Esto permitió no recurrir al financiamiento a través del aumento de tarifas y, además, que muchos servicios de primera necesidad –como el agua potable y el transporte– estuvieran incluso subsidiados, como forma indirecta de aumentar la capacidad de consumo y el ingreso real de las mayorías populares. Así lo plantean los economistas Alfredo Zaiat y Mario Rapoport (2008: 308): “En la estructura de gastos e ingresos del Estado se verificaron modificaciones importantes vinculadas con los objetivos de redistribución de riquezas, justicia social y de impulso del desarrollo industrial”.

Como señala el profesor Jorge Cholvis (2012: 56), el Estado nacional no sólo se convertía en “el principal “empresario” de nuestro país, sino que también encaró fundamentales obras de infraestructura social –educación, salud, vivienda, asistencia social–, de modo que un 34% de las inversiones del Estado se destinaron a asignaciones de carácter social, con particular intensidad en el período 1945-1949”. Se fue así desarrollando un sistema de salario indirecto, es decir de transferencia de riquezas de los bolsillos de los dueños de la propiedad a los trabajadores en general, mediante esas obras de infraestructura, el régimen de jubilaciones y políticas públicas de educación y recreación –muchas en manos de los sindicatos–, sumados a los mecanismos directos que parten de la fijación de salarios mínimos, vacaciones pagas, aguinaldos y convenios colectivos de trabajo que imponían pautas en las relaciones laborales colectivamente.

En definitiva, el modelo de desarrollo industrial contenido en los planes quinquenales del peronismo no es asimilable –tal como lo ponderan las interpretaciones dogmáticas– a un capitalismo en el que la fuerza del capital se despliega libremente, ni tampoco a un mercado en el que el Estado interviene subsidiariamente a la iniciativa privada. La inversión pública, el fortalecimiento del mercado interno y la recomposición del salario son algunas de las condiciones efectivas que el Estado conducido por el peronismo como agente activo en la economía le impone al capital para permitir y administrar su propio desarrollo.

Si entendemos al Estado como expresión de la correlación de fuerzas de una sociedad, entonces no quedan dudas: durante el peronismo la hegemonía es del Pueblo. En este punto, tomamos la categoría maoísta de Pueblo, ya que la consideramos mucho más amplia que la de proletariado, propia del marxismo clásico. Mao imbrica en su concepto de Pueblo a todas las clases o fracciones de clase, capas o grupos sociales que tuvieran intereses opuestos al imperialismo, en el marco de la construcción de una política socialista, de manera que Pueblo como colectivo se está determinado por las contradicciones antagónicas en una etapa histórica situada.

 

Pueblo y Estado, Capital y Trabajo

En términos de Koenig (2013: 65), “el pueblo no es sólo un sector social, es una concepción de relación con el propio suelo, es el componente plebeyo de la población (es el plebs reclamando para sí ser el populus legítimo según Laclau). Son los intereses de relación afincada, localizada, territorializada, hecha nación del presente. El pueblo se encarna fundamentalmente en los sectores más humildes y mayoritarios de la población. Son los verdaderos damnificados del sistema de dependencia, que los excluye o los explota. Pueblo es, en conclusión, el que no tiene para perder sino sus cadenas en su pelea contra el sistema de dependencia. Pueblo es en definitiva, lo exterior, la diferencia constituyente con vocación de hegemonía en el conjunto social y que el peronismo se propone expresar más que representar. Así como existen sistemas de dominación de unas naciones por otras, existe al interior de una sociedad el dominio de ciertos sectores sobre otros, en base de un sistema de privilegios que le permiten apropiarse de gran parte de la riqueza que esta sociedad produce. El pueblo se constituye en la respuesta a ese sistema de opresión interna”.

No obstante, el poder del Pueblo se construye tanto fuera como dentro del Estado. Incluso en la concepción del propio Perón (1975: 84), su fortalecimiento principal, aunque suene paradójico, se daba por fuera del Estado: “El gobierno popular es el que surge del Pueblo, representa al Pueblo y es un instrumento del Pueblo. Y esto solamente puede alcanzase a través de una organización popular que imponga el gobierno y que imponga al gobierno lo que tiene que hacer”. Por eso recurre al concepto de Organizaciones Libres del Pueblo. De hecho, la primera y más importante organización es la de los trabajadores, que fue la principal fuente de resistencia del cambio de la constitución real del país, una vez derrocado el peronismo.

Definida entonces la relación entre Estado y Pueblo, podemos agregar respecto de su relación con el capital que el objetivo que persigue el peronismo es humanizarlo, transformarlo. En otras palabras, modificarlo sustancialmente, de instrumento de dominación económica a herramienta clave para, asociado al trabajo, alcanzar la felicidad de los más desposeídos. El agente encargado de este objetivo es el propio Estado, en tanto en su conducción se expresa la voluntad popular y los intereses de las mayorías. Esta concepción política del Estado como agente que articula la asociación entre Capital y Trabajo es, en términos económicos, el rol clave del Estado para decidir qué producir y cómo distribuir los ingresos. Es esta la concepción política y económica del Estado que se consagra en el artículo 40 de la Constitución peronista. De tal manera, la riqueza y su distribución tienen como centro y artífice al trabajador para el desarrollo de la economía, sujeto que logra su realización no como mera individualidad, sino como integrante del sujeto colectivo que es el Pueblo.

En definitiva, capital y propiedad privada son los modos específicos de una relación social históricamente situada. Relación determinada por la hegemonía de los sectores dominantes que se consagró institucionalmente en el texto constitucional. Así, cuando el capital fue expresión de la oligarquía terrateniente se plasmó como instituto liberal de la propiedad privada, y se perpetuó como relación de injusticia. Y durante el período peronista, la hegemonía de los sectores populares se consagró en el límite de la función social a la propiedad, al capital y a la actividad económica. Es por eso que la noción misma de función social de la propiedad, como resultado de la naturaleza del proyecto histórico del peronismo, expresa una relación social particular, que no elimina pero que sí condiciona el ejercicio de la propiedad privada de los medios de producción.

A modo de conclusión, el peronismo en el poder se caracterizó por la intervención del Estado en la economía a través de acciones directas que transformaron las relaciones sociales de poder y de producción vigentes hasta ese momento. Este fue el sustrato revolucionario del proyecto peronista que se institucionalizó en la Constitución escrita de 1949.

 

Bibliografía

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Cholvis J (2012): Sampay y la etapa Justicialista en la Constitución. Buenos Aires, Docencia.

Hernández Arregui JJ (2006): La formación de la conciencia nacional. Buenos Aires, Peña Lillo.

Koenig M (2013): Vencedores Vencidos: Peronismo-Antiperonismo. Una antinomia argentina en su historia más cruda. Buenos Aires, Punto de Encuentro.

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Puiggrós R (1958): El proletariado en la revolución nacional. Buenos Aires, Trafac.

Rapoport M (2007): “Mitos, etapas y crisis en la economía argentina”. En Nación, Región, Provincia en Argentina, Buenos Aires, Imago Mundi.

Rapoport M (2008): Historia de la Economía Argentina del Siglo XX. En colaboración con Alfredo Zaiat. Buenos Aires, Página12.

Sampay A (1973): Constitución y pueblo. Buenos Aires, Cuenca.

 

Sebastián Cruz Barbosa es profesor regular de la Universidad Nacional de Lanús, de la Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo, de la Universidad de Buenos Aires y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales.

 Mariana de Tommaso es profesora de la Universidad Nacional de José C. Paz y de la Universidad de Buenos Aires.

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