Yo Perón

Reseña de la edición definitiva del libro de Enrique Pavón Pereyra (1921-2004), Yo Perón. Buenos Aires, Sudamericana, 2018, 480 páginas[1]

 

Presentamos una edición definitiva del libro Yo Perón, que cubre desde 1893 hasta 1974, a través de diez capítulos en que Perón narra su vida política y social, pero también la personal, en donde puede rastrearse la perspicacia del entrevistador para inducir respuestas que mostrarán la altura ética y moral de quien fuera tres veces presidente de los argentinos a través del sufragio popular.

Recuerdo de la primera lectura[2] cómo me impactó lo que Perón escribió sobre su padre y el legado que le dejó con el ejemplo: “Las palabras de mi padre me enseñaron muchas cosas, pero mucho más aprendí de sus actos. (…) Cierta vez llegué a mi casa y encontré a mi padre hablando con un indio. Estaba muy mal vestido y se notaba que era de condición sumamente humilde. Al observar esa escena, retrocedí sobre mis pasos para escabullirme y no interrumpir; pero mi padre advirtió mi presencia y me invitó a que permaneciera en el lugar. Fue así que observé el desarrollo de un diálogo cordial y distendido. Mi padre le hablaba en su lengua, el tehuelche, y a pesar de no conocerse entre ellos hasta ese momento, enseguida entraron en confianza. El visitante se llamaba Nikol-Man (cóndor volador), y llevaba puesta toda la pilcha encima. Aquella pobreza ancestral, fruto de un despojo del que alguna vez mi padre me refiriera. Sin embargo, eran dos seres comunicándose a la par. La condición externa de aquel hombre lo suponía un deshecho de ser humano, pero mi padre lo trataba con la misma deferencia con que hubiera tratado al presidente de la república. Cuando aquel hombre se fue y nos quedamos solos, le confesé mi impresión, al observar los modos con que trataba a alguien tan humilde y le pregunté por qué lo hacía. Me respondió: ‘vos que observaste todo y quedaste tan impresionado por lo exterior, no alcanzaste a ver lo más importante: la dignidad del indio. Esa dignidad es la única herencia que le queda de sus mayores. Hay gente que les llama ladrones, olvidando que los ladrones somos nosotros, el hombre blanco, por haberle quitado todo lo que tenían’”.

Esas palabras le recordaron a Perón otras, también vertidas en el libro que nos ocupa: “Cierta noche, antes de acostarnos, mirábamos por la ventana el campo inmenso, interminable, sumergiéndose dentro de un azul sepulcral como un abismo. Y en el silencio, los grillos compartían su luz y su rezongo con nuestra compañía. La voz de mi padre cortó el hermetismo de las sombras. ‘¿Saben por qué en el campo la soledad es más grande que el horizonte? Porque el general Roca asesinó a los únicos seres humanos de esta llanura. Tanto es así, que entregaron la vida luchando por su tierra. Los indios Pampas, los Tehuelches, los Pehuenches, fueron masacrados en nombre de la civilización. Ahora sus hijos son parias del destino. Roca les robó la tierra y la repartió entre sus lugartenientes. Algunos se quedaron con ella, pero la mayoría la vendió a los acaudalados porteños. Así nació la oligarquía terrateniente, que sumergió al descendiente del aborigen aún más con el transcurso del tiempo y que limitó posteriormente el acceso político de la inmigración europea a la propiedad de la tierra. Ese es el origen de la pobreza de la gente’, nos decía. Los pobres de hoy son tratados como extraños en la tierra que fue de sus antepasados”.

Enrique Pavón Pereyra, biógrafo de Perón, director fundador de la Biblioteca Nacional en 1991, se fue a los 82 años por un accidente cerebro-vascular ocurrido el 9 de enero de 2004. Había nacido el 2 de abril de 1921 en la provincia de Santiago del Estero. Hombre humilde, prominente figura del Peronismo, supo mantener siempre un perfil bajo, aunque recibía permanentemente llamadas telefónicas importantes del extranjero y era invitado por el gobernador Felipe Solá o el intendente Julio Alak a participar de algún homenaje, al que asistía tomándose el tren a La Plata desde Constitución, a pesar de su avanzada edad.

Siempre recuerdo que Enrique, alto, imponente, de una oratoria excelsa, aparecía aún como más grande a los ojos del circunstancial auditorio. Había conocido a Perón, recién recibido de historiador, ordenando los libros de la Biblioteca del Ministerio de Defensa del gobierno de la revolución de 1943. Allí se presentó un día gente allegada al coronel Perón, solicitando un despacho amplio y luminoso para que aquél pudiera trabajar. Los empleados de la cartera se hacían los distraídos y ocupaban sus escritorios de una manera conservadora, absoluta, mezquina, como si fueran propiedad privada. No cedían nada. Y así fue hasta que esos allegados peronistas se toparon con un Pavón Pereyra de poco más de 20 años, con su buena voluntad y su humildad habitual. Él les cedió parte de su espacio de la Biblioteca para que Perón pudiera instalarse. “Si me dan un par de horas y alguno que me ayude, mudo mis libros a cualquier habitación del sótano, aunque sería bueno que tuviera una lamparita, ya que debo escribir”, les dijo Enrique, satisfecho.

Al rato de la mudanza se apareció en persona el coronel Perón para saludarlo y agradecerle personalmente su gesto. “¿Y a que se dedica usted?”, le preguntó. “Bueno, estudié para historiador y mi tarea es armar la biblioteca del Ministerio”, contestó el interrogado. Entonces Perón, grandioso, le sentenció: “Por su buena voluntad, desde ahora usted será mi biógrafo personal”. Y allí estuvo Enrique Pavón Pereyra los siguientes 40 años. En el gobierno, en el exilio, viviendo con el General en Puerta de Hierro, y también en el anhelado retorno. A simple vista, parecería un momento temprano de Perón para tener un biógrafo, pero hay que recordar que Juan Domingo, a la edad de 6 años, solía saludar a los soldados en los desfiles, uno a uno, presentándose: “Recuerde mi nombre, me llamo Juan Domingo Perón y nos volveremos a ver, cuando yo sea presidente de la Nación”.

Ese mismo Perón conversó con su biógrafo en abril de 1971 para la revista cordobesa Aquí y Ahora sobre el rol del Partido Conservador en Argentina, un partido con apellidos de antes que suenan también ahora en Cambiemos (un Pinedo, sin ir más lejos). Como si fueran tiempos paralelos con el hoy, el mismo Perón aseguraba que –aquellos conservadores menospreciaban también a los radicales en la conformación de la Unión Democrática en 1946. Pero lo sustancial es lo que reveló Enrique en este diálogo:

Pavón Pereyra: –Recuerdo que el primer visitante que tuvo usted en la Secretaría de Trabajo fue, precisamente, don Ramón J. Cárcano.

Perón: –Así es. Era cófrade mío desde 1936 en que lo consulté por vez primera. Como contemporáneo de Joaquín V. González, Don Ramón vino a traerme su adhesión entusiasta y su experimentado consejo. También concurrieron a conversar conmigo el doctor Adrián Escobar, Joaquín de Anchorena, que entraba con su galerita al Departamento de Trabajo, y algún otro aristocrático de esta élite sagaz e inteligente que conformaban las cabezas pensantes de un régimen que no advertía, ni su anacronismo, ni su falta de adecuación a las nuevas exigencias sociales.

–De cualquier modo le ofrecían su alianza.

–Me ofrecían explotar a medias “el negocio de la cosa pública”. Y la cosa pública, como abstracción o entelequia, me interesaba cada vez menos. Escobar se creyó en el caso de preguntarme por qué dudaba yo de la sinceridad de sus ofrecimientos. Le repliqué: “Por el contrario. Considero que son ustedes los únicos políticos en condiciones de cumplir los que prometen”. “Somos realistas”, dijo Escobar. “Entonces me entenderán mejor. Yo no puedo pactar con los conservadores por una razón muy sencilla: me propongo destruirlos”.

Retomando el relato de este libro Yo Perón, el mismo también da lugar para que Enrique nos cuente sobre un Perón ocurrente, simpático en extremo, no exento de esa vena criolla que él tan bien cultivaba. Es el caso de cuando se refiere a Mario Perón, su hermano. “Cuando me eligieron presidente por primera vez, él conservaba su campo en la Patagonia pero vivía en la ciudad. Un día lo llamé y le dije: ‘Mirá hermano, acá trabajamos todos, vos vas a tener que trabajar en algo también’. Me contestó: ‘No, yo ya estoy jubilado. Trabajá vos que te has metido en esto. A mí déjame tranquilo’. Entonces insistí: ‘Tengo una cantidad de cosas que te interesan, pensá en que podés ocuparte’. Tiempo después me llamó, había recapacitado: ‘Vos sabés que me he pasado la vida entre animales, Juan, a mí lo que me gustan son los animales. Me resulta más fácil tratar con ellos que con los seres humanos. Un puesto para mí es el de director del Zoológico. ¡Te aseguro que te lo convierto en el mejor del mundo!’. Fue director ad-honorem. Se compenetró tanto en su tarea, realizó una clasificación tan rigurosa, que los animales estaban maravillosamente bien: parecían reconocerlo. A mí me gustaba verlo entrar a Mario a la jaula del gorila, como quien visita a alguien. Esa fue la única vez que los Perón tuvimos un amigo ‘gorila’”.

Don Enrique a los cuarenta se casó con Charito, una bella morena de 20 años, hija de Lala Marín, una histórica militante de la Resistencia Peronista. Tuvieron dos hijos, Enriquito, que me privilegia con su amistad, y Valeria. Pavón Pereyra fue una persona muy especial, con una gran alma de niño, por momentos sólido y majestuoso, por momentos frágil y descarnado. Tengo dos sabrosas anécdotas al respecto. La primera: una tarde, en esas horas en que la luz se despide hasta el día siguiente, una colaboradora lo encontró escribiendo en su despacho rodeado de velas encendidas. La pregunta obligada fue: “¿Por qué con velas, Pavón?”. La respuesta: “Es que se me quemó la bombita de luz y no sé cómo se cambia”, confesaba Enrique, totalmente ajeno a las cuestiones terrenas.

La segunda anécdota ocurrió en la Biblioteca Nacional, en el año 1993.[3] Luego de una investigación que nos llevó alrededor de 45 días, cuatro empleados del Estado bajo la égida de Pavón Pereyra y el subdirector Oscar González conformamos la normativa definitiva que ponía en funciones el Departamento de Canje Internacional con renombradas bibliotecas nacionales de otro países. Un logro deseado y postergado, porque el último antecedente en la materia debía remontarse a la gestión de Gustavo Adolfo Martínez Zuviría, que concluyó en 1955. Elevada esa normativa a decreto interno se organizó un pequeño acto en el propio despacho del director (Enrique), quien estaba rodeado de funcionarios de la Secretaría de Cultura. Todo muy ceremonioso y protocolar. Cuando finalizó el acto, Enrique se acercó y me dijo, por lo bajo, que me quedara con los otros tres empleados. Se fueron todos, y ya solos nos invitó a sentarnos en semicírculo alrededor de su despacho, y de la nada sacó un voluminoso paquete que contenía dos docenas de empanadas santiagueñas que él mismo había conseguido. Nos miró con ojos cómplices y nos dijo: “¡A comer muchachos antes de que se enfríen!”.

Unos colaboradores suyos recuerdan el día en que Pavón Pereyra terminó su mandato al frente de la Biblioteca Nacional. Salió a la calle para volverse a su casa y se dio cuenta de que no tenía dinero para tomar un taxi. “Nosotros lo llevamos, Enrique”, dijeron asombrados.

Este hombre sin igual vivió siempre en la casa que le compró a sus padres –en el barrio porteño de Constitución– con el producto de los derechos de autor de este libro que hoy comentamos. Y allí falleció. Esa fue toda su fortuna.

Era un hombre honesto. Un funcionario probo. Como ha habido muchos en el Peronismo: intelectuales como Fermín Chávez, José María Castiñeira de Dios, Horacio Guglielmino y José María Rosa; sindicalistas como Armando Cabo, Sebastián Borro, José Gregorio Espejo y Manuel Evaristo Reyno, entre tantos otros.

En la Biblioteca Nacional conocí a una compañera de trabajo que se llama Adriana Reydó, hija del compañero Raúl Jorge Reydó, presidente de la Juventud Peronista de Ensenada y delegado gremial petrolero en YPF, secuestrado-desaparecido por la última dictadura cívico-militar. Ella cuenta: “Cuando Pavón se enteró de la desaparición de mi papá y obviamente de que yo era su hija, me llevó a trabajar con él. Me quiso tener ahí a su lado para poder protegerme. Y cambió gran parte de mi pensamiento y de mi percepción acerca de Perón y Evita, ya que me hizo pasar a máquina las mil y pico de cartas de Perón y otras de Eva. Y aprendí cuán parecidos eran los dos, evidentemente, por el cariz de sus historia personales. Evita por la relación conflictiva con su padre. Perón a raíz de su mamá india que venía de un pueblo originario”. Ambos, discriminados por la sociedad de entonces. “Soy hijo de un espíritu campesino, casi rural, y de una joven natural de Lobos, Juanita Sosa, con sangre india y parientes de origen santiagueño. Me crié en Lobos, entre reseros y domadores” (puede leerse en Yo Perón).

Cuando murió Enrique, lo envolvieron en una bandera argentina. Por patriota, qué duda cabe. Y los presentes –entre los que estaba nuestro querido compañero cineasta y cantor, Leonardo Favio– en el último adiós cantaron a cappella la Marcha Peronista para despedir sus restos. Luego se escuchó un “¡Viva la Patria!”. “¡Viva!”, respondieron amigos y familiares. Otros: “¡Enrique Pavón Pereyra!”, aclamaron. “¡Presente!” contestaron varias voces, y se alzaron los brazos haciendo la V de la victoria con los dedos de una mano. Y todos a coro: “¡Hasta la Victoria, Maestro de Maestros! ¡Compañero!”.

[1] Presentado el 10 de octubre de 2018 en la sede del Partido Justicialista, en la calle Matheu de la Ciudad de Buenos Aires.

[2] El libro fue publicado por primera vez en 1993.

[3] Recuerdo de paso, agradecido, que yo entré a trabajar a la misma gracias a Enrique, que me conocía por haber leído mi primer libro: Documentos de la Resistencia Peronista.

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