Una “nueva” autonomía laboral

Desde hace un cierto tiempo tiene lugar, en consonancia con los profundos cambios tecnológicos que vivimos, una nueva ética de superación individual basada en la salvación personal, cuyo motor primordial sería una suerte de don especial para el emprendimiento: la meritocracia. Este constructo nacido de los hijos y las hijas de las clases acomodadas se propaga rápida y eficazmente por los medios y las redes, cala hondo en el imaginario social, genera un impacto profundo y empieza a plasmarse en nuevos modos de pensar el trabajo, pero también en nuevas formas de organizarlo, en general con sofisticados y muy sugestivos nombres en inglés que se repiten hasta que se instalan y se naturalizan. Estas nuevas formas laborales, de matriz meritócrata y con rasgos narcisistas, presentan como deseable y asequible el hecho de convertirse en el propio jefe o jefa, disponer del tiempo a voluntad y generar grandes cantidades de dinero con poco esfuerzo y desde la comodidad del hogar. Sin embargo, la vigilancia fordista por parte del empresario cambia ahora de forma y sigue más vigente que nunca, mediante el artilugio de instalar en el trabajador o la trabajadora la idea de una libertad y una autonomía ilusorias.

Este nuevo modelo de falsa autosuficiencia promueve hasta extremos absurdos la diferenciación individual de la sociedad y de los trabajadores y las trabajadoras en particular, lesionando la igualdad que los enlazaba y que brindaba pertenencia. De tal modo se logra que el trabajador o la trabajadora –creyéndose en efecto autosuficientes e independientes– accedan a que su jornada laboral se extienda siempre más, gracias a la conexión 24×7. El espacio privado se vuelve oficina, los bienes –celular, computadora, el escritorio propio, la casa entera– se ofrendan voluntariamente al empleador, y el tiempo de descanso resulta completamente invadido por el trabajo: queda a la vista la falacia del empleado o la empleada autónomos que creen manejar su tiempo. La meritocracia instala la idea perversa de una supuesta igualdad de condiciones iniciales que permitirá a todo el mundo progresar sin otro límite que la propia fuerza de trabajo, la dedicación, la persistencia o simplemente el deseo de hacerlo. En una parte de la sociedad, esta creencia se transforma en una suerte de dogma, aun cuando no pueda verificarse, lo que implica consecuencias prácticas: la precarización del empleo mediante figuras que atenúan o directamente impiden la protección, en especial formas –porque no configuran modalidades laborales– falsamente autónomas; la utilización cada vez mayor de contratos a plazo por sobre los contratos por tiempo indeterminado; o directamente el fraude laboral y la evasión de las normas de la seguridad social.

A grandes rasgos se pueden identificar tres categorías en las que se vislumbra el crecimiento de estas formas laborales de supuesta autonomía: una primera, a partir de determinados trabajos modernos de alta calificación y especialización; otra que surge a raíz de los cambios tecnológicos –como los trabajos mediados por plataformas–; y una tercera más tradicional, pero no por ello menos fraudulenta, que es la autonomía de las y los profesionales liberales trabajando para grandes empresas. Cabe destacar que en estas formas la nota en común es la evasión de las normas de protección al trabajador o la trabajadora mediante una supuesta negociación entre iguales, que pretende enmarcar la relación trabajador-empleador dentro de la lógica de una relación contractual –civil o comercial– que carece de normas protectorias; exactamente lo mismo que se sostenía en los más crudos días de la Revolución Industrial, antes de las primeras reformas laborales. El Estado también resulta víctima de estas prácticas, en la medida en que son evadidas las normas de la seguridad social.

La trabajadora o el trabajador autónomos típicos, que organizan su trabajo libremente, tienden a ser una proporción cada vez menor de los trabajadores. Una gran parte de las y los nuevos autónomos son jóvenes con calificación técnica en rubros como informática, diseño y comunicación; en general, a pesar de su no subordinación laboral en la concepción clásica, ejercen su trabajo con un alto grado de dependencia económica: se emplean para un cliente-empleador, al cual le deben la mayor parte de sus ingresos –cuando no hubiera incluso cláusula de exclusividad– y que además se reserva el derecho de pautar el trabajo, por lo que los ingresos del trabajador o la trabajadora dependen de mantener a su “cliente” en una relación permanente, continua y de marcada desigualdad en la negociación. En algunas legislaciones europeas este tipo de trabajo se ha regulado con diferentes nombres –por ejemplo: trabajador autónomo económicamente dependiente–, concediéndoles ciertas prerrogativas propias del derecho laboral, como vacaciones, licencias por enfermedad, representación gremial, etcétera.

Otro modo de falsa autonomización del trabajo es la “uberización”: el trabajo de plataforma, también llamado eufemísticamente trabajo colaborativo, que consiste básicamente en conectar la demanda de un servicio con la oferta a través de plataformas de Internet. Esta forma de trabajo tiene un enorme potencial de creación de puestos laborales, pero prácticamente todos resultan precarios y se desarrollan en pésimas condiciones laborales. En la situación actual –marcada por la contracción del mercado laboral– la demanda supera a la oferta para esta forma de trabajo, en detrimento de las remuneraciones y de las condiciones laborales. En este escenario resulta difícil sostener la existencia de un trabajo autónomo, si consideramos que las trabajadoras y los trabajadores que se piensan “jefes” o “empresarios” deben esperar que una plataforma les asigne una tarea, teniendo en cuenta además que la cuantía de su ganancia depende pura y exclusivamente de estar mucho tiempo disponible. En definitiva, se resalta la posibilidad de manejar los propios tiempos, pero en la realidad la gran mayoría de estos trabajadores y trabajadoras realizan su actividad laboral en días y horarios no convencionales, o superan por mucho los límites de la jornada laboral.

Otra práctica que se ha convertido ya en una costumbre con vías a extenderse es la del trabajo de las y los profesionales matriculados en grandes centros concentrados de la actividad. A las clásicas actividades en las que se practicaba esta modalidad –grandes estudios jurídicos, grandes clínicas médicas– se suman nuevas actividades –por ejemplo, clínicas veterinarias. Los y las profesionales cumplen horarios pautados por el empleador, extenuantes muchas veces. Debido a la escasa remuneración, las trabajadoras y los trabajadores recurren al pluriempleo que se desarrolla en similares malas condiciones; son despedidas o despedidos por decisiones unilaterales del empleador, sin necesidad de invocar justa causa; si hacen uso de sus vacaciones, siempre escasas y no relacionadas con la antigüedad, deben conseguir un reemplazo y pagarle; si se enferman, no cobran; y el empleador puede alterar las condiciones del trabajo sin las limitaciones que impone la Ley de Contrato de Trabajo. Es evidente que este tipo de práctica no está ni cerca de ser un trabajo autónomo: es realmente un trabajo dependiente realizado en fraude a las leyes laborales y las normas de seguridad social. Lamentablemente, desde el año 2015 la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha convalidado esta tendencia negativa, no reconociéndole carácter laboral a la actividad realizada por profesionales de la salud, cambiando la tradicional jurisprudencia contraria de la misma Corte.

Entre los grandes desafíos que plantea este nuevo escenario laboral se encuentra el de reformar y crear sistemas protectorios para todos los trabajadores y todas las trabajadoras. A este cuadro de crecimiento y dispersión del trabajo autónomo se le suman la fragmentación del trabajo dependiente formal e informal, los trabajadores y las trabajadoras de la economía popular y un sinnúmero de situaciones laborales que crean diferentes experiencias sociales con un denominador común: la vulnerabilidad. Por la forma de trabajo individual e individualista, es vulnerabilidad resulta menos visible en el caso de las trabajadoras y los trabajadores autónomos. No obstante, los daños que ocasiona son los mismos.

Hay, además, un reto para las organizaciones sindicales y los partidos políticos. El peronismo, como representante de los trabajadores y las trabajadoras, tiene la obligación de asumir la representación del amplio y disperso conjunto que hoy significa ser trabajador o trabajadora, y de establecer un discurso que las y los incorpore a todos, sin excepción, bajo su mirada solidaria de justicia social. Al peronismo le toca, entonces, llevar a la práctica política las palabras de Francisco: “Ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado. El crecimiento en equidad exige algo más que el crecimiento económico, aunque lo supone, requiere decisiones, programas, mecanismos y procesos específicamente orientados a una mejor distribución del ingreso, a una creación de fuentes de trabajo, a una promoción integral de los pobres que supere el mero asistencialismo. Estoy lejos de proponer un populismo irresponsable, pero la economía ya no puede recurrir a remedios que son un nuevo veneno, como cuando se pretende aumentar la rentabilidad reduciendo el mercado laboral y creando así nuevos excluidos”.

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