Sindicatos y Justicia Social: importancia del rol del sindicalismo a favor del bien común y en la lucha contra la desigualdad social

En Fratelli tutti, el Papa Francisco ha vuelto a destacar que el gran tema político es el trabajo. La Iglesia Católica se ha referido, en decenas de textos, al papel fundamental que cumplen los sindicatos para el buen desarrollo de la comunidad. Entre tantos, podemos mencionar, la Carta Apostólica Octogesima adveniens –la denominación hace alusión a que fue publicada en ocasión del 80° aniversario de la Encíclica Rerum novarum, publicada en 1891– dada por Paulo VI en 1971, que resume la doctrina social cristiana sobre la relevancia de la función de la actividad gremial. En el citado documento se mencionan tres aspectos de ese rol: a) la representación de los trabajadores y las trabajadoras; b) la colaboración en el progreso económico de la sociedad; c) sus responsabilidades para la realización del bien común. Así, podemos coincidir y afirmar que los sindicatos son las organizaciones que representan a los trabajadores y las trabajadoras y colaboran con el desarrollo social y con el bienestar general.

La palabra sindicato deriva del vocablo griego syndikos, y éste, a su vez, procede de la unión del prefijo syn –que significa “con” o “junto”– con la palabra dikein –que equivale a “hacer justicia”. La etimología enseña que el sindicato es una manera de hacer justicia todos juntos. El Papa Francisco lo ha recordado en más de una oportunidad. Desde la antigüedad, el término díke hace referencia a una concepción legal que expresa un tipo de justicia –impersonal– retributiva o compensatoria por transgresión, que ya se manifestaba dentro del marco de nacimiento de la pólis, cuya obligación se aplicaba por igual a todos, tanto para los nobles como para los hombres del pueblo. A su vez, díke proviene del lenguaje procesal –puede ser identificado con los verbos pagar, dar, tomar o decir– que equivale a dar a cada cual lo debido. En la medida que constituye una justicia retributiva y distributiva, la díke alude tanto al proceso como al juicio y el cumplimiento de la pena. Por último, el concepto de díke encierra, desde sus orígenes, una acepción más amplia que la emparenta con la noción de igualdad (Soares, 1999).

La reducción de la desigualdad constituye uno de los objetivos político-económicos más importantes del siglo XXI. La falta de justicia social produce consecuencias negativas en términos económicos y de cohesión social. Los mecanismos para aminorar la desigualdad social forman parte de la agenda de importantes organismos internacionales, Estados e investigadores. Se ha erigido como uno de los pilares estratégicos de la Organización de las Naciones Unidas, siendo el número 10 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible publicados en el año 2015. A través de este documento, diversos Estados se han comprometido a mitigar este flagelo.

El sindicalismo cumple un rol fundamental para contrarrestar los efectos nocivos que la desigualdad genera. La existencia de un sindicalismo fuerte es una de las condiciones principales que favorecen a su reducción y propician sociedades más integradas.

En las últimas décadas numerosos investigadores se han ocupado de analizar los efectos de la concentración del ingreso. Desde el punto de vista económico, se postula que los marcados niveles de desigualdad perjudican el desarrollo y erosionan el crecimiento económico de largo plazo, como indicó un informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos publicado en 2015. En los ciclos económicos de elevada desigualdad se incrementa la volatilidad del PBI (CEPAL, 2010), lo cual, generalmente, desacelera el crecimiento (Martin y Rogers, 1997). Por su parte, el Banco Mundial sostiene que los altos niveles de concentración de ingresos no sólo generan pobreza, sino que también disminuyen la efectividad de los programas de desarrollo tendientes a reducirla (De Ferranti y otros, 2003), debido a que transforman en inelástica la relación entre crecimiento económico y reducción de la pobreza (CEPAL, 2010). Joseph Stiglitz (2012) manifiesta que una distribución desigual de los ingresos produce consecuencias negativas en la demanda agregada, ya que favorece la concentración de recursos en grupos cuyas propensiones marginales a consumir son habitualmente más bajas que las de sectores de menor poder adquisitivo, quienes se verían favorecidos con una distribución más equitativa de la riqueza.

La República Argentina pertenece a la región que presenta los niveles de inequidad más elevados del mundo (CEPAL, 2015). A pesar de ello, los resultados de los primeros años del presente siglo en América Latina habían sido alentadores. Entre los principales factores explicativos de esa situación aparecen la mejora en el contexto económico internacional –a partir del boom de los precios de los commodities–, la aceleración del crecimiento económico y la creación de empleo, la disminución de la desigualdad en el acceso a la educación y el surgimiento de un nuevo modelo político a nivel regional, que se expresó –principalmente– en la elección de gobiernos que pusieron mayor énfasis en lo social (Cornia, 2014).

La cuestión sindical emerge en este análisis a partir de la identificación de un cambio en las tendencias político-económicas de América Latina entre la década de 1990 y la de 2002-2012, con profundas consecuencias en los ámbitos sindical y laboral. El período 1990-2000 se caracterizó por una serie de reformas político-económicas de corte neoliberal, enmarcadas en el denominado Consenso de Washington. Se favoreció la austeridad fiscal, las privatizaciones, la apertura económica, la liberalización de los mercados y la reducción del poder de los actores estatales para regular los asuntos económicos (Stiglitz, 2003). Los sindicatos se vieron seriamente afectados por este contexto, resintiéndose fuertemente su capacidad de acción e influencia. Durante los años 90 prevaleció un enfoque que sustituyó regulaciones laborales basadas en instituciones, como la negociación colectiva o los salarios mínimos, por otras que asignaban al mercado el rol de principal agente regulador de las relaciones laborales (Weller, 2009). Este período se caracterizó por un descenso en la tasa de afiliación sindical, una erosión en los derechos de los trabajadores y las trabajadoras, y el desplazamiento de los sindicatos de la arena política (CEPAL, 2004). La década de los noventa significó para los sindicatos un duro golpe en su capacidad de organización, movilización e incidencia social. Este fenómeno se produjo en toda la región, pero fue particularmente evidente en la Argentina, donde la tradición de un sindicalismo poderoso y con amplio nivel de participación política era más notoria. Siendo los sindicatos organizaciones que abogan por la defensa de los derechos de los trabajadores y las trabajadoras, resulta coherente que este proceso de debilitamiento sindical haya tenido un correlato en el mundo del empleo. Se llevó adelante un proceso de desestructuración del mercado laboral que se tradujo en incrementos de la desocupación –incluso con despidos en el sector público–, flexibilización laboral y fragmentación de la clase obrera (Senén González, 2014). En su Informe Social para América Latina 1990-1999 la CEPAL señaló que: “Hubo en la década diversos cambios en las condiciones laborales, muchos de ellos perjudiciales para los trabajadores, como la falta de contrato; la proliferación de los empleos temporales o de tiempo parcial; la carencia de seguridad social; la ampliación de las causales de término de contrato; la reducción de las indemnizaciones por despido; y las limitaciones impuestas al derecho de huelga” (CEPAL, 2004: 24). Estas consecuencias del debilitamiento sindical retroalimentaron el proceso, profundizando aún más la pérdida de influencia de los sindicatos en la región. Aldo Ferrer (2014: 73), colocó al debilitamiento de la “capacidad negociadora de los sindicatos” como uno de los problemas más grandes de la globalización contemporánea.

Sin embargo, el inicio del presente siglo trajo aparejadas transformaciones significativas. En el período 2002-2012 se evidenció el agotamiento de las directrices derivadas del Consenso de Washington y del neoliberalismo en la región (Leites, 2012), lo cual constituyó un cambio político central, dando lugar a un debate más amplio sobre el rol de las instituciones laborales y las políticas sociales. Esta nueva tendencia tuvo su correlato en términos electorales. Diferentes movimientos políticos de extracción popular y contrarios a posturas neoliberales en América Latina obtuvieron triunfos electorales y quedó la mayoría de la población gobernada por presidentes de este signo político. Sin perjuicio de lo indicado, no ha sido unánime esta manifestación y se ha aseverado que el cambio de alineación política no fue una causa necesaria en la reducción de la desigualdad, dado que se verificaron disminuciones ante gobiernos de distintas orientaciones.

Respecto a los sindicatos, la década mostró signos disímiles a los del período precedente. En países como Argentina o México, Brasil y Uruguay se verificó un importante resurgimiento del actor sindical (Barattini, 2013). Tanto que dio lugar, incluso, a un nuevo concepto, el de “revitalización sindical” (Senén González, 2014). Este fortalecimiento se evidenció en mejoras en la negociación colectiva, las disposiciones legales a favor de los trabajadores y las trabajadoras, los salarios mínimos y las restricciones a los contratos a término (Weller, 2009).

Existe evidencia empírica para considerar que los sindicatos desempeñan un rol importante en la reducción de la desigualdad. Se ha encontrado una correlación negativa entre sindicalización y desigualdad de ingresos. Esto implica que las dos variables se correlacionan en sentido inverso: un mayor nivel de sindicalización reduce la desigualdad de los ingresos (Pontusson, 2013; y Visser, 2006). Esto podría explicarse porque las organizaciones sindicales conciben a la reducción de la desigualdad como un objetivo fundamental de su razón de ser, lo cual responde a su propia construcción histórica e ideológica (Boeri y Van Ours, 2008). Debe considerarse que en América Latina el 80% de los ingresos de los hogares provienen de actividades laborales (Weller, 2012). Por ende, una distribución más equitativa de los ingresos laborales contribuiría de manera significativa a la reducción de la desigualdad de ingresos.

La negociación colectiva es el mecanismo central para comprender la relación entre sindicatos y reducción de la desigualdad de ingresos laborales. Sindicatos y empleadores negocian condiciones de empleo y definen normas que regirán sus relaciones recíprocas –el salario constituye una de esas condiciones– y a través de la negociación colectiva los sindicatos fortalecen los ingresos de trabajadores y trabajadoras en posiciones más vulnerables.

Resumiendo, los sindicatos son un elemento fundamental en la tarea de evitar o apaciguar las desigualdades sociales que tanto afectan a la Argentina, a la región latinoamericana y al mundo. En el caso particular de nuestro país, el llamado Modelo Sindical Argentino ha producido sindicatos fuertes y con gran poder de negociación, gracias a su sistema de unidad promocionada, que otorga facultad exclusiva en la negociación colectiva al sindicato más representativo de cada rubro, rama, profesión u oficio.

La existencia de un sindicalismo fuerte es una de las condiciones más relevantes que pueden favorecer a la reducción de la desigualdad. Una sociedad con mejores condiciones laborales y con mejor distribución del ingreso es más equilibrada y más homogénea. En ese sentido –y sin pretender reducir todo a esta cuestión– vale remarcar que las tasas más altas de afiliación sindical se verifican en los países escandinavos. En sentido contrario, en los países del África subsahariana casi no hay actividad gremial.

Comenzamos estas líneas mencionando al Papa Francisco, y con otra de sus enseñanzas las finalizaremos. Para la concepción de la Doctrina Social de la Iglesia, los sindicatos no deben representar aspectos sectoriales meramente, sino que con su acción deben contribuir al bien común. El actual Papa ha aconsejado a los gremios que se cuiden de la tentación del “individualismo colectivista” que consiste en “proteger sólo los intereses de sus representados, ignorando al resto de los pobres, marginados y excluidos del sistema”. A tal fin, el sindicalismo argentino –imbuido de los principios socialcristianos desde mediados de los años 40, gracias a la prédica de Juan Perón– está actuando mancomunadamente con los llamados movimientos sociales y los de la denominada economía popular, como se verifica actualmente con el lanzamiento en conjunto del Plan de Desarrollo Humano Integral. Celebramos que se continúe profundizando este sendero. Argentina tiene una larga y profunda tradición sindical que debe seguir siendo honrada. En nuestro país la fortaleza sindical ha coincido, a lo largo de la historia, con las mejoras en los índices socioeconómicos: cuanto mayor la actividad sindical, mayores niveles de justicia social. En definitiva, los sindicatos otorgan inmensos aportes a la construcción de una Patria más justa.

 

Bibliografía

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