¿Quién pone en peligro a la democracia?

Quienes hacemos esta revista nos esforzamos por expresar una razonable diversidad de opiniones. Entendemos que uno de los factores que más empobrece la democracia es la falta de debate reflexivo entre distintas posiciones. También postulamos que es preferible leer de primera mano las opiniones con las que no estamos de acuerdo, principalmente porque estamos plenamente convencidos acerca de la potencia de nuestros valores e ideales, pero no de nuestras opiniones. Por eso agradecemos enormemente a quienes exponen argumentos para explicar sus diferencias. Eso revela por qué incluimos un texto que cuestiona abiertamente medidas sanitarias que se han tomado en casi todo el mundo respecto a la pandemia. Pero también aprovechamos la oportunidad para analizar ciertas actitudes últimamente muy frecuentes en algunos y algunas intelectuales, incluso en quienes gozan de nuestra admiración más absoluta por la excelencia de su producción científica.

 

Eficacia y transformación

Además de proveer seguridad humana y bienestar a las personas y de desarrollar sus capacidades, una de las funciones principales de las leyes y las acciones del Estado es debatir y comunicar valores e ideales con la comunidad. En una democracia, el Estado no solamente debe preocuparse por su eficacia para lograr los resultados que la sociedad le exige, sino también debe transformar lo que la sociedad piensa sobre sí misma.

Poco entiende de políticas de vivienda quien suponga que su único fin es lograr que las personas tengan un techo donde vivir. Las políticas sociales, de salud, educativas, de empleo o de desarrollo territorial –entre otras– contienen un indudable registro simbólico, tanto sobre sus destinatarias y destinatarios directos, como sobre el resto de la población. Evita sabía por ejemplo que la calidad de los establecimientos destinados a brindar servicios públicos gratuitos influye sobre el imaginario que la sociedad tiene acerca de la dignidad de las personas menos favorecidas.

Esta concepción de la democracia como un debate de ideas –acerca de lo que es justo y lo que no lo es– contrasta con la visión tecnocrática en la que las decisiones de gobierno son vistas como un mero reflejo de los valores predominantes. La política traiciona su razón de ser si renuncia a señalarle a la sociedad ideales y objetivos de largo plazo, o si abandona el debate sobre qué significan la justicia, la libertad o la dignidad.[1]

 

Responsabilidad, solidaridad, equidad… y unidad

El gobierno actual asumió tres valores fundamentales para enfrentar esta pandemia: responsabilidad, solidaridad y equidad. Estos tres valores componen el lema “la salud nos une”. Es decir que hay un cuarto valor: la unidad.

A la responsabilidad no hace falta justificarla: ¿quién podría estar en desacuerdo con que las acciones de todas las personas se ajusten en función de sus consecuencias sobre otras personas? Quizás no está de más recordar que el sistema penal condena gravemente la negligencia o la imprudencia cuando generan efectos negativos en otras personas. En el caso de la propagación de una enfermedad infecciosa, muchas veces es difícil establecer con precisión quién enfermó a quién, pero eso no resta importancia a la obligación que todas las personas tenemos de actuar responsablemente para evitar generar daños a otras. Que sea algo difícil de probar no alcanza para justificar la irresponsabilidad.[2] De todas formas, hay otra responsabilidad a la que me voy a referir: la de las y los intelectuales.

La solidaridad se explica porque, ante una pandemia, la solución solamente puede ser colectiva. La coordinación entre todas y todos es condición indispensable para el éxito. En este caso, si bien el riesgo que corremos es variable según distintos factores, nuestra obligación es brindar colaboración en función de nuestros recursos y capacidades, porque los resultados dependen de lo que hagamos… todas y todos.

Por último, la equidad: si todos debemos soportar restricciones para cuidar la salud del resto de las personas, es justo que tengamos un acceso a bienes y servicios esenciales que no esté condicionado por los ingresos o la situación laboral de cada persona. Pero no es solamente una cuestión moral, sino también operativa: se obedecen más las normas que son consideradas justas.[3]

 

El dolor de ya no ser

Sin embargo, no toda la sociedad comparte estos principios, ni todas las personas valoran la unidad. Incluso hay un sector de la intelectualidad y la dirigencia política y social –que goza del beneplácito de la mayor parte de la “prensa independiente”– que viene acrecentando su presión para retroceder en el tiempo, apostando al odio y a la división. Ellos mismos están enfurecidos, y cada vez disimulan peor su odio tras la fachada de la indignación. Es difícil no percibir que varios “comunicadores” y dirigentes están cada día más y más desencajados. Pero aun muchos que no lo están igualmente buscan ampliar la confusión y la ignorancia para minar la difícil respuesta que la sociedad argentina está dando a la pandemia, poniendo en riesgo el inédito acuerdo logrado entre gobiernos de distinto signo político. Apuestan al fracaso, olvidando –espero– que este fracaso significaría varias decenas de miles de personas muertas.

Durante décadas estos mismos dirigentes repitieron como muñecos que había que lograr consensos políticos. Hoy, cuando esos acuerdos son visibles y funcionan, los quieren destruir. Antes tan atentos a la prensa europea, hoy ignoran las noticias que dicen que “la división política” disminuye la capacidad de respuesta a la pandemia. En Portugal, el líder de la oposición le dijo al primer ministro: “cuente con nuestra colaboración”, “su suerte es nuestra suerte”. Acá no tuvimos discursos tan conmovedores, pero sí podemos mostrar con orgullo cientos de ejemplos concretos en los cuales cooperan diariamente funcionarios de distintos partidos. Me consta por ejemplo que los funcionarios de salud del gobierno nacional y de los gobiernos provinciales trabajan codo a codo. Por supuesto que hubo algunas diferencias, raro sería que no las hubiera, pero fueron magnificadas por un periodismo que dedica mucho más tiempo de aire a un pase errado que a cien buenas jugadas.

Esta política tiene un fundamento: las autoridades del gobierno entienden que las estrategias políticas que tienen mayor éxito son generalmente aquellas que están abiertas al consenso, a la crítica y a la revisión constante. Las transformaciones son más duraderas cuando se basan en acuerdos amplios. Por eso convocan a planes concertados entre distintos sectores, a compromisos federales entre gobiernos de distinto signo político, o a la comunidad científica para que debata y revise la validez de las decisiones políticas, entre otras estrategias. Pero para que estos acuerdos sean efectivos se necesita que las críticas estén motivadas por algo más que el odio de un sector minoritario y con muchos recursos. Hoy vemos cómo su ofuscación –cuando no es por un motivo menos aceptable– le impide actuar responsablemente. Espero que quienes todavía pueden razonar le hagan notar cuáles podrían ser las consecuencias de semejante ceguera.

 

Pánico e idoneidad

Si bien es cierto que ya está de moda convocar a marchas sin consignas precisas, las manifestaciones tales como el “banderazo” del 17 de agosto pasado tienen como consigna principal –a juzgar por los titulares de los principales diarios que las convocan– el rechazo de las medidas de aislamiento y distanciamiento físico tomadas por el gobierno nacional. No me interesa acá justificar esas decisiones ni entrar en discusiones acerca de cuestiones sanitarias, porque es donde las críticas tienen por lejos su debilidad más vistosa. Sí me preocupan los argumentos de algunos intelectuales sobre otros asuntos.

Para empezar, considero conveniente resaltar que un gran número de profesionales del actual Ministerio de Salud está diariamente analizando y sistematizando miles de comunicaciones científicas relevantes acerca de la transmisión, la prevención y el tratamiento del COVID-19. De ese trabajo surgen las políticas que lleva adelante el gobierno nacional, que además son frecuentemente validadas por consejos de expertos. Es decir, las decisiones no las toman esos expertos, sino las autoridades políticas, respaldadas por la tarea diaria de varios cientos de profesionales de distintas especialidades. Resulta entonces irresponsable afirmar que tales decisiones no tienen sustento científico. Más realista sería decir: “me informo a través de la prensa opositora, y francamente ignoro qué sustento científico tienen las decisiones del gobierno”. Obviamente, habrá personas que –confiadas en su capacidad intelectual o en su intuición, pero sin ser especialistas en epidemiología– prefieran guiarse por su propia selección de textos. Aun descartando el obvio riesgo de haber elegido esas fuentes de una manera sesgada, lo cierto es que en pleno siglo XXI –cuando el conocimiento científico se multiplica a una velocidad inédita, especialmente el referido a la salud de las personas– resulta muy difícil pretender que un individuo solo pueda hacerse una razonable idea acerca de cómo debe actuar un gobierno ante una pandemia teniendo a mano solamente un puñado de citas.

Quienes postulan una supuesta improvisación o falta de idoneidad de las y los gobernantes y de las y los profesionales que trabajan en el Estado inspiran –esperemos que no intencionadamente– pánico en los lectores. En el caso de esta pandemia, es curioso que el único elemento que tengan para afirmarlo sean sus propios prejuicios. Si hay algo que diferencia a los actuales funcionarios y funcionarias –en comparación con las y los anteriores– es su visible disposición a generar y difundir rápidamente nuevos datos relevantes que antes no se registraban; a brindar toda la información disponible sin ocultar absolutamente nada; a prever y anticipar todas las situaciones futuras razonablemente probables;[4] y hasta a reconocer abiertamente dudas e incertidumbres. La actitud visible es de una sinceridad sin dobleces. Aparentemente, no todas ni todos valoran la sinceridad. Sin embargo, lejos de apreciar el avance que esto significa al favorecer que toda la sociedad pueda participar en la discusión pública acerca de decisiones fundamentales sobre su salud, lo único que hacen muchos de los opositores es negar todo, por principio. Total, nunca les faltará público que esté esperando más motivos –buenos o malos, les da lo mismo– para odiar. Incluso algunos periodistas afamados argumentan cotidianamente en los medios como si su falta de información –sobre los análisis de posibles decisiones que los equipos técnicos de gobierno están evaluando– fuera suficiente prueba de que se vive en una continua improvisación. ¿Falta comunicación? Podría ser, pero ante todo sobra mala leche.

Otro rasgo curioso de las reflexiones que suelen expresar quienes buscan justificar su oposición a estas políticas sanitarias es que suelen describir consecuencias de las enfermedades sin referir los efectos de las acciones que los gobiernos y las personas ya están realizando para evitarlas. Proponen así un razonamiento pueril, por ejemplo, al decir que una enfermedad no es tan grave porque no mata a tantas personas, o porque supuestamente no es tan letal para ciertos segmentos poblacionales, ocultando –o ignorando, lo cual sería todavía más grave– que habrían sido muchas más las personas fallecidas en esos segmentos si no se hubieran tomado las mismas decisiones que critican. Muchos y muchas de los militantes “antivacunas” aplican generosamente estas falacias. Seguramente no seré el único en preguntarse cómo puede ser que quienes caigan en este tipo de absurdos se animen a erigirse en jueces sobre la idoneidad de otras personas.

A estas extrañas lógicas habría que agregar otra –lamentablemente también muy difundida en estos últimos meses– que pretende que los gobiernos no tomen medidas sanitarias hasta no saber exactamente qué efecto tendrán. Desconocen tal vez que en una pandemia el efecto de no tomar decisiones a tiempo es triple: multiplica la cantidad de personas enfermas y fallecidas; expone a riesgos innecesarios a las trabajadoras y los trabajadores de la salud; y reduce la capacidad para tomar decisiones eficaces en el futuro inmediato. Se felicita a quienes quieran hacer ejercicios mentales ingeniosos, pero, a diferencia de las y los intelectuales, los gobiernos no pueden darse el lujo de esperar. Y soslayan además otra cuestión: ante cada enfermedad nueva, una de las funciones principales de las políticas sanitarias es darle tiempo a “la ciencia” para que aprenda a prevenirla o a tratarla. Mientras, además de “la ciencia”, los gobiernos tienen otro recurso: comparar la información sobre el éxito o fracaso de las distintas estrategias. Por ejemplo, a quienes se quejan de la “cuarentena” les vendría bien comparar las estadísticas de muertes en países o provincias donde los[5] gobernantes quisieron pasarse de vivos, destacándose sobre el resto con declaraciones o medidas audaces. Ya sé que no es algo que se le pueda pedir a la prensa independiente, pero tal vez algunos intelectuales sí pueden ejercitar un ratito la memoria a corto plazo.

Por último, me interesa destacar las frecuentes referencias de las y los intelectuales opositores a la cuestión de “la restricción de derechos”. En primer lugar, no digo nada nuevo si advierto que los conflictos entre derechos de distintas personas o grupos sociales son más la regla que la excepción. Razonar como si los derechos obraran en una especie de vacío absoluto sirve más para engañar o confundir que para aclarar situaciones, porque lo que más frecuentemente corresponde debatir no es si un derecho está siendo restringido, sino cuál es la forma de ejercerlo para que no afecte gravemente otros, asumiendo que algunos derechos tienen mayor jerarquía o urgencia que otros.

La nueva muletilla de la derecha en todo el mundo es: las políticas de aislamiento y distanciamiento son una restricción de los derechos individuales. “Nos podemos cuidar solos”, dicen. El mensaje implícito es: si tengo los recursos para evitar que la enfermedad me afecte, ¿por qué debería restringirse mi libertad porque otras personas no los tienen? La respuesta más obvia es que nadie se salva solo, que el virus no sabe de clases sociales, y que aun los países con sistemas de salud muy bien equipados no pudieron impedir las muertes masivas, incluso de personas de clase alta –aunque no es ocioso recordar que las personas más pobres son quienes tienen más riesgo de morir, por diversos factores. ¿Es mucho pedirle a las y los intelectuales que reflexionen acerca de esto? Quizás debemos agradecer que –al menos hasta donde leí y escuché– nadie se anima a extrapolar explícitamente a los hogares pobres la naturalización que algunos intelectuales hacen de la letalidad extraordinaria de los adultos mayores en esta pandemia. Pero lo cierto es que muchas personas en los hechos se comportan como si tuviera cierta razonabilidad uno u otro dislate. Y más alarmante aún: muchos intelectuales asumen implícitamente estas posiciones al esgrimir sus opiniones.

Ahora bien, ¿cuáles son esos derechos que supuestamente restringe el gobierno? ¿Son solamente derechos civiles, o también políticos?[6] A fines de mayo, 300 “intelectuales” –entre los que se encontraban, entre otros y otras, Luis Brandoni, Baby Etchecopar y Federico Andahazi– publicaron una carta pública titulada La democracia está en peligro,[7] donde denunciaban que: “En nombre de la salud pública, una versión aggiornada de la ‘seguridad nacional’ (sic),[8] el gobierno encontró en la ‘infectadura’ un eficaz relato legitimado en expertos”; también acusa al gobierno por un “desdén por el mundo productivo” que “no tiene antecedente y su consecuencia es la pérdida de empleos, el cierre de comercios minoristas, empresas y el aumento de la pobreza”; y entre otros comentarios al menos desafortunados, viniendo de personas que aún apoyan el gobierno de Macri.

Pero lo que quiero resaltar es el punto central de la carta: “La democracia está en peligro. Posiblemente como no lo estuvo desde 1983”. Eso se debería –según quienes la firman– a que “el equilibrio entre los poderes ha sido desmantelado”. Sin embargo, no existe ninguna denuncia sobre presiones del Poder Ejecutivo para que el Congreso[9] o la Justicia dejaran de funcionar a causa de la pandemia. ¿Importa? ¿O no se necesitan hechos concretos cuando se trata de condenar a un gobierno peronista? Seguramente les alcanza y sobra con sus hieráticas convicciones… Estas advertencias provienen de muchos y muchas intelectuales que, sin dejar de presumir de demócratas, han sabido callar con lealtad ejemplar cuando sí se vulneraba la democracia –en el pasado inmediato y en el no inmediato. Curiosos republicanos que solamente quieren una república cuando no son parte del gobierno. Supongamos que esta contradicción podría ser tolerable si lo que intentan es justificar su condición de opositores. Pero si lo que buscan con eso es minar políticas que representan la vida o la muerte de miles de personas… francamente me cuesta imaginar qué se sentirá estar dentro de sus zapatos.

Sabemos que son altísimos los costos de las medidas de aislamiento y distanciamiento, y creemos sinceramente que no haberlas aplicado no nos habría ahorrado varios de ellos. Pero también entendemos que las cargas de tales costos son más soportables si nos unimos para asumirlos con responsabilidad, con solidaridad y con equidad, y así generar un nuevo contrato social que funde un país realmente democrático, con oportunidades para todas las personas.

[1] La política no es un mero reflejo de las relaciones de poder económico o social: también las transforma deliberadamente. La idea de “ciudadanía” –si algo significa– no opera solamente en el terreno material, sino también en el simbólico: una ciudadana o un ciudadano es alguien que tiene derechos y obligaciones, que son tales porque la sociedad los reconoce en el marco de un sistema jurídico y moral complejo y por eso siempre conflictivo, no porque funcionen uno a uno, aisladamente. Pero a la vez ciudadana o ciudadano es quien tiene conciencia plena acerca de las obligaciones y los derechos –los propios y los ajenos– y por eso puede exigir al resto que cumplan con ellos, y al mismo tiempo percibe la presión de la sociedad para que los respete. Por lo tanto, transformar las ideas acerca de cuáles obligaciones y derechos son válidos y qué jerarquía hay entre ellos, es una manera de promover la legitimidad del reclamo por una mayor dignidad de todas las personas, especialmente de las menos favorecidas. Por supuesto que la ciudadanía se respalda con leyes y con acciones del Estado, pero éstas a su vez tienden a reflejar los cambios que se producen en las ideas que la sociedad tiene acerca de la dignidad de las personas. En este sentido es determinante si se considera que esa dignidad es igual para todas las personas, o si algunas tienen mayor reconocimiento que otras. Por eso las leyes y las políticas públicas también deben ser vistas como modos de reinstituir los acuerdos acerca de qué es lo correcto o lo incorrecto, y especialmente acerca de cuáles son las condiciones mínimas de la dignidad humana. Y por eso la política de salud, como toda política pública, no tiene como único fin resolver una demanda concreta de la sociedad o de un sector, sino además señalar a toda la sociedad un horizonte que oriente y ordene la proyección que las personas tienen en comunidad. Aunque parezca una obviedad, no está de más recordar que estas transformaciones suelen ser irremediablemente conflictivas: no se trata de un minué de damas y caballeros, para desgracia de algunos cientistas sociales que imaginan que la política consiste en hacer reuniones con masas finas en la mesa.

[2] El Código Penal Argentino –vigente desde hace casi 100 años– establece en su artículo 205 la pena de prisión a quien “violare las medidas adoptadas por las autoridades competentes para impedir la introducción o propagación de una epidemia”. No hace falta probar que se contagió a otra persona: es suficiente con haber violado las medidas que se adoptan para impedir la propagación de la epidemia.

[3] Los “comunicadores” que apuestan a la inobservancia de las políticas de prevención del COVID-19 son precisamente quienes más se esmeran por demostrar que esas medidas son injustas.

[4] El gobierno de Macri se diferenció por jugar todas las fichas a una sola jugada: nunca había “plan B”. Cuando no salía la jugada, simplemente culpaban a la oposición.

[5] Hasta donde sé, fueron todos varones.

[6] Por si fuera necesario, aclaro la importancia de esta diferenciación: los derechos civiles siempre están en conflicto, y su ejercicio está condicionado por un contexto social que les agrega o les quita eficacia. En cambio, los derechos políticos requieren un tratamiento específico y prioritario, porque son “derechos a tener derechos”.

[7] En aquel momento me vino a la memoria un texto de Juan José Millás de hace 14 años, que transcribo entero porque entiendo lo merece: “En los congresos de escritores los participantes hablan de literatura; en los de cardiología del corazón; en los de agricultura, de los tomates, y así sucesivamente, excepto en los congresos de obispos donde, en vez de hablar de Dios, se habla de la unidad de España, de la moral, de la biología, de la familia, de la cultura, de la educación, de la sociedad y de las células madre. En los entreactos comentan lo bueno que estaba el pollo al chilindrón, es decir, que también saben de gastronomía. Los señores de la foto [unos obispos españoles] lo mismo le dicen el libro que tiene usted que leer que el anticonceptivo que debe utilizar. Le prescriben el modo de vestir, el político al que debe votar, el sexo que debe tener su cónyuge, el colegio al que conviene llevar a su hijo, así como las leyes que debe obedecer y a las que debe dar un corte de manga. También le indican si es moralmente más saludable un estado federal o autonómico. Todo ello sin descuidar sus lecciones en torno a la fecundación in vitro o sus críticas especializadas al cine de arte y ensayo. De modo que el pasado 21 de junio se reunieron para hablar de todo esto y más llegando, entre otras, a la conclusión moral de que en España peligraban los ‘derechos fundamentales’. No quedó claro a qué se referían con la expresión ‘derechos fundamentales’ estos señores cuyo mejor caldo de cultivo ha sido tradicionalmente el de las dictaduras. Aquí estuvimos 40 años sin derechos fundamentales (ni accesorios) y la Iglesia a la que pertenecen no sólo no abrió la boca, sino que llevaba al dictador, junto al Altísimo, bajo palio. Cuarenta años sin quejarse son muchos, por lo que lo lógico es pensar que los derechos fundamentales les importan un carajo. Pregúntenles por los derechos fundamentales de las monjas, a ver qué dicen. Así que cuando se reúnen de lo único que no hablan es de Dios (en justa reciprocidad; tampoco Dios se ocupa mucho de ellos). Hablan de lo que les da la gana y se pican mutuamente por ver quién dice la mayor barbaridad, sea en el campo de la prevención del sida o en el de la reproducción asistida. De hecho, a partir de la citada reunión del 21 de junio, donde hubo división de opiniones, y hasta el día de hoy, no han dejado de hacer declaraciones, por ejemplo, sobre la unidad de España, España, España, que según ellos es un asunto teológico en el que el Parlamento tiene muy poco que decir. Ya animados, Ricardo Blázquez, su presidente, aseguró, para acojonar, que España, España, España, estaba moribunda con estas mismas palabras, ‘la sociedad española está moribunda’. Lo dijo ahora que no hay fusilamientos ni garrote vil ni torturas ni persecuciones. Cuando todo eso estaba a la orden del día, ese señor y sus colegas no decían nada, no sólo no decían nada, sino que daban la absolución a los verdugos, a los torturadores, a los criminales. Y en esa competición por ver quién hablaba más alto, llegó también el arzobispo de Burgos, Burgos, Burgos y aseguró muy serio que la familia estaba siendo ‘atacada por una corte de becerros del poder’. Como lo oyen, ‘corte de becerros del poder’. Lo dijo un tipo que es dueño de muchas iglesias en cuyas fachadas todavía lucen símbolos franquistas y que vive a cuerpo de rey de las arcas del Estado. ¿Es o no es para tenerles miedo?”.

[8] Por si usted es demasiado joven, tal vez no sepa que la carta hace referencia a la “doctrina de la seguridad nacional” difundida por gobiernos de Estados Unidos principalmente en las décadas de 1960 y 1970 para que las fuerzas armadas latinoamericanas tomaran parte en la represión de ideologías o movimientos que pudieran favorecer al comunismo. Tal doctrina justificaba los golpes militares y la violación de derechos humanos. Si no fuera tan hipócrita, la referencia al menos sería ridículamente exagerada.

[9] ¿Sabrán por ejemplo que el Congreso de la Nación sancionó en junio la ley 27.548 que establece un “Programa de Protección al Personal de Salud ante la pandemia” y que ordena al Poder Ejecutivo una serie de políticas que ya estaba implementando desde hacía meses?

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