Políticas sociales, pandemia y después

El presente trabajo parte de cuatro premisas: en primer lugar, es necesario tomar distancia de ciertas visiones conspirativas o complotistas, que miran a la política –y a las políticas sociales– como el resultado de un conjunto de ardides de los gobiernos; resulta a nuestro criterio más fructífero considerar las medidas de cualquier gobierno como la expresión de una disputa que atraviesa a toda la sociedad: se trata de la disputa por la construcción de sí misma a partir de las fuerzas realmente existentes. Dicho de otro modo, la realidad política –en la que se incluyen las políticas sociales– no es otra cosa que el resultado temporal de la contienda para imponer determinados significados y determinadas prácticas.

La segunda premisa sostiene, por tanto, que el conflicto es una característica sustantiva de toda sociedad. Afirmación que nos aleja de cualquier pretensión sociológicamente funcionalista y políticamente liberal que negativiza el conflicto hasta en su modo de nombrarlo, apelando a prefijos negativos: in-adaptación, des-unión, des-viación, a-nomia, entre otros. En este sentido, traigo las expresiones de Gianni Vattimo, en ocasión de una entrevista que se le realizara en nuestro país a fines de 2013: “Cuando todos parecen decir más o menos lo mismo, inmediatamente es bueno para la paz social, pero es muy peligroso para la democracia. Sin conflicto no hay libertad” (Página 12, 10-11-2013).

La tercera premisa plantea que las políticas sociales, lejos de ser un problema técnico, son expresión y resultado de procesos de lucha por las necesidades al interior del campo de la intervención social, y constituyen una forma particular de vínculos sociales entre lo político y la política –diferenciación que abordaremos brevemente luego– y más específicamente entre las instituciones que facilitan –o restringen– el acceso a bienes y servicios necesarios para asegurar la reproducción social.

La cuarta premisa sostiene que nuestros discursos no pueden sustraerse de sus condiciones de posibilidad: nuestros análisis, nuestras propuestas, nuestras críticas, se inscriben en las condiciones que la geografía y el tiempo histórico ejercen sobre nosotros. Siendo así, resulta imposible soslayar la pandemia desatada al comenzar el año 2020, experiencia inédita para todas las generaciones que habitan los distintos lugares del planeta. Se trata de una irrupción que produjo desorientación, no solo del sentido común, sino también de los gobiernos y de cientistas sociales y políticos, quienes plantearon con certeza absoluta –y también antagónica– aquello que no podían fundamentar empíricamente: que se trataba de una gripe más (Agamben, 2020), que el virus mataría al capitalismo y el socialismo sería inexorable (Zizek, 2020), que la pospandemia asistiría a la profundización del capitalismo (Han, 2020). Todo ello, al mismo tiempo que el virus enviaba a sus casas a más de tres mil millones de personas en el mundo.

La situación develó la carencia de un repertorio, aunque fuera mínimo, de respuestas. Sin saber qué hacer ni cómo hacerlo, sin alcanzar una noción de la vivencia de la pandemia y cómo enfocarla, el saber cotidiano se dispuso –como lo hace siempre– a generar las estrategias más apropiadas para seguir andando su vida. Para el caso de Argentina –al que me referiré exclusivamente en adelante– lo hizo bajo el encuentro de dos fuegos: de una parte, el discurso de un Estado que asumió la necesidad de desarrollar políticas de cuidado en el sentido fuerte de la expresión; y de la otra, el discurso opositor que, si bien se mostró incapaz de conjugar mínimamente la heterogeneidad de las demandas –muchas de ellas incomprensibles– que se planteaban, sin embargo logró eficacia en su objetivo de aumentar los riesgos epidemiológicos para el conjunto de la sociedad y de atribuir las consecuencias al gobierno nacional.

Hoy nos encontramos en una situación de claroscuro que bien puede ser considerada de manera optimista como el tiempo del amanecer, o como el ocaso que lleva a una noche de mayor oscuridad. Es un tiempo de suspenso, el entretiempo de una contienda entre quienes devastaron el sistema de salud pública y la protección social en general, pero que en lugar de colaborar obstaculizan el desarrollo de las políticas que enfrentan a la pandemia; y quienes en este nuevo tiempo nos vemos urgidos a colaborar con la atención de los desmanes que provoca el virus, pero que a la vez definimos políticamente –más allá de la pandemia– nuestra intención de trabajar por la concreción de un Estado redistributivo, capaz de generar nuevas relaciones con la sociedad.

 

Incertidumbres, pero también certezas

De cualquier modo, lo seguro es que habrá un tiempo de pospandemia, sin demasiado lugar para vaticinios exóticos, y que desde ya requiere, en cambio, pensar qué sociedad y qué Estado queremos y podemos, desde nuestros lugares, colaborar a construir. Cuando menciono “desde nuestros lugares”, me ubico en el campo de la intervención social, entendido como la conflictiva intersección de tres esferas de la vida social: los procesos de reproducción cotidiana de la existencia; los procesos estatales de distribución secundaria del ingreso –que siendo estatal, pero permea al conjunto de la sociedad–; y los sujetos que –dada su posición en el espacio social– tienen dificultades para afrontar la reproducción cotidiana de su existencia por sus propios medios (Aquín, 2013). Las dificultades no refieren solamente al orden económico o material, son también afectivas, de información, de capacitación y vinculares, entre otras.

Una segunda certeza radica en la derrota parcial del discurso de quienes, desde la vertiente neoliberal, vienen desacreditando la intervención estatal y reclamando un Estado mínimo, lo cual podría traducirse como un Estado que atienda exclusiva y activamente a las necesidades del capital, pregonando, para el resto de las necesidades, las supuestas virtudes del mérito y del emprendedurismo. Pero no se trata solo de una prédica, sino de una práctica consistente que ha afectado la vida de la ciudadanía en distintos tramos históricos desde 1976, siendo el período comprendido entre 2015 y 2019 –además del más reciente– el que mayor daño ha producido en términos económicos y simbólicos. En este último aspecto, el gobierno de Cambiemos desarrolló un intenso salvajismo discursivo (Guimenez, 2018) cuyos ejemplos abundan y que –desconociendo los contextos de desigualdad– define a quienes requieren la protección del Estado como sujetos incapaces, impotentes y atrasados, sospechados de apropiarse indebidamente de los recursos socialmente disponibles. De modo que el gobierno en curso se enfrentó a poco de asumir con la pandemia, pero también con un escenario de alta regresión en materia de políticas sociales, producto de la clausura de inversiones en programas dirigidos a la protección social, pero también de la prédica incesante en torno al viejo prejuicio de “pobres merecedoras o merecedores”, quienes para llegar a ser considerados como tales deben aceptar someterse a una serie de prácticas de escudriñamiento y control que los acredite como tales. Hablamos entonces de derrota parcial de la prédica neoliberal, porque si bien reverdece la demanda de un Estado interventor, se mantiene de manera persistente la idea del merecimiento, que supone un conjunto de operaciones por las cuales los sujetos deben presentar un sinnúmero de pruebas para ser tratados como pobres y acreditar su aptitud para hacerse acreedores de alguna transferencia estatal.

La tercera certeza es que al mercado no le interesa la vida de las personas. Son los Estados la única institución con que han contado y cuentan las personas –en todo el mundo– para afrontar la situación que se atraviesa. Al decir de García Linera (2020), los Estados son las únicas instituciones que han tenido la fuerza moral, cultural y organizativa para improvisar medidas de protección o reforzar antiguas medidas.

Volviendo al campo de la intervención social –campo privilegiado en el que se dirime la “cuestión social”–,[1] es necesario destacar el protagonismo que en él tienen las políticas sociales, a punto tal que “si uno no conoce un país y quiere indagar qué tipo de sociedad lo constituye, puede hacerse una rápida idea de ello analizando la configuración institucional de las políticas sociales. Éstas muestran el grado de integración de una sociedad, en la medida que expresan el grado de reconocimiento de las necesidades de sus miembros, es decir, qué tipo de necesidades se reconocen como válidas, tanto cualitativa como cuantitativamente, quiénes son los merecedores de las políticas y en calidad de qué se definen, si como derechos o como asistencia” (Guimenez, 2017: 166).

Tanto las políticas sociales como el tipo de Estado y de sociedad en que se inscriben, tienen un carácter construido, conflictivo y procesual. De ahí que las propuestas que se hagan en torno a ellas requieren reconocer el modo como se produce la lucha por las necesidades (Fraser, 1991) al interior del campo de intervención social. Tal lucha adquiere expresiones diversas, heterogéneas e inéditas, conforme al estado de la correlación de fuerzas. En los tiempos que atravesamos, la nueva e incierta realidad en relación a las necesidades sociales y a sus modalidades de resolución tiene, al menos, dos efectos inmediatos: por un lado, torna visible –y a la vez amplía– la profundidad de las desigualdades; y por otro, empuja a revisar las lentes teóricas y políticas con que hemos venido mirando la realidad.

Las tres características de las políticas sociales que hemos señalado –su carácter construido, conflictivo y procesual– se hacen patentes en estos tiempos de profunda modificación de la economía, de los vínculos interpersonales, de las necesidades mismas y de los modos de subjetivación; y asimismo, del estado del campo de la intervención social, que se constituye como espacio privilegiado de la relación Estado-sociedad y lugar de convergencia de quienes, a partir de una u otra visión de las divisiones, constituyen un conglomerado de discriminaciones hacia víctimas diversas. Así lo plantea Santos (2020) cuando nombra a trabajadoras y trabajadores informales, mujeres, vendedoras y vendedores ambulantes, personas sin techo, ancianas, ancianos, entre otras posiciones de sujeto que resultan de la conjunción de capitalismo, colonialismo y racismo. Es esta población la que, por sufrir las asimetrías que desencadena la desigualdad, es protagonista a la vez que destinataria de la herramienta fundamental a través de la cual el Estado se vincula con ella: nos referimos a las políticas sociales.

 

¿Estamos mal pero vamos bien?

Excede los objetivos de este artículo una enumeración de las políticas sociales vigentes desde la asunción del Frente de Todos, y particularmente al desencadenarse la pandemia. Basta para tomar conocimiento, ingresar a las páginas correspondientes.[2]

Decíamos que el contexto político y las medidas que se adoptan van cambiando, según la dirección que toman los Estados, la coyuntura social y la capacidad de demanda de los distintos sectores. Pero también sabemos que las huellas que cada proceso social imprime en el territorio y en el ambiente se perpetúan más allá de su propia existencia. En este sentido, interesa destacar que el actual gobierno ha iniciado, con las limitaciones que impone la prioridad de atención a la situación sanitaria, un lento giro hacia políticas y programas contracíclicos que otorgan a las políticas sociales vigentes un rasgo de progresividad, aunque se trata de una progresividad incipiente y parcial que requiere para su concreción una transformación también progresiva del sistema tributario. Al mismo tiempo, en el plano de las representaciones sociales, esta incipiente tendencia redistributiva empuja para que adquieran fuerza y legitimidad algunas ideas que venían siendo consideradas como marginales –no pagar la deuda externa– o populistas –en su acepción peyorativa: desmercantilizar la salud, demandar que paguen impuestos quienes más tienen.

Podría conjeturarse, por tanto, que están dadas las condiciones para la constitución de una suerte de nuevo sentido común, fragmentario, quizá temporario, quizá no puesto en palabras, o puesto en palabras propias del sentido común. A modo de ejemplo: ¿quién podría hoy sostener la necesidad de privatizar el sistema de salud? ¿Quién sustentaría una posición que propicie reducir el presupuesto destinado a Ciencia y Técnica? Otro ejemplo: una buena porción de nuestra población se pregunta qué hubiera sido de nosotros y nosotras si la pandemia se desataba durante el gobierno de Cambiemos.

Asoma en el horizonte cierto acuerdo en cuanto a que el neoliberalismo no tiene respuesta a lo que estamos viviendo o, mejor dicho: su respuesta es que mueran quienes deban morir, para avanzar con la dinámica y las exigencias propias del mercado. De ahí que es notable en nuestro país –y no solo aquí– que la única política que son capaces de desarrollar las fuerzas que adscriben al neoliberalismo consiste en insistir con el funcionamiento pleno del mercado, sin restricciones, aún a costa de la vida humana y, de manera concomitante, en criticar desde todos los ángulos –algunos de ellos irrisorios– cualquier intervención estatal. Hoy no hay espacio –o si lo hay es escaso– para consignas privatistas, pero ese espacio puede ampliarse en cualquier momento, a menos que seamos consistentes –conceptual y prácticamente– con la consigna que propone: neoliberalismo nunca más.

De manera que a la pregunta del subtítulo podríamos responder diciendo que podremos “ir bien” si interventoras e interventores sociales y políticos que trabajan en la construcción de mayor simetría en las posibilidades de ser, se proponen consolidar algunos contenidos hoy débilmente presentes en el seno de la sociedad. En esta perspectiva, las políticas sociales juegan un papel de gran relevancia y encarnan en sujetos concretos que tienen una autonomía relativa para definir su direccionalidad y condicionar los efectos que tales políticas imprimen en la subjetividad.

Es precisamente reconociendo esa autonomía relativa que me interesa retomar algunos conceptos que resultan fructíferos desde el punto de vista de las intervenciones socio-políticas. En primer lugar, es interesante la denominación que Bourdieu (1999) ha elegido para las y los agentes que desarrollan políticas sociales: “la mano izquierda del Estado”, designando así a quienes centran su lucha en la recuperación de las conquistas sociales perdidas y en el intento de nuevas conquistas, y que libran su contienda contra la “mano derecha”, cuyo objetivo es la retracción del Estado y su reconfiguración conforme a los intereses de las minorías privilegiadas. “Se comprende que los pequeños funcionarios, y entre ellos muy especialmente los encargados de cumplir las funciones llamadas ‘sociales’ –es de compensar, sin disponer de todos los medios necesarios, los efectos y las carencias más intolerables de la lógica de mercado, policías y magistrados subalternos, asistentes sociales, educadores e incluso, cada vez más, maestros y profesores– tengan la sensación de ser abandonados, si no desautorizados, en sus esfuerzos por afrontar la miseria material y moral que es la única consecuencia cierta de la real politik económicamente legitimada. Todos ellos viven las contradicciones de un Estado cuya mano derecha ya no sabe o –aún peor– ya no quiere lo que hace la mano izquierda, en la forma de ‘dobles vínculos’ cada vez más dolorosos: ¿cómo no ver, por ejemplo, que la exaltación del rendimiento, la productividad, la competitividad o –más simplemente– de la ganancia tiende a arruinar el fundamento mismo de funciones que no existen sin un cierto desinterés profesional asociado, muy a menudo, con la dedicación militante?” (Bourdieu 1999: 163).

En segundo lugar, y por la autonomía relativa a que hicimos referencia, las y los agentes que implementan políticas sociales no son meros operadores u operadoras terminales, sino que desarrollan una mediación activa. Ello implica que es necesario considerar no solo las condiciones objetivas en que desarrollan su tarea, sino también sus posicionamientos subjetivos, los cuales definen límites y habilitan posibilidades. De ahí que resulte importante poner atención a lo que Else Øyen (citada por Álvarez Leguizamón, 2005) designa como perpetradores de producción de la pobreza –pero que podría extenderse a otras desigualdades– que se ubican en niveles más micro, y que pueden ser individuos, grupos, instituciones e incluso prácticas. Junto a estos procesos existen otros que no son de tipo material, pero que también producen y reproducen la dominación: se trata de los sistemas discursivos, las representaciones sociales, ciertas cosmovisiones que naturalizan las relaciones sociales, económicas y culturales vigentes. En ocasiones, estas operaciones, prácticas y sistemas perceptivos generan distinciones que asignan atributos a las personas dentro de ciertos esquemas de jerarquías, y que terminan siendo percibidas como “normales”. De modo que la intervención de las y los agentes sociales y políticos, tanto en la esfera público-estatal como público-societal, es orientada por las políticas sociales que, tanto en su intencionalidad como en el mecanismo de construcción, están condicionadas por el tipo de Estado, el modelo de desarrollo y las visiones de sujeto y de sociedad que desde estos modelos se plantea. Pero también por los modos concretos de percepción, conocimiento y asunción de estos modelos y de las demandas públicas por parte de quienes implementan las políticas, y que sostienen determinadas posiciones y disposiciones frente a tales políticas. Por lo que –en términos weberianos– quienes implementan y encarnan los objetivos de las políticas sociales también están “condenados a elegir”. Ello es así porque están en posición de otorgar un lenguaje y un significado a las necesidades, de interpretarlas, de construir un discurso sobre las mismas y de propiciar –o no– la distribución de satisfactores, de definir –o no– una perspectiva de derechos en su intervención, de mantener el viejo principio del merecimiento o de abrir caminos hacia una sociedad más justa. Dado que el Estado define los lineamientos y objetivos de las políticas sociales, son sus agentes quienes –a nivel público-estatal o público-societal– facilitan u obstaculizan el encuentro de los sujetos con los objetos de su necesidad, y quienes propician interpretaciones que naturalizan o que cuestionan la desigualdad.

En tercer lugar, resulta potente –para comprender el carácter conflictual de la sociedad toda y de las políticas sociales en particular, y asimismo los requerimientos de un proceso de politización de las necesidades (Fraser, 1991)– la distinción que realiza Mouffe (2007) entre lo político y la política. Mouffe propone entender a lo político como el modo en que una sociedad se instituye a sí misma, y a la política como el conjunto de prácticas e instituciones tendientes a la creación de un determinado orden, y a la organización de la convivencia humana en el marco de la conflictividad derivada de lo político. En esta línea, el antagonismo es constitutivo de lo político, por lo que cualquier oposición, si alcanza la fuerza suficiente para agrupar a los seres humanos, puede terminar expresándose en términos de amigo-enemigo, adquiriendo entonces un carácter político. De manera que el antagonismo es condición necesaria para que una situación se politice. Hanna Pirkin (citada por Mouffe, 2007) lo explica diciendo que “en ausencia de aspiraciones rivales y de intereses en conflicto, un tema nunca entra en el dominio político; no hace falta tomar ninguna decisión política. Pero para que la colectividad política –el nosotros– actúe, es preciso resolver esas constantes aspiraciones rivales y esos intereses continuamente en conflicto, y resolverlos de tal manera que se siga preservando la colectividad”. Esta perspectiva teórica resulta relevante, sobre todo teniendo en cuenta que interventoras e interventores sociales y políticos tienen inserción, tanto en el ámbito de lo que Mouffe denomina la política como de lo político, y que otros autores designan como público-estatal y público-societal. Diferenciar ambos espacios permite a la vez establecer mejores articulaciones entre ellos.

En cuarto lugar, apelamos a García Linera (2020), quien propone dos coordenadas para pensar el Estado: su dimensión monopólica y su dimensión comunitaria, con predominio de una u otra de estas dimensiones según el estado de la relación de fuerzas. La dimensión monopólica concentra a las fuerzas de la derecha, que pugnan por la radicalización de la concentración y el debilitamiento de la distribución, de modo que los bienes –por definición comunes– se transfieran cada vez más al capital concentrado. La dimensión comunitaria, en cambio, además de afirmar que los bienes son comunes, propicia una mayor participación del Estado en la economía, mayor inversión social y más derechos sociales, todo ello en detrimento de la dimensión monopólica. Es lo que García Linera llama democracia plebeya, que se sustenta sobre los pilares de lo común y de lo igualitario. Entiendo que por estos tiempos no puede hablarse de que una de las dos narrativas sea dominante, pero sí está debilitado el discurso conservador –cuyo “ruido” no se corresponde con su eficacia política. La derecha actual conforma redes y movimientos que encuentran en ocasiones apoyo de manifestaciones cada vez menos concurridas, de sectores medios urbanos históricamente refractarios al peronismo, a los que Torre (2003) ha denominado “los huérfanos de la política de partidos, y que ocupan el espacio público con demandas confusas y desarticuladas”. Ahora bien, tal debilitamiento no ha llegado para quedarse: por el contrario, es necesario un trabajo permanente desde distintos espacios y posiciones, si es que apostamos a la constitución de una estatalidad favorable a las mayorías populares. De cualquier manera, se trata de un buen momento para demandar por mayor presencia del Estado, por políticas proteccionistas, con especial énfasis en las de cuidado. Entre ellas, el proceso de vacunación masiva y en corto tiempo para atemperar los efectos de la COVID-19 es un valioso ejemplo que merecerá un estudio minucioso en tiempos futuros, en relación a su carácter igualador.

 

Síntesis y propuesta

La lucha por las necesidades –y por su interpretación– implica procesos continuos, conflictivos, negociados y socialmente construidos que develan las tensiones y contradicciones que se producen, y que tienen efectos en el modo y la calidad de la atención de necesidades de poblaciones específicas. Se trata de procesos de confrontación y negociación que cristalizan en políticas sociales, que por ello mismo pueden ser consideradas como expresión de relaciones de fuerza en los procesos de lucha por las necesidades, en tanto pueden considerarse como una forma particular de vínculos sociales entre las instituciones que facilitan –o restringen– el acceso a bienes y servicios necesarios para asegurar la reproducción social.

Las políticas sociales se materializan en instituciones en cuyo seno se libran importantes batallas: por la regulación y distribución del derecho a la palabra; por la determinación de los sistemas de producción de la palabra; por la definición de los espacios compartimentados de saber; y por el establecimiento de los límites y las posibilidades de circulación y consumo de la palabra. En su seno se gestan las narraciones sociales de la realidad y sus supuestos, construcciones activas que no solo comunican, sino que conforman la realidad, en tanto generan matrices sociales dentro de las cuales adquieren sentido y sustento formas de comprender, de hacer, de omitir, de conocer y de actuar (Ricoeur, 2003).

Pensando los tiempos de pospandemia, entiendo que el Estado será fuerte, pero no está asegurado si se fortalecerá su dimensión monopólica o su dimensión comunitaria. La batalla que se viene se dará fundamentalmente –aunque no de modo exclusivo– en el seno del Estado. Es en este marco que debe leerse la importancia de las elecciones de medio término.

En los próximos tiempos, deberán mantenerse y profundizarse las políticas sociales contracíclicas que regulen las asimetrías profundizadas por dos fenómenos perjudiciales: los últimos cuatro años de neoliberalismo y la pandemia. Pero, además, las políticas sociales deben intentar ser un instrumento no solo distributivo, sino también democratizador. Esto es trabajar en pro del fortalecimiento de la dimensión comunitaria del Estado, empujar desde el seno mismo de la sociedad, interactuando con el gobierno si éste es progresista o nacional-popular –como quiera llamársele. La mayor o menor fortaleza de este tipo de gobiernos depende de la capacidad organizativa de las fuerzas societales: ese espacio que hemos llamado lo político. Sin este intercambio, ningún proceso distributivo y democratizador resulta sustantivo y sustentable. La consigna “nadie se salva solo”, o sola, debe encarnar en prácticas colectivas que propicien la formación y el fortalecimiento de lo comunitario. Por lo tanto, la solidez de las prácticas y las representaciones que consoliden la idea de bienes comunes produce mayores posibilidades redistributivas y democratizadoras.

Siendo adecuado en los momentos que vivimos enfatizar en las políticas de cuidado, es deseable, mirando hacia la pospandemia, trabajar hacia la diversificación de las voces que interpretan las necesidades y que están dispuestas a otorgarles legitimidad; caminar hacia la constitución de una nueva estatalidad, capaz de poner nuevas estrategias y nuevas palabras allí donde se presentan nuevas situaciones. Este no es un problema instrumental, sino fundamentalmente político, en el que habita la necesidad de eficacia en la prestación de servicios, pero también la capacidad de resolver los conflictos en pro de las mayorías, propiciando la desmercantilización de los servicios, de modo de generar posibilidades a través de las cuales la población pueda ganarse la vida sin depender directamente del mercado; y ampliando el campo de los derechos sociales, tanto en titularidades como en provisiones. A propósito de estos conceptos, Dahrendorf (1993) designa como titularidad al conjunto de derechos reconocidos, es decir, aquel conjunto de bienes cuya demanda y acceso están legitimados; y define como provisión a los bienes tanto materiales como no materiales sobre los que se ejerce dicha titularidad. La ampliación de derechos sociales se expresa a través de la transferencia de bienes –monetarios o de otra índole– a la población más desfavorecida.

En todo lo posible, las prestaciones sociales requieren su universalización. Tal como se hizo en su momento con la Asignación Universal por Hijo y con la cobertura por jubilación, resulta necesario crear las condiciones necesarias para la implementación de un ingreso básico ciudadano. El desarrollo de las políticas sociales en tiempos de pospandemia exige un trabajo de reconocimiento y habilitación para el ejercicio de derechos socioculturales, y para instituir un nuevo sentido común, favorable a las políticas democratizadoras y de igualación.

Para finalizar, lo planteado hasta aquí pretende enfatizar que las políticas sociales son mediadas por agentes concretos que intervienen en instituciones estatales formales, pero también en los territorios y en las organizaciones sociales donde se gestan y se procesan las demandas. En estos espacios, quienes implementan las políticas manejan un poder que las y los aleja de la idea de operadores terminales, en tanto pueden perpetuar o interpelar la pobreza, el racismo, la colonización de la subjetividad, el patriarcado, la injusticia, la aporofobia. En estas perpetuaciones o interpelaciones se juegan tanto la dimensión distributiva como la dimensión democratizadora de las políticas sociales, y también la dimensión cultural, en la que intervienen los sistemas perceptivos y discursivos. De manera que no hay demasiados atajos que nos eximan de nuestra responsabilidad por lo que hacemos y por lo que dejamos de hacer, de nuestra “condena” a elegir.

En el camino ineludible de elegir, propongo definirnos –aun reconociendo el conjunto de condicionantes que rodean a la implementación de las políticas sociales– por una mediación activa orientada hacia la dimensión comunitaria del Estado, reponiendo y garantizando derechos, ampliando el acceso a la información y a la participación. En definitiva –y parafraseando a Diego Tatián (Página 12, 15-9-2014)– pensar y actuar las políticas sociales como un trabajo colectivo orientado a disminuir privilegios en favor de la ampliación de derechos, y a una sostenida producción de igualdad –que es, por definición, inagotable– colaborando de este modo a dotar de realidad a las libertades, que de otro modo no lo serían, o lo serían para unos pocos.

 

Referencias bibliográficas

Agamben G (2020): ¿En qué punto estamos? La epidemia como política. Buenos Aires, Adriana Hidalgo.

Álvarez Leguizamón S, compiladora (2005): Trabajo y producción de la pobreza en Latinoamérica y el Caribe. Estructuras, discursos y actores. Buenos Aires, CLACSO.

Aquín N (2013): “Intervención social, distribución y reconocimiento en el postneoliberalismo”. Debate Público, 5.

Bourdieu P (1999): Contrafuegos. Barcelona, Anagrama.

Castel R (1995): Las metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado. Buenos Aires, Paidós.

Dahrendorf R (1993): El conflicto social moderno. Madrid, Unión.

Fraser N (1991): “La lucha por las necesidades. Esbozo de una teoría crítica socialista-feminista de la cultura política del capitalismo tardío”. Debate Feminista, 3. México.

García Linera A (2020): El Estado postcoronavirus: entre la protección proveedora y el autoritarismo patrimonializado. https://youtu.be/yog-djvMWX8.

Guimenez S (2018): “Salvajismo discursivo y desciudadanización de las políticas sociales”. Bordes, 1 (3).

Han BCh (2020): La desaparición de los rituales. Barcelona, Herder.

Mouffe C (2007): En torno a lo político. Buenos Aires, FCE.

Ricœur P (2003): El conflicto de las interpretaciones: Ensayos de hermenéutica. Buenos Aires, FCE.

Santos B de S (2020): La cruel pedagogía del virus. Buenos Aires, CLACSO.

Torre JC (2003): “Los huérfanos de la política de partidos. Sobre los alcances y la naturaleza de la crisis de representación partidaria”. Desarrollo Económico, 168.

Zizek S (2020): Pandemia. Barcelona, Anagrama.

 

Nora Aquín es investigadora de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba.

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[1] Entendida como “la aporía fundamental en la cual la sociedad experimenta el enigma de su cohesión y trata de conjurar el riesgo de su fractura” (Castel, 1995: 20).

[2] Puede consultarse la página del Consejo Nacional de Coordinación de Políticas Sociales: https://www.argentina.gob.ar/politicassociales o del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación: https://www.argentina.gob.ar/desarrollosocial.

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