Peronismo y trabajo

El peronismo, en palabras de su líder y en su Constitución –la de 1949–, deja las cosas bien en claro: “En nuestro tiempo, gobernar es crear trabajo”; “Cómo puede explicarse que en un país en que está todo por hacer haya 800.000 personas que no pueden trabajar”; “No existe para el peronismo más que una sola clase de hombres: los que trabajan”; “En la Nueva Argentina, el trabajo es un derecho que crea la dignidad del hombre y es un deber, porque es justo que cada uno produzca por lo menos lo que consume”; “El trabajo es el medio indispensable para satisfacer las necesidades espirituales y materiales del individuo y de la comunidad, la causa de todas las conquistas de la civilización y el fundamento de la prosperidad general”. En resumen, el trabajo es el ordenador social por excelencia legitimado por el pueblo argentino y es, también, la forma de satisfacer nuestras necesidades, además de ser la causa de la prosperidad general. El trabajo es un derecho que el Estado debe garantizar, asegurando la posibilidad a cada argentino y cada argentina en edad de trabajar el goce de la salud necesaria para poder ejercerlo.

Sin embargo, en un país donde millones no tienen vivienda propia, y donde esos millones no acceden a servicios básicos, ni a vestimenta adecuada, ni a educación y salud de calidad, donde no comen lo suficiente en cantidad y calidad, donde no acceden a conocimientos, y donde la ciencia y la técnica no están a su servicio, nos damos el lujo de tener cientos de miles de familias viviendo de la recolección y el reciclado de desperdicios; decenas de miles de repartidores y repartidoras en bicicleta y moto; decenas de miles de barrenderos y pintadores de cordones conchabados en municipios; decenas de miles de guardias en garitas de seguridad privada; decenas de miles de becarios universitarios y para finalización de estudios secundarios sin contraprestación productiva; cientos de miles de desocupados; y cientos de miles de sub25 apodados “ni ni” –no estudian ni trabajan.[1] Todo trabajo es digno en cuanto es el modo legitimado por nuestra sociedad para proveerse de un ingreso. Lo que aquí se señala es que el nivel de productividad de millones de nuestros compatriotas está por debajo de su potencial posible. En el otro extremo, tenemos cientos de profesionales universitarios emigrando anualmente por falta de oportunidades. De más está decir que hay tierra improductiva de sobra, sumada a una considerable capacidad instalada ociosa en lugares donde menos lo esperamos.

Algunas y algunos dirigentes políticos y sociales aciertan en el diagnóstico, pero equivocan –a juicio de quien escribe– las líneas de acción posibles. Aseveran que terminó el tiempo del pleno empleo, como resultado del avance de las TICs y de la ciencia y la tecnología en la producción de bienes. Ello es cierto, pero solo en parte. Es cierto en el sistema económico actual, con las reglas actuales, donde los jugadores de este gran juego social aceptan el rol asignado y los límites que les han sido impuestos. En absoluto se está planteando aquí la necesidad de realizar una revolución que cambie el actual sistema capitalista que ordena las relaciones económicas y sociales a nivel mundial. Pero estamos muy lejos de la frontera de posibilidad que ofrece el Estado en todos sus niveles como herramienta operativa para transformar la realidad. No obstante, la mayoría de los funcionarios tienen miedo de hacer uso del Estado para movilizar recursos y mano de obra para satisfacer las necesidades básicas insatisfechas de nuestra población.

El movimiento nacional y popular y toda su militancia terminaron haciendo propias las argumentaciones falaces del liberalismo y de la derecha: “el Estado es ineficiente”, o “eso no se hace o no se ve en ningún lugar del mundo”, son frases que suelen ser invocadas por la derecha y repetidas por funcionarios y militantes de todo el arco político. Lo cierto es que cuando los noruegos descubrieron que tenían petróleo en el mar del norte a fines de los 60 decidieron que el Estado debía explotarlo; decidieron también que crearían un fondo soberano de inversión con esos recursos que es hoy uno de los mayores del mundo; y decidieron que esos fondos debían invertirse en acciones de diversos tipos de empresas en diversos lugares del mundo, bajo ciertas reglas y en función de determinados principios y valores que consideran importantes. Resulta difícil imaginar a los noruegos cediendo a la argumentación liberal y liquidando o privatizando la gestión de su fondo soberano de inversión porque alguien les dice que ningún otro país lo tiene.

Los pueblos políticamente soberanos y económicamente independientes que persiguen la justicia social encuentran las soluciones a sus problemas que más se adecuan a su idiosincrasia, haciendo uso de los recursos que tienen a mano. Cabría preguntarse en este punto si es de falta de conocimientos el problema que tienen los argentinos y las argentinas para satisfacer las necesidades de una parte importante de su población mediante la organización de los diferentes medios de producción. Claramente no. Construcción de viviendas y de infraestructura básica; producción de alimentos básicos y elaborados; confección de vestimenta; producción de bienes de base mecánica, electromecánica y electrónica; producción de herramientas manuales y herramientas eléctricas básicas; producción de vehículos sencillos; producción de muebles y accesorios en madera y hierro… por solo mencionar algunos ejemplos, son conocimientos que se aprenden en escuelas técnicas y agrotécnicas a lo largo y a lo ancho de nuestro país.

No obstante, nuestra dirigencia, la que pretende –aunque más no sea en lo discursivo– propender a que nuestra sociedad alcance mayores niveles de desarrollo y de equidad, se recuesta mayoritariamente sobre discursos y políticas liberales y ofertistas. Hoy las políticas públicas –salvo raras excepciones– no salen de repartir créditos, subsidios, becas y financiamiento directo, dar cursos de capacitación y dejar que millones de actores se disputen el acceso y el uso de esos “beneficios” en el mercado, donde siempre ganan más los mismos de siempre. El viejo Estado empresario –que podía extraer carbón de Río Turbio, llevarlo por tren al océano Atlántico y cargarlo en barcos, al tiempo que extraía hierro en Sierra Grande, que también cargaba en barcos, y con ambas materias primas abastecían en San Nicolás a nuestra gran acería SOMISA, para luego abastecer a una parte considerable de nuestra industria liviana y pesada– todavía existe. El mismo Estado que construía barcos, locomotoras, coches ferroviarios y vagones de carga, que laminaba chapa naval y rieles ferroviarios, que construía aviones, autos, motos y maquinarias diversas y complejas, hoy sobrevive en grandes empresas del Estado como TANDANOR, ARS, la fábrica militar de aviones de Córdoba, el complejo de fabricaciones militares, así como en INVAP, pero también en miles de pymes industriales que eran –y algunas aún hoy son– parte de las cadenas de suministros de las grandes empresas mencionadas.

Debemos recuperar el Estado empresario eficiente, complejo, moderno y desarrollado, como motor de la industria y el desarrollo nacional, y que traccione a un conjunto considerable de empresas nacionales, contribuyendo a complejizar nuestra matriz productiva bajo la premisa incuestionable de generar trabajo. Debemos generar o construir nuevos mecanismos por los cuales todo el conocimiento generado por nuestros científicos, científicas y profesionales, tanto en universidades como en centros de investigación, esté puesto al servicio del desarrollo nacional y la generación de empleo. Debemos comenzar a revertir la ciega transferencia tecnológica y cognitiva que limita nuestras posibilidades, porque volcamos parte considerable de nuestros recursos tecnológicos a necesidades que no son las nuestras. Y, por último, debemos utilizar el Estado para conectar recursos humanos, materiales, infraestructurales y tecnológicos para propender al aumento de nuestros niveles de desarrollo.

Esto no implica abolir los mecanismos de ordenamiento socioeconómico que el mercado tan bien gestiona. Pero es tan ingenuo como infantil esperar que el mercado todo lo resuelva. El mercado no gestiona ni distribuye recursos por equidad o por justicia, ni resuelve cuestiones geoestratégicas, ni genera empleo sin lucro. En un país donde cada vez tenemos más concentración de recursos al tiempo que tenemos más excluidos, es obsceno –cuando no criminal– esperar a que el mercado incluya y genere todo el trabajo necesario “dando las señales adecuadas” y “ordenando la macro”.

El modelo económico impuesto en la post dictadura cívico militar genocida se construyó sobre un sentido común erigido sobre ideas de rechazo a la industria nacional y aceptación de una ineficiencia natural del Estado, que fue lo que permitió que la sociedad argentina tolere el latrocinio perpetrado en los 90. Es hora de hacernos cargo del error cometido y llevar a la práctica el viejo apotegma: “tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea necesario”. Hoy, claramente, necesitamos más y mejor Estado.

[1] Esta caracterización culpabiliza a las víctimas: son aquellos y aquellas a quienes la sociedad no les da la posibilidad de un trabajo, ni perspectivas de futuro.

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