Los ciclos del endeudamiento argentino

Sintéticamente, el endeudamiento argentino tiene dos ciclos largos.[1] Uno de ellos tuvo nada menos que 124 años: arrancó con la Baring en 1823-1824 y terminó en 1947 con la cancelación final de toda la deuda, salvo alguna que no correspondía, muy menor, con Italia, y que el país no podía pagar sin perder dinero. En el 47 se terminó de cancelar todo el sobreendeudamiento que acumuló nuestra generación fundacional de fin de siglo y tutti quanti. Fue un período muy gravoso para el país, sobre todo en los 30, cuando se sumó la crisis mundial a la obligación de pago de la deuda reestructurada. Pero antes, en 1890, el país sufrió una crisis enorme y muy costosa, de la que fueron necesarios quince años para salir.

El segundo ciclo de endeudamiento comenzó con la dictadura cívico-militar en 1976, y nosotros lo creíamos cerrado en lo sustancial con las reestructuraciones de 2005 y 2010.

Antes de desarrollar el tercer ciclo, brevemente quiero señalar una cuestión sobre la política y los ciclos largos de endeudamiento. Con pocas excepciones desde que el voto universal ha sido establecido, y por lo tanto desde que la democracia funciona, aunque con interrupciones, en forma más o menos plena los endeudadores han sido gobiernos autoritarios, de facto, para decirlo en términos generales. Y los pagadores han sido los gobiernos democráticos populares. Esta fue la constante histórica. En términos de funcionamiento sustancial de la democracia, la excepción habían sido los gobiernos de Menem y De la Rúa, que no se habían comportado en términos de deuda como gobiernos democráticos o populares. La otra excepción fueron los de gobierno de facto de la década de 1930, para ser ecuánimes para los dos lados. A mi juicio, la dictadura y los sucesivos gobiernos del “fraude patriótico” se comportaron irreprochablemente en términos de sostener los pagos soberanos para no causarle al país más desgracias que la que traía la crisis del 30 –que la superaron bien y no sobre-endeudaron el país.

En marzo de 2016, en una discusión al respecto en el Congreso Nacional, ya aparecía en el horizonte el inicio de un tercer ciclo largo de endeudamiento para la Nación Argentina, aunque aún no se oía eso claramente en las posiciones del gobierno de ese momento: decía claramente que endeudarnos era necesario para ir a los mercados. Pero en ese momento preguntábamos: ¿para qué endeudarnos? La cancelación del default marginal que quedaba era un instrumento para endeudarnos fuerte. La pregunta central en términos de política y de las puras finanzas públicas era para qué, qué envergadura de endeudamiento, qué límites y en qué condiciones. En el Congreso se hablaba de las garantías: son cosas importantes, porque hay que asegurar el funcionamiento pleno e irrestricto de las normas constitucionales al respecto. El Congreso es el responsable y no podía ser apurado o apretado por el Poder Ejecutivo para decidir sobre una cuestión de tamaña envergadura, considerando el contexto histórico. La responsabilidad del Congreso era discutir primero el arreglo que se le proponía, desentendiéndose de las condiciones de un juez de un país extranjero, que podía decidir en su marco sobre la deuda, pero no podía decidir que previamente el Congreso soberano argentino debía derogar dos leyes. Eso era inadmisible, tal como el plazo perentorio para pagar: se burlaban de la soberanía argentina, y en particular de las responsabilidades del Congreso nacional.

Obviamente, el para qué endeudarse debía tener una traducción presupuestaria muy concreta. Se hablaba de infraestructura, entonces eso tenía que haber sido introducido en el presupuesto con el trabajo previo del organismo nacional responsable de evaluar los proyectos de inversión, que tiene pautas para jerarquizar su importancia. A principios de 2016 se podía leer en los diarios que se estaban inventando en el aire programas de inversión, por ejemplo, el programa Belgrano. ¿Dónde estaban los proyectos? ¿Los estaba evaluando el organismo nacional encargado? ¿Iban a ir al presupuesto? ¿El Congreso lo iba a discutir? Recién ahí puede generar deuda externa. Ese es el modo racional para financiarnos. Además, el presupuesto es trienal cuando se lo hace bien. No basta con que estuvieran identificadas las obras que el gobierno estaba pensando para ese año, porque debería haber presentado las obras importantes con un horizonte trienal, como mínimo. Muchas podrían haber sido cuatrienales o quinquenales, y habrían desbordado el período de gobierno, y esta es una razón más para que el Congreso las viera.

¿Para qué nos íbamos a endeudar? Si el Congreso no controlaba esto, pasaría lo que se señaló aquí: iríamos a un encadenamiento descontrolado en que el endeudamiento no iba a tener aplicación eficaz ninguna, sería de corto plazo financiero, alimentaría la bicicleta y, lo que es peor, estimularía la fuga estructural de dinero ilegal que nuestro país sufría, como casi todos los países del mundo.

La estadística oficial del año 2012 del stock de plata negra argentina fuera del país era de 200.000 millones de dólares. En trabajos que hicimos en ese tiempo y contrastados con otros trabajos externos, nos daba el doble: 400.000 millones. Por ejemplo, para el año 2012, la suma de todas las vías de fuga nos dio cerca de 30.000 millones de dólares anuales. Aproximadamente la mitad era fuga financiera principalmente en cabeza de argentinos y argentinas, y la otra mitad en cabeza de multinacionales a través de precios de transferencia: las mentiras con préstamos, que no eran préstamos, sino equities, que daban lugar a la remisión de “utilidades”, que no eran utilidades, sino fuga de capitales.

¿Qué garantías había o se estaban tomando en 2016 para que en el nuevo ciclo de endeudamiento no se financiara –como ocurrió en el ciclo largo de 1976 a 2001– sustancialmente la fuga de dinero? Las curvas de endeudamiento externo y de fuga y acumulación de dinero negro fuera durante ese período dan paralelas. El incremento de la deuda externa había sido equivalente al proceso de fuga.

¿Qué garantías había de que esto no se iba a repetir? Lo que se estaba haciendo iba en una dirección equivocada: se desarmaron los controles, incluidos los que tenían que ver con el capital de corto plazo, con cuestiones elementales de regulación.

Se proclamaba la libertad financiera en un mundo que mostraba una brutal concentración de poder en una cúpula financiera. Según un trabajo publicado el año anterior –en 2015– por un respetado investigador francés, François Morin: La Hidra Mundial, el Oligopolio Bancario, el núcleo de esa cúpula estaba compuesto por 28 bancos: de los 400 bancos globales relevantes, 28 dominaban el negocio financiero, su conexión con el mundo real y los préstamos soberanos del mundo desarrollado. Tenían en sus manos a los estados del mundo desarrollado. Se trataba de un súper poder totalmente descontrolado que, según distintas opiniones, nos llevarían a la siguiente crisis global, para la que ya no hay reservas en los presupuestos públicos, ni siquiera en el “mundo desarrollado”. Si esa crisis sobreviene, se podría dar hasta la paradoja de que los bancos globales tengan que ser obligadamente nacionalizados a precio vil. Esperemos que no ocurra, porque sería costosísimo, pero podría así darse el fin de un sistema inconsistente. Esto era importante en términos estratégicos, porque la Argentina iba a emitir bonos y negociaría un endeudamiento de largo plazo, y en ese plazo se pueden verificar cambios de este tipo. Entonces, no era recomendable asumir deuda sin reflexionar sobre esto ni evaluar la situación del contexto.

Por ejemplo, en el proyecto que debatió el Congreso Nacional a principios de 2016 no se definía el monto definitivo de la deuda que definitivamente se acordaría con el total de los holdouts. No había en su texto nada –ni una ley sustancial sobre el pasado, sobre el presente o al menos una perspectiva sobre el futuro– que diera asidero a la propuesta, entendida como hay que entenderla: como la llave que abría el camino a una tercera fase de endeudamiento, que podría haber sido virtuosa en condiciones adecuadas.

No soy anti-deuda, sino que observo que sufrimos por falta de endeudamiento en los años previos a 2016, pero había que analizar ecuánimemente por qué ocurrió eso. Hubo dos partes: una parte acosada que prefirió no correr riesgos –nosotros, los argentinos y las argentinas– y una parte acosadora, ese sistema internacional que era expresión marginal de los buitres, que es feroz y se había comportado ferozmente.

Además, el ministro de ese momento hablaba de “quince años de default”. No fue así. Es un relato insostenible para criticar al gobierno anterior al macrismo. No habíamos tenido quince años de default. Sí tuvimos quince años de sustancial cumplimiento del grueso de nuestras deudas y algunos unos años previos a 2016 con amenaza permanente de default y de restricciones derivadas de la operación de esos agentes marginales por una porción marginal de la deuda. Esto es consecuencia de la existencia de un sistema internacional que es beneficioso para los bancos les, porque si no existiera –dicho sistema– las emisiones de bonos no estarían en cabeza de ellos.

Más allá de todo lo dicho, el proyecto que el Poder Ejecutivo envió al Congreso a principios de 2016 pretendía que éste otorgara incondicionadamente una cantidad de facultades que le son sustanciales y que hacían al resultado concreto de las operaciones que se autorizarían. El monto no estaba cerrado, y los protagonistas tampoco, con lo cual quedaban fuera algunos que podían seguir litigando y llevándonos luego a encerronas, pero peor aún, podían operar los litigios de los holdouts con los que sí se había acordado por deudas que no estaban colocadas en el paquete. No había restricción que limitara legalmente el litigio contra el Estado argentino a quienes recibirían los beneficios de una reestructuración tan conveniente.

Quiero dar un ejemplo final, el más vergonzoso de todos. Al país debería habérsele caído la cara de vergüenza de pagar la cuenta legal de NML. ¿Cómo íbamos a pagar esa cuenta? ¿El fallo de Griesa ordenaba que pagáramos las cuentas de todos? ¿Cómo íbamos a pagar los fondos propiciatorios para los jueces, los personajes de la política norteamericana que nos llevaron a esa encerrona de una justicia tan loca que sanciona como ha sancionado y que arrincona a un país como lo estaba arrinconando?

Y, por último, ¿cuál es la continuidad de los actos políticos del Estado de la Nación Argentina? ¿Íbamos a firmar ese proyecto después de haber obtenido en septiembre de 2015 en Naciones Unidas un triunfo tan importante para que en el futuro se reestructuraran las deudas soberanas sobre la base de principios que son contrarios a los que se aplicaron para el acuerdo propuesto por el macrismo? ¿Quiénes votaron en contra en las Naciones Unidas? Solo los países que son sede del oligopolio financiero mundial: Estados Unidos, Alemania e Inglaterra. Solamente ellos. Se trata de un puñado de países, más sus seguidores. Es un número mínimo.

 

Jorge Gaggero es licenciado en Economía Política (UBA), especialista en Finanzas, Política de Administración Tributaria y Regulación de Servicios Públicos, profesor en posgrado de Finanzas Públicas e Impuestos (UNLP, UNC, UNCu y UNCo, FLACSO y USAL). Fue investigador del CEFID-AR desde 2003 hasta que fue disuelto, en 2015.

 

[1] Fragmento de la exposición del autor en la reunión de las comisiones de Presupuesto y Hacienda y Finanzas de la Cámara de Diputados de la Nación, el 7 de marzo de 2016.

Share this content:

Deja una respuesta