Lo que la crisis global nos ha dejado

Según la narrativa del gobierno, la grave crisis que estamos viviendo parecería haber ocurrido de la nada. En las célebres palabras del presidente, “veníamos bien, pero pasaron cosas”. Es decir que los problemas actuales del país se deben en su totalidad a la coyuntura externa, que por definición es algo impredecible y que no podemos manejar.

Si bien es cierto que muy pocos economistas fueron capaces de entender cuáles eran los enormes riesgos que la política económica de Macri implicaba para el país, justamente a raíz de la coyuntura mundial, también es cierto que cuando asumió el actual gobierno ya había elementos que hacían predecible esta situación. De hecho, junto al amigo y politólogo Federico Rossi, el 13 de diciembre de 2015 –a dos días del comienzo del gobierno de Cambiemos– vaticinamos parte de esos graves riesgos en un artículo de prensa (“Síndrome de Estocolmo”, Página 12, 13-12-2015). Hoy podemos afirmar que acertamos el pronóstico. Cabe preguntarse entonces qué es lo que nos permitió prever que la estrategia económica de Cambiemos iba a fracasar, sobre todo si consideramos que la economía no es una ciencia exacta y que, por lo tanto, no se caracteriza por su capacidad predictiva.

La respuesta es muy sencilla: un análisis cuidadoso del escenario económico global de aquel entonces. Tan solo mirando los principales diarios económicos del hemisferio norte (Wall Street Journal, The Economist) durante los meses de noviembre y diciembre de 2015, vimos cómo 2016 se describía unívocamente como el año de la gran fuga (de capitales) desde los BRICS y los países emergentes, y también de la caída del Inversión Extranjera Directa en dichos mercados. Es decir, como el annus horribilis para el sur del mundo, después de un ciclo de crecimiento de una década y media.

La razón de semejantes pronósticos –que, vale aclarar, influencian enormemente el clima de negocios y las decisiones de inversiones de las empresas del “primer mundo”– tuvieron que ver por un lado con el deterioro de los términos de intercambio –a partir de la caída del precio del petróleo– y por otro lado con la parcial recuperación de las economías europea y estadounidense, que mostraban en ese entonces una creciente capacidad de generar empleo y una moderada alza de los precios, interrumpiendo un peligroso proceso de deflación. El efecto combinado de dichas tendencias habría determinado para 2016 el fin de la convergencia entre los PIB de los emergentes y aquellos de las economías del G7: un abrupto stop al proceso llamado de catching up.

En este sentido, vale la pena aclarar que las previsiones para América Latina eran todavía peores. En primer lugar, por la fuerte desaceleración de la economía china, uno de los principales mercados de destino de las exportaciones de Latinoamérica. En segundo lugar, por las repercusiones de la grave recesión brasileña y las fuertes dimensiones de la fuga de capitales que se habían manifestado ya a partir de octubre de 2015. Dadas las características asimétricas del regionalismo de América del Sur, esto era equivalente a afirmar que no solo no se preveían flujos de inversiones desde afuera la región, sino que ni siquiera estaban garantizados los niveles previos de inversiones internos a la región.

Sin embargo, en ningún análisis de la época se consideraban atentamente estos cruciales elementos ligados a la coyuntura externa. Desde el principio de la administración Macri se ha destacado un dato preocupante del debate político-económico argentino: tanto las decisiones del gobierno como sus principales críticas han sido evaluadas en base a un punto de vista estrictamente local y poco atento al escenario global, a pesar de que este último representaba y sigue representando una amenaza formidable para las economías regionales, su crecimiento y su nivel de fragilidad financiera. Al contrario, reconsiderando los debates locales a raíz del complicado escenario internacional es posible explicar muchos de los acaecimientos pasados y también especular sobre los posibles escenarios futuros.

A juicio de quien escribe, a unos diez años del crack bursátil de octubre de 2008 esto significa reflexionar sobre el impacto que la crisis tuvo sobre las economías capitalistas. Solo analizando cuidadosamente los cambios determinados por la crisis global será posible elegir las estrategias locales para el desarrollo argentino. Esta tarea es fundamental sobre todo para aquellas fuerzas políticas y sociales que se proponen revertir la crisis del país, evitando que la recesión se convierta en una larga declinación económica. Esquemáticamente, podemos dividir la última década en tres etapas: el miedo; la gran ilusión; y el desencanto.

En primer lugar, frente a la crisis y a la velocidad con la cual se propagó el contagio financiero, la reacción inicial ha sido de incredulidad y pánico. Cabe recordar que los años previos al crack de Wall Street se habían caracterizado por cierto dinamismo económico en el hemisferio norte. En las pantallas televisivas europeas se podían observar los faraónicos juegos olímpicos de Atenas de 2004 o la cara orgullosa de José Luis Zapatero vanagloriándose por el crecimiento español y anunciando, el 15 de enero de 2007, que “estamos seguros de que vamos a superar a Alemania y a Italia en renta per cápita de aquí a dos, tres años. Les vamos a coger”. Asimismo, en los EEUU el gobernador de la Reserva Federal Ted Bernanke anunciaba frente al Congreso, en el mes de febrero de 2007, que la economía norteamericana se encontraba bien y se encaminaba por un sendero de largo crecimiento. En semejante clima, la explosión de la burbuja financiera de Lehman Brothers representó un relámpago en un cielo sereno para la gran mayoría de los ciudadanos afectados. El miedo y el mareo de muchos permitieron popularizar una narrativa según la cual era necesario aceptar una larga serie de sacrificios para “expiar la culpa de haber vivido previamente por encima de nuestras posibilidades”. Empezaba así la etapa de la austeridad presupuestaria, cuya imagen más emblemática estaba representada por el desempleo y las convulsiones de las economías periféricas europeas, despectivamente rebautizadas PIGS (cerdos) por la prensa anglo-sajona.

Por otro lado, dicha etapa ha representado una oportunidad para muchos países emergentes, en particular los llamados BRICS, porque los capitales del centro se desplazaron hacia las periferias en búsqueda de rentabilidad, como consecuencia de la recesión y de la austeridad presupuestaria. No sorprende entonces que durante los años sucesivos a la crisis de 2008 muchos países periféricos se destacaran por sus excelentes performances económicas, ilusionándose con una rápida convergencia hacia las economías desarrolladas.

La profundidad y la brutalidad del ajuste, sin embargo, también despertaron una fuerte reacción popular en Europa alrededor del año 2011. En Grecia, sindicatos y partidos de izquierda protagonizaban una épica resistencia contra los recortes. En España el movimiento del 15-M, conocido como “los indignados”, lograba conquistar el centro del escenario político y mediático pidiendo el fin de la austeridad. Hasta en los EEUU los jóvenes defraudados por los préstamos universitarios daban vida al movimiento de Occupy Wall Street, cuyo objetivo polémico eran los financistas sin escrúpulos. Empezaba así la segunda etapa de la crisis, caracterizada por fuertes cuestionamientos al mundo financiero y a los excesos del capitalismo neoliberal. En el ámbito económico, el propio FMI protagonizaba una clamorosa autocrítica, admitiendo explícitamente haber subestimado los efectos recesivos de la austeridad, y muchos economistas se ilusionaban con la posibilidad de desplazar la teoría económica dominante, a raíz de sus falencias evidenciadas por la crisis.

Sin embargo, los cambios vaticinados durante esta etapa han sido meras ilusiones. El fuerte aumento del desempleo, factor debilitante para todo tipo de plataforma sindical y política reivindicativa, y la profunda fragmentación de los trabajadores producida por las numerosas reformas laborales implementadas durante estos años, han permitido vencer cualquier resistencia popular. Por otro lado, el miedo a perder los ahorros de toda una vida ha actuado como un fenomenal elemento de disciplina de los ciudadanos de los países desarrollados, que han terminado resignándose a una pérdida ininterrumpida de derechos sociales y laborales a cambio de la estabilización financiera y bancaria.

De esa forma, hemos llegado a la tercera y última etapa de la crisis, que sigue hasta la actualidad. Frente al fracaso de cualquier tipo de reforma en un sentido progresista de sus sociedades, los ciudadanos del hemisferio norte manifiestan su malestar votando candidatos que, lejos de constituir una alternativa política y económica, se presentan como enemigos del establishment político y financiero. Empezó de esa forma un ciclo de “venganzas electorales” con las cuales los ciudadanos punen a los partidos gobernantes votando personajes nefastos, cuya retórica, llena de odio y resentimiento, sin embargo logra interceptar el consenso de muchos. De esa forma, Trump ganaba la presidencia de EEUU, Inglaterra votaba a favor del Brexit, Marine Le Pen llegaba al balotaje francés enfrentándose a otro héroe de la anti política como Macron y, finalmente, una “Armata Brancaleone” formada por supremacistas blancos, anti-vacunistas y teóricos de la conspiración se apoderaba del gobierno italiano.

Para las fuerzas políticas de Argentina y América Latina que todavía se proponen como críticas de la agenda neoliberal es crucial entender que esta etapa conlleva unos riesgos enormes para el futuro de nuestro continente. En cambio, en demasiados casos se observa cierta simpatía hacia los nefastos personajes que protagonizan la política estadounidense y europea. Por lo general, dicha simpatía es motivada por el perfil anti-establishment de los flamantes gobiernos derechistas –en muchos casos definidos como “populistas” por la prensa–, por su abstracta crítica a las “oligarquías” internacionales y por el uso discursivo de categorías tales como “defensa del trabajo” e “industria nacional”. Sin embargo, lejos de representar el fin de la globalización –como vaticinaba García Linera en un artículo que tuvo mucha repercusión hace un par de años–, estos nuevos gobiernos encarnan el paradójico espíritu de los tiempos que vivimos: por un lado, una fuerte bronca popular por la trasformación regresiva de las sociedades impulsada por la crisis; por el otro, la profundización de aquellas características financieras y especulativas que habían llevado a la crisis. En vez de ser revertida, la financiarización se ha incrementado, como demuestra el crecimiento sin antecedentes de las bolsas estadounidenses y europeas. En vez de introducir controles de capitales, los flujos internacionales son cada vez más libres e intensos, determinando una creciente volatilidad financiera que ahora abarca también a los países periféricos. En nombre de Wall Street, la Reserva Federal sigue aumentando su tasa de interés, fomentando la fuga de capitales desde los países emergentes y determinando una continua apreciación del dólar, que impacta fuertemente sobre el pago de la deuda externa de los países periféricos. Como si esto fuera poco, en el ámbito comercial los países centrales reintroducen aranceles y medidas tarifarias para obstaculizar las exportaciones desde los países emergentes, afectando de esa forma sus reservas en dólares y por ende su solidez y su capacidad de reaccionar frente a las fluctuaciones económicas adversas.

De esa forma, desplazada del centro, la crisis reaparece ahora en los países periféricos, como demuestran los casos de Brasil, Turquía y, lamentablemente, Argentina. Asimismo, la calidad de las democracias –tanto centrales como periféricas– parece enfrentar una continua caída. En este sentido, la casi cierta elección de Bolsonaro en Brasil demuestra que América Latina no está inmune frente a ciertas degeneraciones antidemocráticas. Sobre todo si consideramos que la baja intensidad de nuestras instituciones hace que un presidente autoritario o directamente fascista tenga poderes casi ilimitados.

Este mundo “grande y terrible” es la complicada herencia que la crisis nos ha dejado: actuar inteligentemente para cambiarlo, dados los límites angostos que nos impone la coyuntura global, debe ser hoy la prioridad para todos nosotros. En cambio, ilusionarse con que, dado que “hay un caos absoluto bajo el cielo, la situación es excelente” podría representar un error trágico para las fuerzas populares, que nos conduciría a la paulatina marginalización, rumbo a la enésima década perdida.

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