La organización judicial que se heredó de la dictadura: familia judicial, persecución ideológica y resabios legales autoritarios

A 45 años del Golpe de Estado de 1976, y con miras a sumar más voluntades al pedido colectivo de Memoria, Verdad y Justicia, se realiza este artículo que expone vicios de aspectos jurídicos solapados desde el mismo Poder Judicial de la Nación. Ante todo, se debe señalar que la carrera judicial, entendida como espacio de formación y adiestramiento profesional de empleadas, empleados, funcionarias y funcionarios judiciales, existe de una manera muy particular en cuanto a la organización. En la investigación llevada a cabo por la antropóloga e investigadora del CONICET María J. Sarrabayrouse Oliveira, una cantidad notable de entrevistados y entrevistadas, pertenecientes al mundo judicial, describen cómo es y en qué consiste la carrera judicial, coincidiendo en que se trata de una serie bastante amplia de obstáculos, “toques”, contactos y ascensos por los que deberán pasar quienes pretendan llegar a jueces o juezas. Dificultades que insinúan, en la órbita de la Justicia, la certificación práctica de las “materias necesarias de aprobación”, las cuales permitirán avanzar de manera informal y eficaz en tal carrera.

En lo que respecta a la organización interna de los juzgados, estas dependencias tenían como primer escalón de la carrera judicial el cargo de meritorio o meritoria, puesto no remunerado y generalmente ocupado por estudiantes de derecho, aunque no fuese excluyente. Respecto al personal, quienes ocupaban los puestos más bajos eran las encargadas y los encargados de atender la Mesa de Entradas que recibían expedientes y distintos oficios, atendían a abogadas y abogados y al público en general. Los cargos más altos desarrollaban sus tareas en el interior del juzgado, “llevando” los expedientes.

Otro tema relevante es la delegación de funciones. Su fundamento se sostiene en la confianza que las y los “superiores” –juezas, jueces, secretarias y secretarios– depositan en sus “inferiores” –empleados y empleadas– funcionando como elemento que otorga responsabilidad, reconocimiento y la percepción –por parte de quien asumió la delegación– de poseer un importante protagonismo en el funcionamiento del juzgado. Las empleadas y los empleados pasan a ser dueños virtuales de los expedientes y, en los puntos claves de las relaciones del juzgado, un contacto clave con el afuera judicial.

En el terreno de los funcionarios y las funcionarias judiciales, el puesto inmediatamente superior era el de secretario o secretaria, que ocupaba un lugar fundamental en la organización y el funcionamiento de los juzgados, pretendiéndose siempre que fuesen personas de estrecha confianza de las magistradas y los magistrados. La mayoría de quienes ocupaban estos cargos habían hecho la carrera judicial “desde abajo”, pero, para ser designados, era necesario que tuviesen un mayor acercamiento con la o el titular de la dependencia judicial, ya que el nombramiento dependía meramente de su voluntad. Por sus diversas funciones –formales e informales– estaban en un lugar estratégico. Los empleados y los secretarios eran muchas veces los encargados de tomar las declaraciones, si bien esta tarea formalmente era competencia exclusiva del juez. Destacaba así como producto propio de la delegación de funciones.

Donde la burocracia dejó sus huellas imborrables fue en la causa de la Morgue Judicial, que permitió a abogadas y abogados de familiares de víctimas del terrorismo de Estado hacer algunos análisis de lo ocurrido. Las distintas marcas dejadas por la burocracia judicial fueron a través de oficios, notas y resoluciones, así como explicaciones sobre distintos tipos de procedimientos: rutinarios, excepcionales o irregulares, que se brindaron por parte de empleados y médicos de la Morgue Judicial y del Cuerpo Médico Forense (CMF). Estos elementos permitieron reconstruir gran parte de la historia y a la vez fueron utilizadas por los abogados y las abogadas del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) como pruebas para sostener las presentaciones judiciales. Se destaca así la importancia que adquiere el conocimiento demostrado por algunos abogados y abogadas de los recovecos y los meandros de las burocracias judiciales. Esas marcas burocráticas fueron necesarias para poder reconstruir, rastrear e interpretar hechos acaecidos en ese pasado de horror. A los abogados, en primer lugar, se les impedía participar de las declaraciones de las y los testigos, se les imponía el secreto de sumario y se les denegaba presentarse como querellantes: se les negaba el derecho de acceso a la defensa.

En segundo lugar, en lo que respecta a empleados y funcionarios encargados de tomar declaraciones, en varios casos debían interrogar a personas que eran o habían sido sus superiores, con lo que ello implica en un ámbito donde la pirámide jerárquica es la hoja de ruta que marca el camino que se debe seguir cotidianamente. Asimismo, para poder reconocer y demostrar que existían procedimientos irregulares, las abogadas y los abogados debieron lograr una exhaustiva comprensión de los pasos administrativos seguidos en el tratamiento de los cadáveres que ingresaban a la morgue. Estas etapas fueron conocidas, fundamentalmente, de las declaraciones efectuadas por empleados y médicos del CMF. Esos testimonios permitieron identificar procedimientos irregulares, pero también otros, considerados excepcionales o por fuera de la rutina. Estos últimos, detallados minuciosamente, eran procedimientos que se seguían en otras causas judiciales, en las cuales quienes intervenían no eran jueces penales de la Capital, sino pertenecientes a otros fueros, como el laboral, civil, etcétera.

Desde el punto de vista estrictamente jerárquico, entre magistrados y empleados existía siempre una profunda brecha. El juez, desde su lugar en la cúspide, “impartía justicia”. La brecha se reforzaba y se reproducía en el trato sostenido con subalternos, funcionarios y, sobre todo, empleados, donde las reglas de cortesía eran el mapa de ruta que guiaba la conducta de los actores. Estas reglas cortesanas colocaban a los jueces en un lugar superior para con el resto. Se distingue hasta la fecha la utilización de ciertos privilegios, tales como la “chapa blanca” –que era una distinción en la patente de sus autos–, la inamovilidad de los sueldos de los magistrados –regulada por la Constitución Nacional– o el carácter vitalicio de los cargos. El modo de tratamiento que debía ser utilizado por los funcionarios y empleados judiciales, los abogados de la matrícula y los legos, cuando se dirigían –mediante oficios y escritos– a los magistrados. También estaba claramente pautado: los jueces y las juezas debían ser tratados mediante la fórmula V.S. –abreviatura de Vuestra Señoría–, en tanto los camaristas y los ministros de la Corte debían ser llamados V.E. –abreviatura de Vuestra Excelencia. Los caminos y tratamientos burocráticos también estaban jerárquicamente demarcados: por ejemplo, bajo ningún concepto el secretario de un juzgado podía enviarle un oficio a un juez. Se ve implícitamente, en el modus operandi, una gran rémora del monismo imperial. Los oficios y notas debían ser de magistrado a magistrado, o de superior a inferior.

Dentro de los modos de reclutamiento llevados a cabo por el Poder Judicial se destaca el del meritorio o meritoria, ya mencionado. Haber entrado como meritorio o meritoria era presentado como un valor simbólico destacado y era recuperado a la hora de dar cuenta de lo aprendido en la práctica cotidiana de tribunales. Una vez dentro del Poder Judicial era necesaria la existencia de padrinos que ayudasen en el ascenso en la carrera judicial. Un o una adolescente ingresaba a la carrera de Derecho y tenía algún pariente o amigo en tribunales que lo designaba en su propio juzgado, fiscalía o defensoría, o lo recomendaba a algún conocido para que comenzara la carrera judicial desde abajo. En este proceso de socialización laboral se iba haciendo de conocidos y conocidas, creando de a poco sus propias redes de relaciones. Estos modos de incorporación de las y los agentes a la justicia iban dando lugar a la conformación de lo que los propios miembros de la justicia denominaban –y aún hoy denominan– como “familia judicial”. El ámbito de la justicia en los años 60 era un mundo relativamente pequeño. Los apellidos que circulaban por los pasillos de tribunales y de las facultades de Derecho eran pocos y se repetían. Se trataba de unas pocas familias. Pero el término “familia” no es uno más en el contexto de la justicia: tiene peso específico. Es absolutamente habitual escuchar a distintos agentes judiciales referirse a la familia judicial. Esta categoría es muy utilizada al interior de los tribunales y su uso se ha hecho extensivo a los medios de comunicación. A su vez, cada fuero tenía sus propias familias tradicionales.

Dentro del Poder Judicial existen dos grandes grupos, conformados en función de determinados valores. Uno responde, ortodoxamente, a un sector absolutamente conservador, y al otro se lo puede denominar –más– liberal. Eso se da particularmente dentro del fuero penal. Resulta ser una división tradicional que reconoce la existencia de subgrupos que se pueden enfrentar ante pequeños conflictos, pero ante hechos históricos notables –como fue la irrupción de los golpes de Estado en períodos democráticos– no dudaron en fusionarse y actuar en conjunto. Eso explica cómo obtuvieron continuidad en el tiempo y se fueron reactualizando a los cambios ideológicos y políticos, hasta la llegada de la etapa democrática de 1983. La última dictadura militar de 1976 fue aglutinadora de estos grupos, que en otros momentos estuvieron enfrentados o divididos. El terrorismo de Estado originó una contundente fusión de ambos grupos, una malla de relaciones atravesada por valores políticos e ideológicos.

Las redes de interdependencia otorgan una fuerza particular en las acciones de las personas, marcando límites precisos: los desarrollos personales y las posiciones sociales de los individuos van juntos. En los años de plomo se evidenciaron las formas, la praxis judicial y el entramado de interdependencias. A partir del golpe de Estado y la llegada al poder de facto del general Juan Carlos Onganía, como parte de la contraofensiva oficial frente a movilizaciones populares y el accionar de organizaciones guerrilleras, en abril de 1970 la dictadura emitió la Ley 18.670 que establecía un procedimiento especial de juicio oral e instancia única, sin posibilidad de apelación de la medida judicial, para determinados delitos vinculados con las acciones “subversivas”. A través de este procedimiento, la Cámara Federal juzgó y condenó a quienes fueron sindicados como autores del secuestro y de la posterior muerte del general Pedro E. Aramburu. La dictadura militar encabezada por el general Alejandro Agustín Lanusse emitió la Ley 19.053 que creó la Cámara Federal en lo Penal –conocida en los pasillos tribunalicios como “el Camarón”– con el objeto de intervenir en el juzgamiento de toda actividad considerada “subversiva”, y si bien tenía su sede en la Capital Federal, el llamado “fuero antisubversivo” estaba integrado por nueve jueces y tres fiscales, divididos en tres salas. Los juicios eran orales y sus resoluciones eran inapelables. La sanción de la Ley de represión de actividades comunistas 17.401 dice en su primer artículo: “Serán calificadas como comunistas, con las consecuencias establecidas en los artículos 6° y 9° de la presente, las personas físicas o de existencia ideal que realicen actividades comprobadas de indudable motivación ideológica comunista. Podrán tenerse en cuenta actividades anteriores a la presente ley”. Todo se tradujo en un antecedente jurídico que favoreció la legalización y la intromisión despiadada en activistas sociales, políticos y sindicales, significando un claro ejemplo de persecución ideológica instrumentada desde el mismo Poder Judicial. La creación de la Cámara no solo constituyó una violación al principio constitucional del juez natural, sino que implicó una auténtica imposición del terror desde el mismo aparato de justicia, siendo a partir de allí numerosos los casos de torturas y apremios que se sucedieron en el transcurso de sus investigaciones.

Los acontecimientos políticos ocurridos durante las dictaduras militares en nuestro país desde septiembre de 1930 influenciaron en las diferentes concepciones jurídicas, tanto las referidas a la construcción ciudadana de la población, como las de las organizaciones públicas. Las dictaduras –especialmente la que se apropió de la suma del poder público en marzo de 1976–, sin necesidad de fundar un nuevo aparato de justicia, realizaron un exhaustivo aprovechamiento del existente. Además, desde el quiebre institucional de 1930 las dictaduras militares argentinas han requerido de una jurisprudencia que justifique ideológicamente los golpes de Estado. Según diversos autores, esta necesidad de conseguir un respaldo legal tuvo su punto más álgido con la dictadura de 1976, que fue la más sanguinaria de todas.

El Poder Judicial no estuvo ajeno a ningún cambio económico, social o de modelos políticos. Fue mutando camaleónicamente para mantenerse intacto, con sus privilegios. Acompañó al poder de turno, incluso al de facto, con muertes, desapariciones, asesinatos y torturas, y bajó su perfil en cuanto encontró asentamiento ideológico y político en el espíritu democrático de la ciudadanía. También, justo es reconocerlo, algunos de sus miembros sufrieron el embate dictatorial, y en el presente varios jueces federales se vieron despojados de sus fueros por presiones similares. En la actualidad, un sector conservador y marginal del Poder Judicial, muy permeable a la presión ejercida desde los medios de comunicación, acompaña muchas veces al poder fáctico con sus resoluciones. La sociedad percibe un poder judicial muy distante del ciudadano de a pie y muy ligado a los poderosos. La última dictadura se presentó también como un campo propicio para que muchos funcionarios judiciales fueran ascendidos en sus cargos, con un excelente crecimiento individual para toda su vida dentro del Poder Judicial, aunque es importante reconocer el Juicio a la Junta Militar como un hecho paradigmático de cara al mundo.

Otro caso también paradigmático es el de Papel Prensa. El diario Clarín, dada la accidentada muerte de David Graiver en agosto de 1976, comienza con un notable progreso financiero, incorporando a su haber, por orden de la Junta Militar en enero de 1977, las acciones que el empresario poseía de Papel Prensa. Lo delicado de esta operación comercial fue que se llevó adelante con el faltante de una sucesión previa, aunque el propietario tenía como derechohabiente a su hija menor de edad. Era un acto nulo. Hoy, ese multimedio informativo llamado Artear SA no solo se convirtió en el único caso de oligopolio en el mundo que es dueño del papel, canales de televisión, radios, servicios de internet, telefonía de red y varias empresas de telefonía móvil, sino que además absorbe también un gran poder político que le permite diariamente quebrar el Estado de Derecho si ve peligrar sus negocios. En el pasado, la connivencia entre medios de comunicación y justicia parcializada hicieron posible las Causas de la Morgue o la creación del “Camarón”. Sus enunciados periodísticos actuales responden a operaciones de prensa contra funcionarios, legisladores o jueces que puedan afectar los intereses económicos de su poder real. Por ejemplo, la presidencia de Cristina Fernández terminó un día antes, el 9 de diciembre de 2015, por un fallo político de la jueza federal Romilda Servini.

Entre los jueces sentenciados mediáticamente durante 2017 y 2018 se destacan los camaristas Jorge Ballestero, Eduardo Freiler y Eduardo Farah, a quienes antes de desplazarlos les crearon noticias impregnadas de falsedades sobre un supuesto enriquecimiento patrimonial, alentando escraches sobre sus familias e intentando paralelamente desideologizar a la población desinformándola, con la intención manifiesta de mantener una posición económica dominante y sin estorbos de investigaciones que pudiesen perjudicar a la Asociación Empresaria Argentina, corporación liderada por Clarín que ungió al expresidente Mauricio Macri en 2015, a quien todavía blindan en toda información que lo pudiera criminalizar.

Otra cuestión para resaltar es el dictado de prisiones preventivas, absolutamente ilegales, conocidas –dado el apellido del presidente de la Cámara Federal de Apelaciones– como Doctrina Irurzun: una novedosa ofensiva judicial contra lo que se denomina “populismo”, utilizada como instrumento de censura legal y de extorsión con el fin de lograr la compra de empresas de medios a precio vil, y así ir eliminando la competencia y las voces disidentes. Además, ley del arrepentido en mano y sin que consten pruebas grabadas o filmadas –como se requiere legalmente– consiguieron testimonios orientados a involucrar en delitos a determinados dirigentes políticos. No se puede dejar de nombrar el espionaje ideológico, al cual el mismo sector judicial y mediático le crearon un gran traje de amianto.

En su gran mayoría, muchos miembros del poder judicial tienen origen en un pasado aristocrático y un presente conservador. Difícil le resultó en el año 1949 reconocer la creación del Fuero Laboral propuesto por el peronismo como reforma judicial, un remedio judicial que contrabalancearía esa debilidad genuina del derecho de las asalariadas y los asalariados en la relación de dependencia, donde primaba la fortaleza de los empleadores. Cuando el fuero laboral se logró instalar definitivamente los propios empleados judiciales se opusieron a componer esos juzgados. Así funciona el sentido de pertenencia por el cual se conduce gran parte del espectro judicial argentino.

Procesos históricos contundentes de movilidad social ascendente que se produjeron en Argentina a partir de 1930 fueron permitiendo que otras capas sociales empezaran a tener protagonismo político. El poder judicial no quedó fuera de esas transformaciones. Los magistrados, inicialmente formados dentro de un modelo de país agroexportador y educados dentro del normalismo con mirada conservadora, pertenecían a esa clase conformada por la elite dominante de la época. Fueron en muchos casos reemplazados por otros jueces, formados sin modelo de país, sin ideología y sin identidad política, poco o nada comprometidos, con mirada apolítica, dedicados a brindar solo soluciones formales elusivas de cualquier problema real como táctica de supervivencia, en medio de una creciente y amenazadora inestabilidad para sus beneficios y privilegios. Cuando sienten temor a perder algunos de esos privilegios, se abroquelan para buscar rápidamente una asociación y protegerse corporativamente.

Para fortalecer la democracia, las juezas, los jueces y demás funcionarios judiciales deberían llevar adelante una imparcial y correcta investigación de los casos y ajustarse a derecho.

 

Bibliografía de referencia

Sarrabayrouse Oliveira MJ (2011): Poder Judicial y Dictadura. Antropología jurídica y Derechos Humanos. El caso de la Morgue. Buenos Aires, CELS-Del Puerto.

Tiscornia S, compiladora (2004): Burocracias y violencias. Estudio de antropología jurídica. Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.

Wehle BI (2005): “Crisis y estrés en el trabajo”. XII Jornadas de Investigación y Primer Encuentro de Investigadores en Psicología del Mercosur. UBA.

Llonto P (2007): La Noble Ernestina. El misterio de la mujer más poderosa del mundo. Buenos Aires, Punto de Encuentro.

 

Gustavo M. Russo es abogado (UM), profesor en Ciencias Jurídicas (USAL), especialista en Educación y TIC (INFOD) y doctorando en Ciencias Jurídicas (UM).

Share this content:

Deja una respuesta