Gestión de gobierno y planificación

Ante la elección de un nuevo presidente constitucional que ha ganado los comicios nacionales con las banderas históricas del Justicialismo y la voluntad de adecuar su vigencia a las complejidades de los nuevos tiempos, se hace necesario profundizar un espacio de diálogo que alimente perspectivas de análisis y programáticas en torno a los temas que necesariamente deben componer la agenda del próximo gobierno. En el Frente de Todos han trabajado equipos programáticos sobre los más diversos temas y áreas gubernamentales que servirán de referencia a los hombres y las mujeres que asuman responsabilidades de gestión en el Estado durante el próximo cuatrienio. Entre tales preocupaciones figura todo lo referido a los modos de gestionar el Estado para hacer más efectivo el proceso de formulación e implementación de las políticas públicas, poniendo el acento en una renovada comprensión de lo público y de la necesaria acción política vinculada a la gestión de gobierno. Para ello, habrá que insistir en fortalecer el rol del Estado, actualizando su definición para comprender las funciones de regulación que le caben ante los conflictos de intereses que se activan entre los actores del poder económico, nacional y transnacional con las demandas de inclusión y mayor bienestar social, así como de recuperar soberanía en las decisiones de inversión que implican nuestros recursos naturales y humanos.

En este contexto, el próximo gobierno deberá atender a las demandas por mayor equidad social para revertir los niveles de desigualdad y pobreza heredados de las políticas de mercado. Para ello es necesario la institucionalización de mecanismos de redistribución de la riqueza e integración territorial en una dinámica de crecimiento con desarrollo de potencialidades asociadas a la transformación productiva y la innovación del conocimiento. Por otra parte, la sostenibilidad a mediano plazo de estos procesos de optimización de todos los recursos, para afianzar un modelo más autocentrado en las capacidades nacionales con proyección de integración regional y continental, implica un modelo combinado de generación de ingresos por exportaciones con valorización de los procesos productivos y transformación industrial orientada al mercado interno y a la apertura de nuevos mercados. Todo ello sin olvidar que la disminución de la pobreza implica un abordaje desde políticas públicas eficaces en la administración de los recursos, mientras que la problemática de la inequidad exige, además, una visión transformadora de la estructura socioeconómica encauzada por renovados objetivos de acción política: a) cómo aumentar la inversión social en consonancia con la redefinición y el redireccionamiento de los programas sociales con criterios de eficacia en cuanto a la solución de las demandas insatisfechas; b) cómo determinar las prioridades de inversión en infraestructura física, energética y comunicaciones aplicada al desarrollo urbano-habitacional, educación y salud; c) cómo implementar una reforma tributaria más progresiva, gravando los altos ingresos y las rentas de alta escala, y garantizando un funcionamiento eficaz del mecanismo recaudador.

Para abordar la complejidad de tales problemas, es preciso:

a) El consenso básico de una mayoría que debe tener expresión política, en orden a reconocer a la inequidad como el principal problema estructural de la sociedad argentina. Ello supone introducir un debate de ideas para lograr consensos mínimos en cuanto a los modos de vinculación entre los patrones de crecimiento y la distribución de la riqueza.

b) Tomar conciencia de la diversidad y las contradicciones en los intereses en juego y de la necesidad de construir una estrategia político-democrática para abordar la dinámica de la conflictividad sectorial.

c) Fortalecer la instancia parlamentaria como ámbito privilegiado del debate para la explicitación de las ideas programáticas, de negociación y formación de consensos que legitime las decisiones políticas.

d) Robustecer los controles institucionales y hacerlos más eficaces en la aplicación de las políticas, y evaluarlos con sistemas de medición de acceso fácil para los actores políticos.

Todos estos requisitos nos llevan a plantear la necesidad de la planificación como una metodología necesaria para reducir la incertidumbre activada por la complejidad de los procesos socioeconómicos, con vistas a la necesidad de priorizar alternativas para la toma de decisiones políticas. Hay que tener en cuenta que el paradigma que privilegia al mercado como único asignador eficiente de los recursos está siendo crecientemente cuestionado por movimientos de insurgencia cívica en la región y también en los países centrales, por los resultados en la extraordinaria e injusta concentración de la riqueza a nivel mundial y el ensanchamiento de la brecha en el nivel de ingresos que muestra la inviabilidad de un modelo cuya dinámica es la acumulación por desposesión, donde las sociedades se ven sometidas a conflictos de suma cero en torno a la distribución de la riqueza generada.

Se hace evidente entonces la necesidad de que el Estado juegue un rol de regulación de los procesos económicos para evitar las consecuencias de desintegración social que muestran altos niveles de conflictividad y violencia disociadora. Desde las usinas neoliberales se rechaza cualquier propuesta de regulación y planificación, aduciendo interferencias ilegítimas a la libertad de mercado. Como decía el padre del neoliberalismo, Friedrich Hayek: “desreglamentar, privatizar, disminuir los programas contra el desempleo, eliminar las subvenciones a la vivienda y el control de los alquileres, reducir los gastos de la seguridad social y finalmente limitar el poder sindical. El Estado no debe asegurar ningún tipo de redistribución, sobre todo en función de un criterio de justicia social”. En consonancia con esta doctrina ortodoxa, la existencia de un Bien Público implica una “falla de mercado”, en tanto presupone una injerencia del Estado en el juego de la libre competencia de precios, lo que resulta en desprotección de los intereses más débiles en la sociedad. Es evidente que las complejidades propias que caracterizan la evolución de nuestras sociedades, evolucionando hacia modelos de redes y donde los actores maximizan el oportunismo para la toma de decisiones, hacen necesario que se desarrollen y apliquen reglas de juego desde la autoridad pública, para hacer más previsible el comportamiento de los actores del mercado en relación con las necesidades e intereses sociales.

En este sentido, la idea de la planificación orientada estratégicamente permite reconocer el juego de los intereses sectoriales en lo interno y transformaciones del contexto, adelantándose con una visión más consistente a los efectos probables de los cambios que hacen más inestables los escenarios económicos y políticos en la sociedad y que operan a través de una diversidad de intereses y demandas, requiriendo decisiones oportunas del poder público.

Obviamente, no se trata de la planificación centralizada, ni los planes rígidos que tuvieron vigencia durante el siglo pasado, sino de un concepto de planificación flexible y orientadora para la toma de decisiones y que se defina por la dimensión estratégica para comprender y procesar las preferencias de los actores con intereses diversos y contradictorios, promoviendo reglas claras para las transacciones. Para ello, el Estado requiere de capacidades políticas e institucionales en el nivel de fijar las reglas de juego para mejorar la definición de las políticas públicas y orientar la toma de decisiones en espacios de concertación con los actores.

Se requiere de una institucionalidad inclusiva que garantice los derechos sociales y promueva una racionalidad de la acción pública sustentada en proyectos evaluados como prioritarios y orientados hacia objetivos estratégicos. Para ello, es preciso desarrollar otra racionalidad del servicio público que sea consistente con las prioridades de la decisión política y la razonabilidad técnica en la implementación de las políticas, superando la disputa estéril entre decisión política y racionalidad técnica e instrumental a la hora de realizar las políticas y dando preminencia a los objetivos estratégicos del Estado.

En este punto cabe resaltar la valiosa experiencia de los tres gobiernos justicialistas que centraron su acción de gobierno en dos planes quinquenales y un plan trienal. Es un bagaje que no se puede ignorar y que, más bien, constituye un reto de actualización de cara a los desafíos que plantea la gobernabilidad democrática en el siglo XXI. A menos institucionalidad pública, mayores riesgos de captura particularista del Estado. Por el contrario, la planificación hace posible centrarse en los problemas estructurales y adecuar el abordaje a mediano y largo plazo. No es posible la planificación con subdesarrollo democrático. Para ello, es imprescindible la profesionalización de la función pública, una comunicación ágil con la ciudadanía, mayor independencia de los sistemas de control y mayor eficacia técnica en el parlamento. Finalmente, una jerarquización de la función política planificadora en función de los presupuestos fiscales.

Los cambios institucionales requieren de organizaciones eficaces, pero también de compromisos políticos y alianzas sociales donde los partidos políticos deben jugar un rol primordial, tanto en la movilización de la conciencia ciudadana como en las labores legislativa y parlamentaria.

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