Geopolítica de la energía en el mundo: algunas tendencias relevantes

La humanidad atraviesa una dolorosa etapa caracterizada por el avance de la precariedad en diversas dimensiones fundamentales de la vida comunitaria. El contexto internacional pandémico ha acrecentado la ominosa percepción de la volatilidad e incertidumbre reinantes sobre el devenir de la coyuntura global, atravesada por multiplicidad de conflictos e intereses contrapuestos entre actores estatales y privados con amplia capacidad de proyección de fuerzas. Esta delicada situación no resulta extraña ante los ojos de analistas y observadores atentos de la realidad mundial, regional y nacional, más aún teniendo en cuenta el dominante escenario de excepción e incertidumbre.

Si observamos algunos aspectos centrales de las tendencias del gran juego geoestratégico de la energía en el orden mundial, parecen escenificarse apuestas que se traducen en agendas que promueven intereses contrapuestos en algunos casos y complementarios en otros. Nos referimos puntualmente a algunos de los debates que surcan la problemática energética mundial y que se relacionan con los discursos de las llamadas transiciones productivas energéticas, lo que supone, fundamentalmente, dar cuenta de la profundidad y el alcance de algunas fuerzas que pueden identificarse y que están en plena evolución en el sistema internacional. Una de ellas remite al debate creciente sobre la relevancia estratégica del cambio climático y la prioridad que muchos países –Tratado de París mediante– comienzan a darle a la planificación de políticas públicas con objetivos múltiples, que van desde la descarbonización de los sistemas de producción de energía, hasta la intensificación de las inversiones, tanto en energías no convencionales renovables como en procesos crecientes de eficiencia energética orientados al logro de comunidades más resilientes y sustentables, a la luz de los compromisos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) que los distintos países internalizan en sus procesos decisorios.

Por cierto, este debate está en pleno desarrollo en el contexto mundial y la asunción de la administración Biden en Estados Unidos –que comprometió reducir a la mitad las emisiones de gases contaminantes para 2030 en la Cumbre Climática realizada en abril de 2021– es una de las tendencias que resulta fundamental observar en el mediano y largo plazo. A su vez, la larga marcha de la Unión Europea en el logro de políticas más sustentables ligadas a la desfosilización[1] de sus matrices energéticas y a la introducción paulatina de nuevas fuentes renovables de generación, junto con un enfoque sistémico oferta-demanda centrado en la búsqueda de mayor eficiencia y reducción de la intensidad energética[2] de sus sistemas, o la apuesta creciente de China, tanto por las nuevas energías como por el mayor desarrollo de otras fuentes como la nuclear o la hidroeléctrica, constituyen sólo algunas de las tendencias que se observan en el panorama mundial.

Estos procesos identificados forman parte, de una manera u otra, del complejo mosaico del debate creciente por las denominadas transiciones productivas energéticas, que asume diversas caracterizaciones en función de las geografías concernidas. No es objetivo de este documento trabajar en particular la identificación de estos enfoques, pero sí resulta esencial señalar que las tendencias hacia las transiciones energéticas y los cambios productivos implicados no se instalan en dinámicas de carácter universalista que disuelven contradicciones e intereses contrapuestos en la arena internacional, tan variada y asimétrica en términos de distribución y capacidades de poder, sino que deben ser descritas y comprendidas bajo las particulares condiciones objetivas reinantes en las distintas geografías regionales y nacionales. Dicho esto, es importante considerar que este debate sobre las transiciones opera en distintos niveles de análisis, desde lo mundial –con el protagonismo de los organismos internacionales[3] en estos debates– hasta lo regional, lo nacional y aun los niveles subnacionales[4] de gobierno.

Por otro lado, una de las tendencias en dinámica permanente está asociada a la promoción de procesos de exploración y posible explotación en áreas de difícil acceso en lo que respecta a la geoestrategia hidrocarburífera mundial. Así, desde los nuevos recursos no convencionales –el esquisto o shale con particular relevancia– hasta diversos tipos de crudos pesados y extrapesados que pueden alojarse en cuencas sedimentarias onshore u offshore, constituye uno de los ejes de las apuestas inversoras protagonizadas en las últimas dos décadas por las grandes firmas trasnacionales occidentales de la energía: grandes empresas con fuerte impronta estatal o de control mixto, como es la realidad que se observa desde Rusia hasta China y en algunos países asiáticos, africanos y latinoamericanos.

Estas estrategias, sin embargo, deben ser permanentemente evaluadas al compás del avance de las tendencias relacionadas con la dinámica del cambio climático y las transiciones, aunque es importante tener en cuenta que –desde 2003 hasta 2014, en momentos en que se produjeron dos grandes olas de incrementos de los precios de los commodities energéticos y alimenticios– las grandes empresas trasnacionales y otras empresas nacionales de hidrocarburos protagonizaron pujas crecientes por el control de lo que el analista Michael Klare denomina recursos fósiles de difícil acceso. Ese ciclo alcista fue interrumpido por la crisis financiera de 2008, y desde 2015 estamos ante escenarios de mayor incertidumbre y volatilidad, con persistentes problemas para el crecimiento sostenido de las economías.

A su vez, en ese gran juego geoestratégico las aguas del Golfo de México, el litoral marítimo del presal brasileño, Vaca Muerta en la cuenca neuquina en Argentina y posiblemente el Atlántico Sur, con sus recursos hidrocarburíferos y minerales alojados en la amplia Plataforma Continental Argentina, son algunos de los puntos críticos que pueden constituirse en áreas de creciente interés en la mirada de las grandes compañías hidrocarburíferas mundiales.

Por cierto, los Estados Unidos hace ya quince años que han consolidado la llamada revolución hidrocarburífera no convencional que le ha permitido erigirse en un gran productor de hidrocarburos, al punto que las relaciones de fuerza en el mercado petrolero y gasífero mundial –orientadas en las últimas décadas a la preeminencia de los grandes productores del Cercano Oriente y la relevancia de Rusia– se desbalancearon paulatinamente al compás del aumento persistente de la oferta interna de hidrocarburos que los Estados Unidos consolidaron. Esa apuesta tuvo como uno de los principales destinatarios a los países exportadores de la OPEP, que en la última década intentan orientar un ejercicio permanente de ajustes en los niveles de oferta de hidrocarburos, con el objetivo de neutralizar en parte la creciente oferta de los Estados Unidos, con su posible incidencia en una baja persistente de precios y, simultáneamente, con el fin de matizar la creciente relevancia de la producción no convencional. Este esquema de pujas volátiles e inciertas va de la mano de fuertes apalancamientos financieros en el mercado de Wall Street que –al momento del estallido de la pandemia– implicaron que miles de puestos de trabajo y muchas empresas hidrocarburíferas de mediano porte sufrieran pérdidas masivas en el reacomodo violento que se produjo desde abril de 2020 con la baja abrupta de precios como consecuencia de la caída en picada de la demanda, en el peor momento de la pandemia.

Por su parte, es importante tener en cuenta que las dinámicas extractivas hidrocarburíferas y mineras en distintos contextos regionales están crecientemente atravesadas por enfoques rentísticos financieros, orientados a valorizar reservas existentes en períodos de tiempo más estrechos, en una perspectiva que la llamada “ventana de oportunidad” que queda disponible en el sistema internacional para la maximización de los procesos extractivos mineros e hidrocarburíferos comience a cerrarse en función del avance paulatino de las agendas de transición hacia matrices energéticas más diversificadas. En ese sentido, no resulta extraño que en la República Argentina se discuta la viabilidad técnica operativa y la aceptabilidad social de la puesta en marcha de una normativa destinada a promover las inversiones petroleras y gasíferas a gran escala, con el foco en la maximización productiva con finalidad exportadora por un plazo de dos décadas. Este tipo de propuestas requiere de significativos apalancamientos financieros y de importantes incentivos a través de renovados subsidios a la oferta y desgravaciones impositivas adicionales, en un contexto en el que las empresas podrían disponer libremente de porcentajes relevantes de divisas y de cuotas mayores de exportación.

Este escenario, en una economía estructuralmente orientada a la exportación de bienes hidrocarburíferos con el objetivo de “cerrar” la brecha de dólares necesarios para el pago de los compromisos financieros externos, nos deja permanentemente ante otras encrucijadas de difícil resolución. Entre ellas, la puja creciente por el acceso al mercado cambiario que este conglomerado oligopólico de empresas hidrocarburíferas impone, constituye uno de los aspectos más conflictivos, ya que genera permanentes desequilibrios en la estructura productiva argentina.

El complejo cuadro internacional descrito parece estar en vías de superación parcial a medida que los precios y la economía muestran ciertos niveles de recuperación, aunque dispar y heterogénea, desde el último trimestre de 2020, confirmado con los números del primer semestre de 2021. Sin embargo, el panorama de incertidumbre, conflictividad y volatilidad, asociado a la posible intensificación de las diputas geoestratégicas –entre China y Estados Unidos, y entre éstos y la Federación Rusa, por citar dos de los ejes de tensión en el sistema internacional– deberían hacernos reflexionar sobre la actitud de paciencia estratégica que es necesario priorizar en este contexto turbulento.

En ese escenario, resulta prioritario recuperar un juicioso ejercicio de planificación estratégica situacional aplicado a las políticas energéticas, orientado a la priorización de los objetivos de disponibilidad, accesibilidad y sostenibilidad ambiental mediante la formulación y la implementación de procesos integrales oferta-demanda de diversificación paulatina de la matriz energética, con perspectivas orientadas a la concreción de acuerdos territoriales concretos de cooperación e integración energética entre nuestras comunidades hermanas sudamericanas.

 

Gustavo Lahoud es licenciado en Relaciones Internacionales (USAL), magister en Defensa Nacional (exEDENA, actual UNDEF), analista e investigador en geopolítica de la energía en IDEP (ATE) y docente universitario (USAL).

[1] La Unión Europea trabaja desde hace cuatro décadas en políticas de eficiencia energética con programas compartidos que deben supervisarse permanentemente y que establecen mandatos en función del logro de mejores estándares de eficiencia en los sistemas energéticos. Asimismo, países como Alemania, Dinamarca, Suecia, España u Holanda, entre otros, han encarado en las últimas tres décadas programas de desarrollo paulatino de energías renovables.

[2] La intensidad energética es un indicador fundamental para medir el grado de eficiencia energética de los sistemas. Fundamentalmente, se trata de medir los ratios de consumo de energía en función de cada unidad de producto generado por la economía. En tal sentido, algunos de los grandes retos que enfrenta la humanidad a la hora de reducir la intensidad de los sistemas energéticos es el caso de transporte automotor público y privado, que es uno de los sectores de usos finales de la energía que tiene los mayores estándares de consumo del mundo. Luego, las industrias y los hogares son los otros sectores clave en los que es importante avanzar en menos consumo de energía por unidad de producto.

[3] La Organización Internacional del trabajo (OIT) plantea, en los últimos años, un enfoque centrado en la llamada Transición Justa en las economías mundiales, y para ello convoca a reuniones tripartitas con los sectores gubernamentales, empresariales y sindicales de sus países miembros. Estos debates giran en torno a diversos ejes que cruzan las dinámicas sectoriales de las economías, los procesos de descarbonización, la creación de condiciones adecuadas para la creación de nuevos empleos dignos y el desarrollo de la denominada economía verde. Asimismo, distintas agencias de las Naciones Unidas y foros de organizaciones no gubernamentales, entre otros, han encarado convocatorias bajo la enigmática frase de Nuevo Acuerdo Verde (Green New Deal).

[4] En este aspecto, pueden señalarse los procesos ligados a las ciudades sostenibles que incorporan debates tendientes a nuevos esquemas de planificación de las actividades económicas y de los bienes públicos provistos en las urbes a los efectos de mejorar los estándares de eficiencia en el funcionamiento del sistema socio-urbano. Junto con ello, se centran las miradas en la construcción de hábitats dignos, con la mirada puesta en el mejoramiento de la calidad de vida y en la lucha contra las desigualdades crecientes en los espacios públicos urbanos y periurbanos.

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