Extractivismo versus ambientalismo: la necesidad de un nuevo rol del Estado ante estas falsas opciones

Uno de los debates recurrentes de los últimos tiempos –y que presenta miradas a veces disímiles y con frecuencia diametralmente opuestas– es el referido a la explotación de los recursos naturales –petróleo, gas, minería– que ha generado una suerte de guerra discursiva en las calles y hasta en la Justicia. Se trata de la opción entre extractivismo y ambientalismo. En el medio de esta guerra se encuentra el Estado nacional que, a través de sucesivos gobiernos, se desentendió del problema, transfiriendo responsabilidades propias a las provincias –principalmente en el tema minero. Tampoco instaló una política comunicativa sobre la necesidad de explotar los recursos naturales de modo sostenible y sustentable, ni preparó el camino con visión de futuro, cuando en todo el mundo los vientos –vía transición energética– apuntaban para ese lado. Ahora el Gobierno debe mediar, ya que tiene ambas responsabilidades sobre sus espaldas: la de una política ambiental sustentable, por la que inclusive adquirió compromisos internacionales; y la de generar las políticas necesarias para el desarrollo productivo.

En esta guerra paradójicamente el Poder Ejecutivo –nacional y provinciales– parece ser la parte más débil. Hasta el Poder Judicial cruza frecuentemente la barrera de su competencia e interviene en la contienda extractivismo versus ambientalismo: lo vemos en sus fallos, donde emite opiniones en lugar de limitarse a la aplicación de las normas. Nadie toma en cuenta las decisiones del Poder Ejecutivo y, a medida que suceden las batallas, la ausencia es cada vez mayor. Ni siquiera parece estar en condiciones de levantar la bandera blanca de una tregua.

Comenzaré planteando las posturas de ambas corrientes, luego pasaré por los actores que intervienen en cada una, y finalmente esbozaré algunas ideas sobre cuál debería ser el rol del Estado nacional en el desarrollo de los recursos naturales.

 

La postura del extractivismo

Los extractivistas tratan de imponer sus ideas contando con la ayuda de algo que se ha venido instalando con fuerza e insistencia desde los medios de comunicación: la necesidad de inversiones en moneda fuerte que tiene el país. Con los índices de pobreza y la escasez de reservas en dólares del Banco Central, no necesitan esforzarse demasiado en sus argumentaciones, más aún contando con la colaboración de la corporación mediática que martilla constantemente con el tema.

“Las inversiones” es algo que justifica todo y cubre el bache formativo, técnico e intelectual que en el que normalmente incurren los defensores del extractivismo a ultranza. La incapacidad para demostrar técnicamente los beneficios de los proyectos para el país es auxiliada por el tópico –“las inversiones”–, una suerte de salvoconducto que despliegan automáticamente ante la menor objeción. Estas inversiones son colocadas por encima de la sustentabilidad y el cuidado del ecosistema, ya que el país no está en condiciones –según ellos– de incurrir en excentricidades típicas de países ricos, como el ecologismo.

La barra brava de “las inversiones”, también cuenta con grandes ayudas solidarias que concurren de modo subsidiario: una de ellas es “los empleos”. Los recursos naturales apetecibles de ser explotados comercialmente frecuentemente se encuentran en zonas inhóspitas, donde las comunidades tienen muy escasas opciones de trabajo. Entonces, “las inversiones” traerán “los empleos” que convertirán a los olvidados habitantes de estas tierras en una suerte de jeques que darán bienestar, estudios y progreso para varias generaciones. De paso, el Estado cortará con el asistencialismo. Lo expresan y se sonrojan por el gran descubrimiento. Es tal la cantidad de empleos que se generarán –imaginan o fabulan– que algunas cámaras empresarias y sindicatos, que ni cuentan con personería –por sus escasos adeptos– y son simples rejuntes con inscripción gremial, salen a la caza de futuros empleados con promesas, a los fines de amontonar cuerpos que en un futuro –si la suerte los acompaña– serán empleados, y los devenidos sindicalistas, sus patrocinadores. Una especie de esclavitud moderna, dirán algunos; de mafia proteccionista, otros; de negocio, casi todos.

Otra de las ayudas lingüísticas con que cuentan “las inversiones” son “los proveedores”. Es fácil: “las inversiones” que van a venir necesitarán cantidades enormes de insumos industriales para los grandes proyectos de explotación energéticos, mineros, petroleros y gasíferos. “Los proveedores” son generalmente pequeños industriales de las provincias, utilizados en la ocasión como marketing para vender la necesidad de realización de los proyectos. Son seducidos para convertir su pequeños garajes-taller en una gran fábrica industrial para las industrias. “Los proveedores” tendrán a su vez un gran aliciente para realizar sus sueños, ya que los gobiernos de turno –nacional y provincial– los ayudarán con subsidios, créditos blandos y leyes de compre local. Se sabe que gran parte del management industrial condena la asistencia a los pobres, pero reclama continuamente subsidios y quita de impuestos, en aras de la “competitividad que necesitamos”. Cierra por todos lados lo de “los proveedores”, ya que es lindo esto de publicar gacetillas de prensa informando: “el ministro o el secretario se reunió con los proveedores mineros o petroleros”. Vemos también cómo se desesperan “los proveedores” en anticiparse a los acontecimientos. Por ejemplo, Chubut, que no tiene minería metalífera porque está prohibida en la provincia, cuenta con varias cámaras de proveedores mineros. Cámaras en las cuales ningún asociado vende nada a las empresas mineras, porque estas no existen en la provincia. Sin embargo, por la ilusión de “las inversiones” que van a venir “el día que la gente se dé cuenta de los beneficios de la minería”, se pelean de antemano entre ellos para ver quién será el privilegiado primer proveedor. Entonces, cada uno forma su propia cámara.

En síntesis, el camino de los extractivistas es una ecuación muy sencilla para ellos, en pocos pasos, que exponen con argumentos rudimentarios, pero adjudicándoles una alta eficiencia. Y no logran comprender cómo aún el grueso de la población y la dirigencia política no se da cuenta: a) el país necesita que lleguen “las inversiones”; b) estas inversiones generarán “los empleos” indispensables para las regiones; c) a su vez, las inversiones provocarán el desarrollo de “los proveedores”, fortaleciendo la industria nacional.

 

La postura del ambientalismo

Las y los ambientalistas en esta guerra cuentan con una gran ventaja: el efecto visual y dialéctico. Los extractivistas, como vimos, basan su postura en argumentos de tipo macroeconómico y en supuestos beneficios que recibirá el país. Pero no siempre la población capta este mensaje eficientista, y descree porque esos supuestos beneficios nunca llegaron a plasmarse en sus propios bolsillos, o en su calidad de vida.

Los eslóganes de los ambientalistas tienen mejor llegada, sin dudas. El primero que se utiliza es “la catástrofe”. Hablar de catástrofes tiene más rating que hablar de producción. Siempre las malas noticias pegan más en la gente que las buenas. Un terremoto, o crímenes en masa, seguramente serán objeto de seguimiento continuo por televidentes, oyentes o internautas. Inclusive noticias de crímenes a menor escala, como homicidios pasionales, robos o narcotráfico, son objeto de gran interés. La apertura de una fábrica, la instalación de una industria o la mejora en los indicadores económico-financieros solo ocupan unos segundos en las pantallas. No resiste comparación entre la imagen de seres humanos o animales empetrolados en una costa marítima, y la foto de la firma de un convenio por el cual llegarán “las inversiones”, aún siendo éstas por cifras millonarias. Paga mucho más decir: “el agua que contamina la minería provoca cáncer en la población”, que manifestar “la minería utiliza menos cantidad de agua que el agro, y no se vuelca a los cursos de agua naturales”. Los repetidores de la primera frase no necesitan ni probarlo. Los de la segunda, aunque lo probaran, siempre sobre esa prueba caerá la sospecha de si los datos están pagados, si son falsos, si los funcionarios públicos que controlan están sobornados, etcétera.

Instalada la idea de “la catástrofe” –vía contaminación de las aguas, corrupción generalizada, corporaciones multinacionales saqueadoras de recursos– las y los ambientalistas se ocupan de destruir las argumentaciones de los extractivistas con llamativa facilidad:

  1. “las inversiones” resultan mínimas al lado de la inmensa riqueza que se llevarán: por ejemplo, en la minería solo el 3% en carácter de regalías a las provincias por un recurso escaso y no renovable;
  2. nunca esas inversiones llegarán al pueblo, quedan solo en los proyectos y en los bolsillos de las corporaciones y los funcionarios públicos que las patrocinan;
  3. el agua vale más que oro, eslogan que se instaló en Esquel a principios de este siglo, y que sigue rindiendo frutos suculentos para este sector;
  4. “los empleos” que se generarán son mínimos, la mayor parte de los puestos serán ocupados por extranjeros y ciudadanos de otras provincias; a las comunidades les darán el chiquitaje y alguna dádiva –pintura de escuelas, camisetas de fútbol, provisión de algunos medicamentos; esos empleos –dicen– bien podrían ser reemplazados por programas de capacitación desde el Estado y fomento del cooperativismo local;
  5. “los proveedores” lo serán de insumos menores, ya que los grandes capitales acuerdan con sus propias subsidiarias, o ya tienen convenios con grandes multinacionales de suministros; los chinos “hasta se traen los clavos”, dicen.

Luego del breve repaso sobre las argumentaciones, pasaremos una revista sobre los encargados de sostener las argumentaciones de cada uno de los bandos.

 

La facción extractivista

Pondremos especial foco en la industria minera, que es la que genera la conflictividad más alta. Los actores encargados de la defensa minera nunca son los protagonistas de primera línea. Los country managers, gerentes generales, CEOs, directores corporativos –o como denominen a los cargos que ocupan las primeras posiciones– nunca dan la cara, y son reticentes a conversar con medios periodísticos que no identifiquen de antemano como propios de la causa, donde pueden explayarse a gusto y paladar con el entrevistador complaciente.

Los técnicos especializados que operan en los yacimientos, tales como ingenieros de minas, project managers, gerentes de Geología, especialistas ambientales o en Plantas de Tratamiento, normalmente son personal técnico enfocado en su trabajo en los proyectos, y no en su defensa ante la sociedad. Se los suele escuchar en eventos, congresos o seminarios, exponiendo ante un público que comparte la temática. Nunca en debates sobre estos temas.

Las menciones sobre cómo se desarrolla la actividad normalmente recae en funcionarios de tercer o cuarto orden dentro de la estructura corporativa local, que son responsables de relaciones comunitarias o públicas. Una defensa que en realidad es muy tibia, pues pone el foco en acciones de tipo ayuda a las comunidades, y no en las características del proyecto en sí, y menos en refutar las argumentaciones de los ambientalistas. Como existe alta rotación en estos puestos, los dichos del referente de hoy pueden ser desconocidos por el de mañana.

La principal defensa de la actividad recae en consultores independientes, que son personas contratadas por alguna empresa, o en vías de contratación, o que desean ser contratados, y deambulan con el manual de la buena letra minera en el bolsillo. No tienen un efecto positivo, ya que el mismo mote de “consultor especializado en” denota además una dependencia de la industria y falta de referencias específicas a los proyectos en particular. Muchos de ellos ni siquiera han trabajado en una mina, algunos ni la han visitado, y se presentan como expertos en demostrar que la mina es un parque de diversiones que no compromete en nada el ecosistema. Las argumentaciones de todos estos actores son generalistas y repetitivas, aún cuando vayan mutando los protagonistas –como ya se mencionó. La cantidad de minerales que posee un celular, o un automóvil, gráficos con el consumo de agua, que el cianuro se evapora en contacto con el ambiente, que hasta se puede beber –frase célebre de un exsubsecretario de Minería. Fraserío que de tan gastado provoca el efecto contrario y aparece ya como irritativo en algunos ciudadanos.

Otro bloque defensivo –tal vez el más fuerte desde el punto de vista técnico– de los extractivistas son los llamados “académicos”. Se trata de personas que tienen algún vínculo con instituciones –generalmente asociaciones civiles, ONGs, cámaras empresarias y universidades. Instituciones no de alto prestigio, y nunca ocupando cargos importantes. Se nota mucho en estos académicos la interdependencia con los consultores de las empresas –generalmente son los mismos–, lo que vuelve a los discursos también repetitivos y redundantes que tienen solo penetración en el propio ámbito interno de la industria y muy poco en la sociedad.

Párrafo aparte merecen las cámaras empresarias. No son cámaras preparadas para comunicar, ni consideran que deberían hacerlo. Enfocados en abroquelarse para pedir beneficios a las autoridades, olvidaron la comunicación de base con la ciudadanía. A raíz de los fuertes embates del ambientalismo, algunas de ellas comenzaron a reaccionar emitiendo comunicados sobre los sucesos, siempre tarde, una vez que la derrota del extractivismo está consumada. El caso que sucedió recientemente en Chubut con la minería es una muestra cabal de lo expresado.

Por el lado de los hidrocarburos, se nota un avance en formas y estilos de comunicación. Por los sucesos recientes de la exploración offshore hubo muy explicativos y didácticos comunicados del Instituto Argentino del Petróleo y Gas (IAPG) por las redes sociales. El sector hidrocarburos le lleva varias vueltas de ventaja al minero, y se nota en los resultados: cuenta con muchísima mayor aceptación social.

 

La facción ambientalista

Como venimos exponiendo, este grupo no busca la explicación técnica de sus posturas y raramente sus referentes se someten a debates a los fines de explicar sus consignas efectistas. Tal como los jerarcas del extractivismo, también eluden los debates con sus contrarios, siendo poco frecuentes –por no decir nulos– los encuentros entre referentes de primera línea de ambos grupos.

Cuentan también con sostenedores internacionales, como lo tienen los extractivistas, pero con la diferencia que en lugar de ser corporaciones empresarias multinacionales, son ONGs internacionales tipo Greenpeace y otras, financiadas por mecenas y voluntaristas. A diferencia de las empresarias, se meten de lleno en el asunto y financian múltiples campañas. Actúan en diferentes países a través de sus filiales, y no trabajan con el lobby “arriba”, sino con grandes trabajos de base en las comunidades locales y redes sociales. Tienen la gran ventaja de tener el copyright del discurso de “la catástrofe”, que –como dijimos– vende y les hace sumar voluntarios y voluntarias en la difusión de sus ideas, como periodistas, políticos, académicos y otros actores sociales.

Proclaman una lucha contra el poder económico que quiere lucrar con los recursos a costa del ambiente. En estas proclamas dejan casi solos de un lado a los extractivistas que, como se niegan a dar la cara, terminan siendo una pequeña fuerza inorgánica frente a la poderosa armada ambientalista que aparece como multitudinaria, sin en realidad serlo. Los extractivistas quedan prácticamente en soledad, y son abandonados hasta por sus antiguos socios políticos. Un ejemplo muy claro de esto es lo que sucede actualmente con los permisos de exploración sísmica en bloques offshore otorgados por el Gobierno Nacional en el Mar Argentino. El oportunismo político provoca que hasta la mismísima oposición liberal se coloque en contra de estas oportunidades. Y hasta dentro de la misma coalición de gobierno no existe un criterio unánime. Así, en esta proclama de lucha de débiles contra el poder económico, es fácil para las y los ambientalistas ganar la calle, territorio que les resulta exclusivo. Por debilidades propias de los gobiernos provinciales, en cuestión de días doblegan a las autoridades. Los casos de minería en Andalgalá (Catamarca), Mendoza y Chubut son ejemplos claros de esta tesis, exitosa a favor de los y las ambientalistas. Lo vemos actualmente en Mar del Plata, donde les cuesta más que con la minería –a quienes en una situación similar hubieran pulverizado en horas–, pero igual van erosionando. La constancia de estos grupos es otra de sus características.

Un gran aliado con el que cuentan los ambientalistas es el Poder Judicial, casi de modo exclusivo. Los extractivistas, como cumplen con sus objetivos gracias a concesiones de explotación otorgadas por la autoridad administrativa, no necesitan ir a la Justicia a solicitar algo. Los ambientalistas saben que comienzan con la primera batalla perdida con el acto administrativo que otorga la concesión. A partir de ese momento, comienza a rodar el andamiaje mediático y judicial, ya que siempre alguna organización o comunidad concurre a la Justicia en búsqueda de una medida cautelar que paralice el trámite del proyecto extractivo. Tienen en claro que no conseguirán bajar el proyecto en la Justicia tan fácil, pero con las medidas cautelares –vía algún juez de turno de alguna localidad siempre dispuesto– ganan tiempo y presencia en los medios para desplegar todo el andamiaje antiextractivo.

Otro grupo que aporta a la trinchera ambientalista es el académico. A diferencia del academicismo extractivista, que está más abroquelado en un círculo pequeño y exclusivo, el ambientalista está más disperso en universidades e instituciones académicas, religiosas o filantrópicas, con mayor penetración sobre la masa. Los académicos ambientalistas rara vez provienen de la rama técnica –geólogos, ingenieros, etcétera. Más bien tienen fuerte raigambre en las ciencias sociales, a través investigadores e investigadoras del CONICET, docentes universitarios o referentes de diversos cultos. Afincados en las grandes ciudades y más acostumbrados a la dialéctica discursiva que los académicos extractivistas, parecen muchos más de los que en realidad son, y sus consideraciones –vía comunicados, solicitadas o distintas participaciones– van de la mano de frecuentes golpes sensibles, con los que van sumando adeptos que hasta ese momento se mantenían independientes.

Entonces, desde el punto de vista territorial, el ambientalismo se expande cada vez más, debido a que no es un grupo circunscripto a combatir proyectos productivos solo en los territorios donde ocurren, y a que posee gran penetración social en los centros urbanos. Desde el punto de vista de los estratos sociales también logra mayor penetración, ya que no es apoyado solo por grupos técnicos o personas capacitadas para un análisis fino. Cuenta con el apoyo de personas de todos los estratos sociales, y también políticos.

 

El nuevo rol del Estado

En esta somera descripción de grupos, posturas y actores, la principal conclusión que podemos extraer es que en el escenario actual el ambientalismo tiene ganada esta guerra. El tema es que no queda solo en el anecdotario, sino que ese triunfo impide e impedirá en el futuro –quizás con mayor fuerza– que en el país se puedan realizar proyectos sustentables de exploración y explotación de los recursos naturales.

El camino no es el extractivismo ni el ambientalismo, en los extremos presentados. La opción que debiera manejarse es la del desarrollo sustentable con fuerte intervención del Estado como autoridad de aplicación y de control. También a través empresas nacionales o provinciales –públicas o público-privadas– como socias en los proyectos. La opción privado o estatal –tan extremista como la de extractivismo o ambientalismo– es obsoleta y ha sido superada inclusive por países poderosos que tienen sus empresas mineras o petroleras de carácter público-privada. Y que, vaya paradoja, obtienen contratos y concesiones de distinto tipo en el nuestro.

Esta intervención-participación del Estado hoy ya no es una opción, sino una necesidad, y debe darse primero creando la estructura institucional adecuada, que sea la que dicte y administre una auténtica política de Estado en materia de energía y recursos naturales.

Los inmensos recursos naturales que poseemos en nuestro territorio necesitan primero ser pensados como estructura y política de Estado, a fin de que puedan resurgir y convertirse en un motor de desarrollo para el país. Esto, indudablemente, es más importante que los nombres de posibles candidatos, que es lo primero que se piensa en los distintos gobiernos: primero los nombres, y luego aparecen las políticas. Debiera ser exactamente al revés, ya que no son políticas cortoplacistas.

Hoy las gestiones minera e hidrocarburífera carecen de autonomía. Son secretarías que en la última década han ido deambulando por distintos ministerios, transformadas en oficinas administrativas productoras de estadísticas, normalmente encabezadas por personas sin especialidad en la industria. Carece de toda lógica que Minería se encuentre dentro del Ministerio de Desarrollo Productivo, que a su vez tiene entre sus funciones controlar los precios del supermercado. Lo mismo que energía e hidrocarburos pertenezcan al Ministerio de Economía, ocupado de políticas monetarias, inflacionarias y otros menesteres. Más adecuado sería la creación de un Ministerio de Energía y Minería, por la importancia que tienen para el desarrollo soberano del país, y donde las distintas actividades que comprenden cada una serán cada vez más interdependientes en la transición energética. El crecimiento de estas actividades, a los efectos de superar el estado de potencia y convertirse en acto, requiere estar fundado sobre bases sólidas, a partir de las cuales puedan desplegarse Políticas de Estado, Sustentabilidad, Seguridad Jurídica y Comunicación.

El primer cambio debe ser interno y estructural. Utilizar la misma metodología que viene fracasando conducirá inexorablemente al mismo resultado negativo. No existe ninguna posibilidad de que las industrias energéticas crezcan de este modo. En las actuales condiciones, efectivizar políticas que tiendan al desarrollo de los recursos naturales es prácticamente imposible, sumado al riesgo de un incremento en la conflictividad social.

Desde esta base de sustentación será necesario enderezar lo que viene torcido en el presente siglo a partir de confundir las competencias surgidas de la reforma constitucional de 1994. El derecho de dominio de las provincias sobre los recursos naturales no significa autonomía en su desarrollo. La política de fondo sobre estas cuestiones debe corresponder a la Nación. A las provincias –así sean las dueñas de los recursos– se les debe reservar el procedimiento y el poder de policía. Así está establecido en la Constitución Nacional y en el Código de Minería de la Nación. En este último caso es atribución de la Nación dónde y cómo se hace minería. Después se encadenan los permisos, que son potestad de las provincias, y la licencia social.

Esta tergiversación jurídica ha provocado que las provincias se conviertan en verdaderos sultanatos independientes, donde cada una actúa como quiere y –lo peor– según el deseo y el timing político del funcionario de turno que ejerza la gobernación. Ahora vemos que se pretende adjudicar a General Pueyrredón (Mar del Plata), un municipio que pertenece a una provincia, potestad de decidir sobre cuestiones que tienen que ver con el Mar Argentino a 400 kilómetros de la costa, que es jurisdicción de la Nación. Estamos practicando un falso federalismo, más bien un unitarismo fragmentado. Así, tenemos provincias que promueven la minería y otras que la prohíben. Provincias que aprueban una industria extractiva similar como el petróleo y gas, y al mismo tiempo prohíben la minera. Donde inclusive algunos funcionarios del Poder Judicial lo avalan. Un verdadero cambalache en el derecho y en los hechos. Y los que traerán “las inversiones” cambian de federalismo a unitarismo según el mostrador donde van pedir. Si necesitan concesiones o declaraciones de impacto ambiental, son férreos defensores de la autonomía de las provincias, ya que les resulta más sencilla su obtención. Pero, cuando necesitan beneficios fiscales o cambiarios, quieren ser asistidos por la Nación.

Esta dualidad no puede continuar, porque ya estamos en zona de riesgo. De seguir transitando por este camino de lucha entre extractivismo y ambientalismo, pronto nos quedaremos sin desarrollo propio de los recursos, inclusive hasta en las provincias que aún lo permiten. Es urgente que la Nación retome lo que nunca debió perder: una verdadera y auténtica política de Estado sobre los recursos naturales, uniforme para todo el todo el país.

Argentina cuenta con una legislación minera y de hidrocarburos de avanzada, adecuada y completa. Este sistema normativo, incluida la Licencia Social, articula perfectamente el interés del inversor con la protección y la remediación de los impactos ambientales, intentando el desarrollo con la preservación del ambiente y la participación de las comunidades; distintas leyes y otras normas de procedimiento provinciales con incentivos fiscales para el inversor. No todos los países en el mundo poseen un sistema normativo que contemple el interés y el beneficio de todos los sectores involucrados. No es necesario tocar la legislación, es necesario gobernar.

Desde esas bases, debemos también cambiar los conceptos comunicacionales. Los problemas en la mala comunicación se deben a que en algunos casos comienza en etapas tardías del proyecto: deberían empezar desde el comienzo de su prospección, liberando paradigmas, traumas, creencias o predisposiciones a subestimar a quienes se oponen, para evitar caer en elaboraciones incongruentes y repetitivas.

La Licencia Social para operar en un proyecto es una gran herramienta que obliga a un entendimiento entre empresas y comunidades, que lo serán día tras día en todas las etapas de los proyectos. Debería reglamentarse en todos los códigos de procedimiento de las provincias, y en otras disposiciones normativas para aquellas que no lo posean.

Otros caminos que debe emprender el Estado para el caso de la minería –ya existe en materia de hidrocarburos– es crear una Empresa Minera Nacional, dotada de un capital accionario mixto –Estado más inversión privada– con régimen de sociedad anónima. Es lo único que en el corto plazo puede generar confianza: la responsabilidad directa del Estado sobre un proyecto minero, que le permita asociarse con titulares de los derechos mineros en las distintas provincias con portfolio de proyectos que ya son conocidos y de rentabilidad asegurada. Funciona un modelo así en varios países mineros, y no existen razones fundadas para que no pueda funcionar en el nuestro.

Desde el Estado se necesita un cambio cualitativo en las políticas energéticas, de hidrocarburos y de minería. Y se debe comenzar urgente. Atento al cuadro de situación, el tiempo ya se cuenta por horas.

 

Favio Casarin es geólogo y abogado.

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