El COVID-19, una nueva oportunidad para una Argentina inclusiva

El discurso del presidente de la Nación en la apertura de las sesiones del Congreso Nacional en el año 2020 mostró el tono que el gobierno impondría en los siguientes cuatro años de gestión. En su disertación, Alberto Fernández presentó un diagnóstico socioeconómico exhaustivo, basado en las dificultades fundamentadas en el alto nivel de inflación y desocupación, el encorsetamiento generado por la deuda pública, los aumentos tarifarios y los altos niveles de endeudamientos de familias, jubilados y Pymes. Resaltó también la capacidad ociosa de la industria y la caída de la actividad industrial, sumadas a otras variables que caracterizaban la recesión. Sin embargo, ese discurso no podía predecir el cambio de timón forzoso, por la irrupción del COVID-19.

La gobernanza quedó afectada. El gobierno se vio obligado a revisar prioridades e implementar políticas de emergencia para atender las exigencias y las demandas extraordinarias, producto del surgimiento de la pandemia. Si el panorama no era alentador, se volvería aún más sombrío. Se reasignaron partidas para atender la adecuación del sistema de salud, se avanzó en la negociación con acreedores privados, se ampliaron las transferencias monetarias y se establecieron nuevas, en función de la paralización de las actividades económicas como consecuencia de las medidas sanitarias.

Ante la incertidumbre, todo el arco político nacional, provincial y local actuó con madurez en los primeros meses del surgimiento de la pandemia, dando oxígeno a la puja política y colaborando con las iniciativas del gobierno nacional, siempre en una lógica que atendiera los requerimientos locales. Rápidamente se elaboraron una serie de iniciativas que intentaron atender las necesidades de los grupos más desfavorecidos de la sociedad.

Las primeras acciones de gobierno se focalizaron en la prevención y el aislamiento.  También se buscó asegurar el acceso a los alimentos mediante el Programa Argentina contra el Hambre, aumentando 451% el presupuesto respecto de 2019; la Tarjeta Alimentar, con 1.567.000 beneficiarios; la Asignación Universal por Hijo (AUH), con una cobertura de 1.945.047 niñas y niños, 45.710 embarazadas y 49.520 personas con discapacidad; se amplió la asistencia a comedores escolares y comunitarios; y se reforzaron los programas Progresar y de Recuperación Productiva (REPRO). Unidas a estas iniciativas, todas las áreas nacionales desarrollaron políticas para contener la crisis de sus sectores.

Tal como lo señalan los análisis del Observatorio de la UCA, el efecto “inmediato” de las políticas de transferencia de ingresos aplicadas se estima en 17,9 puntos porcentuales en la reducción de la tasa de indigencia y de 9,2 puntos porcentuales para la tasa de pobreza. Esto equivale a decir que, sin contar con estas políticas, los niveles de indigencia, en lugar de afectar al 10% de la población, habrían alcanzado al 27%. El impacto sobre los niveles de pobreza resulta menor, aunque de importancia significativa: el porcentaje de pobreza por ingresos habría sido, sin transferencias, del 54%, en lugar del 44,7% registrado.

Las medidas se focalizaron en la base de la pirámide social, reforzando la elección del gobierno de priorizar a las y los más vulnerables. Sin embargo, la vulnerabilidad se extendió a una clase media golpeada reiteradamente. Amplios sectores del comercio, la industria y los servicios fueron afectados con destinos inciertos, debido a la prolongación de la pandemia, generando un nuevo desafío que interpela la acción de gobierno.

La experiencia demuestra que las políticas públicas son parte de la solución, pero sin un sistema político y una ciudadanía comprometida y responsable, es imposible revertir los efectos de la crisis. Las tensiones entre las fuerzas políticas fueron en aumento, generando mayores incertidumbres en la población que, unidas a los desgastes propios de la dinámica pandémica –enfermedad, muerte, aislamiento, crisis económica, violencia–, agudizan las brechas sociales y políticas. De ello se desprende que, ante la pandemia, la clave no es imponer o centrar todos los esfuerzos en una acción pública vertical, sino que se trata de instrumentar con la mayor legitimidad posible las políticas y el acceso a información segura, apostando a la confianza en las instituciones.

El débil respaldo al desempeño de los actores políticos y –en muchos casos– las debilidades del sistema revelan la necesidad de fortalecer los canales de comunicación entre la ciudadanía y quienes toman decisiones. Las agendas de Estado requieren consensos estables y espacios de discusión amplios y diversos en representación, según los contextos. En el diálogo económico-social implementado por la Secretaría de Asuntos Estratégicos de la Jefatura de Gabinete de Ministros podría vislumbrarse algún camino efectivo de encuentro, ampliando la participación de actores de diversa procedencia y extracción.

Estamos a la puerta de cambios que requerirán definiciones de viejos y nuevos temas: un Estado presente, una salud pública adecuada, un sistema educativo y tecnológico apropiado a los tiempos, garantías para las nuevas modalidades de trabajo, un sistema de protección social integral y un modelo de desarrollo que avance más allá de las racionalidades meramente económicas. El desarrollo fundamentado en los principios de la Agenda 2030 y la pandemia se presentan como retos globales que deben ser abordados desde lo nacional y lo local. Es fundamental (re)pensar el desarrollo en sus tres dimensiones –económica, social y ambiental– incentivando cadenas de valor y el capital humano y social, y reforzando las capacidades productivas, tecnológicas y comerciales, y a nuevos sectores estratégicos.

La pandemia expuso de manera brutal los desafíos de los Objetivos de Desarrollo Sostenible y aceleró los tiempos en la consecución de los logros previstos, resaltando el papel de la educación, el desarrollo del talento, la innovación y la investigación y el desarrollo, reforzando la necesidad de un cambio cultural, ético y político.

Sin embargo, a las restricciones nacionales se suma un escenario internacional sumamente adverso, que la CEPAL sintetiza en grandes desafíos: a) la fragmentación y las tensiones comerciales y tecnológicas; b) el cambio de un ciclo económico que afecta mayormente a las economías emergentes, con un menor crecimiento en promedio y una mayor volatilidad financiera; c) el estancamiento de los progresos sociales; y d) la afectación de los avances a nivel de la agenda de cambio climático. Estas tendencias solo podrán ser revertidas con cambios drásticos en el estilo de desarrollo actual, tanto en el ámbito nacional como internacional. Algunas de las líneas que proponen los especialistas, apuntan a: a) consolidar estrategias que tiendan puentes hacia un multilateralismo, fortaleciendo y reorientando la cooperación internacional hacia la generación de bienes públicos globales y regionales; b) generar mecanismos de resiliencia ante el impacto de las crisis económicas y los cambios tecnológicos; y c) fortalecer los sistemas de protección social y profundizar los procesos democráticos.

 

Las oportunidades detrás de la crisis

El desarrollo sostenible requiere la generación y el efectivo acceso a bienes públicos, políticas económicas anticíclicas, políticas sociales integrales y políticas de producción sustentables en términos económicos y ambientales. Además, demanda sistemas democráticos estables y participativos. Se necesita generar “nuevas legitimidades” a partir de instituciones más fuertes, de una gobernanza horizontal y de una “comunicación pedagógica” que, basada en evidencia, oriente los esfuerzos nacionales y regionales hacia la inversión en capital –humano y físico– y la innovación tecnológica, creando las condiciones necesarias y generando los incentivos correctos: estabilidad en las reglas; estímulos al desarrollo de las ciencias y la tecnología y al asociativismo público-privado; inversión en salud y educación; consolidación de programas inclusivos de política social; y planificación fiscal más eficiente y con una planificación estratégica a largo plazo que minimice la volatilidad económica y los ciclos del tipo stop and go.

Todo indica que nada será igual después del coronavirus. La respuesta depende de nosotros.

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