Directivas anticipadas de la voluntad en el Código de Derechos Humanos

Las llamadas Directivas Anticipadas de la Voluntad o Directivas Anticipadas de Salud constituyen un derecho que proviene del derecho anglosajón “Living Will”. Probablemente podamos traducir “Living Will” como testamento vital. Este testamento está constituido por una serie de instrucciones que el individuo incoa –en pleno estado de lucidez y libre ejercicio de su voluntad– para el caso eventual de que hubiere que adoptar medidas específicas relativas a su salud sin que en ese momento el paciente pueda decidir por sí solo.

 

Las directivas anticipadas como derecho humano: la auto-referencia

Se trata de uno de los derechos que asiste a los pacientes en su relación con el médico o la médica. Usualmente los derechos mínimos asegurados son el consentimiento informado, la autonomía de la voluntad, la información sanitaria, la confidencialidad, el trato digno y respetuoso, la historia clínica, la muerte digna, la asistencia, la intimidad y las referidas directivas anticipadas de la voluntad.

Los casos no son excepcionales. En general, cuando una persona está culminando naturalmente su vida, su salud puede verse co-implicada con diversas morbilidades. Si alguna de ellas le impide instruir debidamente a su médico o médica, el testamento vital o directivas anticipadas reemplazan la voluntad que no puede expresar en el momento oportuno respecto del estilo de tratamiento que desea recibir, si es que desea recibirlo. Es habitual que, ante situaciones quirúrgicas que implican riesgo de inconciencia, o ante enfermedades mentales progresivas, el paciente asuma anticipadamente decisiones que su médico o médica habrá de respetar ante determinados eventos.

Se trata de un derecho humano. Su raigambre es múltiple y abreva en el derecho a la privacidad, a la dignidad humana, a la autonomía de la voluntad y, sobre todo, en el derecho a un proyecto auto-referente de vida. El derecho a un proyecto auto-referente de vida indica que todo individuo puede desplegar su existencia sin más referencia que él mismo. En la medida en que sus decisiones no perjudiquen a terceros, todos pueden programar su trayecto vital con los parámetros éticos, religiosos, sexuales, convivenciales, profesionales y otros que quiera según la autonomía de su voluntad.

 

La muerte

La muerte es un punto de discusión que alarma. En general la muerte –en todos sus aspectos– es un tema socialmente prohibido. Si bien las religiones le dan usualmente un carácter de nuevo comienzo, nadie está demasiado entusiasmado con morirse. Las religiones cavilan al evaluar los avances científicos: la biogenética, la clonación de células, la duplicación de órganos completos y la extensión de la vida a través de recursos sofisticados reciben de las religiones miradas torvas de desaprobación o de duda. La humanidad siempre estará enfrentada al drama de su finitud, herida narcisista que asumimos, como podemos, cada mañana.

Enfrentar la fe con la ciencia es una tarea inútil y científicamente incorrecta. El más frío y calculador de los científicos biotecnológicos puede depositar su corazón en la fe, puesto que la ciencia es un orden racional, y la fe un acto espontáneo de la conciencia moral que no requiere ser justificado. Separados los territorios, no hay disputa, pero sí subsiste una serie de problemas éticos.

Las sociedades buscan refugio en las religiones, pero no descuidan los avances científicos que esas religiones rechazan. La suspensión criogénica de Walt Disney, el congelamiento de células cerebrales en los laboratorios de Phoenix (California) para “dar vida” a sus donantes en el futuro, y la clonación de órganos y personas no son más que desafíos concretos a la mortalidad. La humanidad cree en Dios y en las religiones que ha creado, pero también le exige a la ciencia que desafíe diariamente a la muerte.

Nadie cuestiona seriamente avances médicos que alargan la vida. Incluso técnicas invasivas del cuerpo como implantes y trasplantes son admitidas por las religiones más duras. La reacción frente a la muerte no suele ser un sereno abandono a los designios del Creador. Más bien se trata de luchar contra el minuto trágico y alargarlo tanto como se pueda. Una eternidad, si es posible.

La muerte como episodio de la vida no es asumido en paz. Dejar de ser no está en los planes serios de nadie y no nos parece muy grato que el mundo se las vaya a arreglar absolutamente bien sin nosotros. Es por esta causa que el tema general de las directivas anticipadas suele ser tratado con pudor. Por lo mismo, es preciso desmitificar el problema y ponerlo sobre la mesa, con todas sus sombras y todas sus luces. ¿Quiere el paciente que el médico o la médica realicen las llamadas “maniobras heroicas” en el curso de una cirugía? ¿Quiere que se intente la prolongación de su vida a toda costa? ¿Quiere que se realicen esfuerzos de resucitación? ¿Quiere incluso sufrir y padecer para gozar de un poco más de tiempo de vida sin calidad alguna? Son aspectos que no debe resolver el médico o la médica, sino el o la paciente.

La prolongación de la vida no debe convertirse en una prolongación de la agonía si el paciente no quiere sufrir vanamente. La muerte digna es un derecho, y está incardinado con la existencia, como todo derecho humano.

 

La superioridad del médico

La tradición del médico o la médica que acumulan toda la sabiduría sobre la vida, la morbilidad y la muerte ha dado lugar ahora a un escenario distinto. Desde la misma tradición hipocrática hasta el siglo XX, el médico fue visto como una suerte de sacerdote, un ser con vínculos con la divinidad, capaz de decidir con su sola voluntad sobre el cuerpo y el alma del paciente. Probablemente hayan sido los doctores Sigmund Freud y Carl Jung quienes, a fines del siglo XIX y principios del siglo XX y con el psicoanálisis, humanizaron la relación médico-paciente y le dieron a este último la palabra. La relación con el médico o la médica se convirtió entonces en un vínculo entre iguales: están obligados a explicar en términos sencillos qué le ocurre a su paciente, ofrecerle todas y las mejores alternativas al alcance de la ciencia médica, y sugerir caminos preferentes sólo en caso de que el paciente les pida una opinión específica. La idea de un médico que “hace lo mejor” para su paciente incluso contra su voluntad es contrario al principio de autonomía y auto-referencia. El médico o la médica aparecen aquí como demiurgos, un Gran Otro que decide sobre la vida y la muerte con soltura y solitariamente.

En realidad, el médico o la médica deben decidir conjuntamente con su paciente, y si éste no estuviera en condiciones de decidir, deben atenerse al testamento vital o directivas anticipadas. Hay en esto una disputa de poder: el médico, antes amo y señor de la vida de su paciente, ahora recibe instrucciones precisas. No hay en esto un desprecio o una subvaloración de la actividad médica, sino simplemente una paridad: la relación es ahora horizontal y no vertical.

Con motivo de los juicios por mala praxis médica, algunos médicos toman medidas exageradas, “por las dudas”. Actúan, digámoslo así, en defensa propia, pensando que si exageran los cuidados y paliativos no quedarán expuestos a una mala praxis eventual. El punto de vista es incorrecto: la buena praxis no es atosigar al paciente con medidas paliativas, sino seguir de cerca su voluntad aplicando los mejores tratamientos al alcance de la ciencia médica.

El punto central de todo tratamiento médico es el paciente y su voluntad. En el preciso momento en que un individuo se enferma, se siente normalmente disminuido por la morbilidad, y quienes lo asisten están obligados a tratarlo con la mayor dignidad y respeto, siguiendo sus precisas instrucciones.

 

Daniel E. Herrendorf es escritor, fundador y presidente honorario del Capítulo para las Américas del Instituto Internacional de Derechos Humanos (www.iidhamerica.org), y autor de Código de Derechos Humanos.

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