Deuda, ambiente y cambio climático: una discusión más antigua –y, a la vez, más actual– de lo que parece

En un momento en que la negociación de la deuda externa, más precisamente con el Fondo Monetario Internacional (FMI), está en todos los titulares de los medios nacionales, resulta interesante repasar algunas cuestiones que relacionan deuda externa, ambiente y cambio climático.[1] Si bien esta negociación con el FMI pareciera no ser demasiado diferente de las anteriores –más allá de que algunas exigencias fiscales aparecen como menos rígidas que en otras oportunidades– las cuestiones ambientales finalmente no estuvieron explicitadas en el corazón de las discusiones.

No obstante, hay que recordar que históricamente, la presión ejercida por los Organismos Internacionales de Crédito –principalmente a través del FMI– para el pago de las deudas externas de las economías de las naciones menos industrializadas, llevó a que los gobiernos de éstas implementaran medidas de política económica que, generalmente, significaron una mayor carga sobre sus recursos naturales, con sus consiguientes consecuencias ambientales. Estas medidas se aplicaron, generalmente, en el contexto de los denominados Programas de Ajuste Estructural, con la finalidad de asegurar que los países pudieran hacer frente a esos pagos, independientemente de los efectos socioambientales que pudieran provocar.

En este contexto, resulta interesante la propuesta efectuada por el presidente Alberto Fernández, en la Cumbre de Líderes sobre el Clima de abril de 2021, para que aquellos países que reemplazaran combustibles fósiles por energías no contaminantes recibieran mayores plazos para el pago de sus deudas con los organismos internacionales. Resultó una forma novedosa de encarar este tipo de negociaciones y volvió a poner en agenda el tema de la relación entre deuda externa y ambiente. Esta relación tiene múltiples aristas, desde la compensación entre deudas financieras y deudas ecológicas, hasta la transformación del ambiente y de los recursos naturales estratégicos en commodities. Algunas de estas discusiones no son nuevas, pero reaparecen periódicamente bajo distintos formatos y enfoques que, en algún momento, estuvieron en la agenda de la negociación internacional sobre diversos temas ambientales globales, como deuda ecológica, responsabilidad histórica, canje de deuda por conservación de la naturaleza, comercio de certificados de emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI) y otros mecanismos de mercado, entre los más conocidos.

La receta histórica aplicada por el FMI han sido los mencionados Planes de Ajuste Estructural, que consisten en un conjunto de medidas económicas, sociales y financieras con el objetivo principal de generar un excedente de balanza comercial que permita garantizar las divisas para efectuar los pagos del servicio de la deuda externa contraída por los países en los que se aplican. Estos planes remiten inmediatamente al denominado Consenso de Washington y al decálogo de medidas que, generalmente, plantean como metas frenar la inflación, conseguir el equilibrio fiscal –prioritariamente a través de la reducción del gasto público–, equilibrar la balanza de pagos y reducir la intervención del Estado en la economía. Ante la necesidad de generar superávit en la balanza de comercial, para contar con las divisas para los pagos correspondientes, los gobiernos de los países endeudados tienen teóricamente varias opciones, algunas de ellas destinadas a aumentar las exportaciones. En el caso de un país como Argentina, exportador de alimentos, recursos naturales no renovables –hidrocarburos, minerales– y manufacturas de origen agropecuario en general, este aumento de las exportaciones puede darse o bien por un aumento en el saldo exportable mediante una caída en los ingresos y consecuentemente una baja en el consumo interno de los bienes exportables –principalmente alimentos–, o bien mediante una intensificación de las exportaciones de commodities agropecuarias y otros recursos naturales de origen primario, renovables y no renovables.

Entre los diversos mecanismos aplicados en Argentina para “garantizar” el pago de la deuda, durante los 80 y los 90 hubo dos que son particularmente relevantes para el tema que nos ocupa, ante el retorno a la agenda de discusión del llamado ‘Canje de Deuda por Naturaleza’ que estuvo en boga desde mediados de la década de 1980 hasta mediados de los 90. En primer lugar, el llamado Capitalización de la Deuda, que permite al acreedor externo transformar en capital las obligaciones del deudor, reduce la deuda y aumenta la desnacionalización de la economía, permitiéndole quedarse con activos locales por montos reducidos. Es el mecanismo que se usó, por ejemplo, para las privatizaciones que se llevaron a cabo en el comienzo de la década de los 90. En segundo lugar, la Cancelación anticipada de la Deuda, que implica la compra de bonos de la deuda por parte de deudores privados y la entrega de los mismos a los bancos acreedores. El Estado paga por la diferencia entre el valor real de mercado de unos bonos devaluados y el valor nominal al cual se emitieron.

La idea del canje de deuda por naturaleza fue planteada en 1984 por Thomas Lovejoy, exvicepresidente del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) y, posteriormente, jefe de asesores sobre biodiversidad del Banco Mundial, con el argumento de que los países pobres no podrían hacer frente a sus crisis económicas sin destruir sus recursos naturales. El procedimiento consistía en que instituciones ambientalistas de los países desarrollados compraran parte de la deuda que los bancos ofrecían a precios rebajados y los gobiernos de los países deudores entregaran el equivalente –en moneda local– a ONGs conservacionistas, para emplear ese dinero en la compra de tierras que pudieran convertirse en reservas naturales, en la administración y expansión de parques nacionales ya existentes, en educación ambiental y en investigación y conservación de ecosistemas y especies amenazadas, entre otras actividades destinadas a cuidar el ambiente. La idea se implementó a principio de la década de 1990 y, para mediados de 1991, se habían llevado a cabo 19 de estos tratos en 10 países –Bolivia, Ecuador, Costa Rica, República Dominicana, México, Madagascar, Ghana, Filipinas, Polonia y Zambia– en los que, mediante el pago de una suma relativamente pequeña en dólares por parte de las ONGs ambientalistas de países desarrollados a los bancos acreedores, las instituciones conservacionistas que administraban estos proyectos en los países huéspedes recibieron una cantidad de dinero relativamente importante, en términos de moneda local.

A primera vista, pareciera que todos ganan: los bancos recuperan parte de los préstamos, los gobiernos de los países deudores disminuyen su deuda y los habitantes de esos países conservan sus ecosistemas y recursos naturales. A las bondades descritas se sumaba el prejuicio de una supuesta mayor eficiencia en el manejo privado –empresarial– de las áreas protegidas respecto del manejo público. No obstante, no todo es tan prístino como parece: estos cambios de deuda por naturaleza no representan una entrada de dinero al país deudor y son por montos tan pequeños que dan solamente la ilusión de una disminución de la deuda externa. En todos los casos, una ONG de un país desarrollado ha entregado dinero a un banco comercial de un país desarrollado, a cambio de unos bonos de deuda generalmente devaluados y muchas veces en default, mientras que un país endeudado ha prometido dar dinero, por el equivalente al valor nominal del bono en moneda local, a una ONG. Nada significativo se ha transferido de Norte a Sur, pero queda la duda de quién se encarga de la administración y el manejo de los recursos protegidos mediante el mecanismo, en tanto éste puede dar lugar a una privatización y potencial desnacionalización de bienes públicos y recursos de propiedad común pertenecientes a las sociedades de los países endeudados. Finalmente, a medida que las deudas se fueron reestructurando y fue reduciéndose la diferencia entre los valores nominales y de mercado de los bonos de las deudas de estos países, el mecanismo dejó de ser el boom que prometía en sus inicios, tal vez porque se diluyó el subsidio implícito en el mecanismo que era uno de sus principales atractivos.

Esta idea de los Canjes de Deuda por Naturaleza volvió a tener vigencia cuando hace pocos días activistas del movimiento cívico y ambientalista Avaaz se manifestaron ante la sede central del FMI para pedir al organismo que reduzca –y, en algunos casos, elimine– las deudas de países emergentes, entre ellas la de Argentina, en compensación por la deuda ecológica que las naciones desarrolladas mantienen con el resto del planeta.

Las corrientes de pensamiento conocidas como Economía Ecológica y Ecología Política se han ocupado de definir el concepto de Deuda Ecológica. Uno de sus principales representantes es el economista catalán Joan Martínez Alier, quien plantea que esta deuda surge a partir del análisis histórico de la relación Norte-Sur, a través del Intercambio Ecológicamente Desigual y el Uso Desproporcionado del Espacio Ambiental, con la consecuente falta de retribución por el Uso de Servicios Ambientales. El Intercambio Ecológicamente Desigual –que sin proponérselo remite al Intercambio Desigual entre Centro y Periferia planteado por Raúl Prebisch y otros representantes de la Escuela Estructuralista de la CEPAL– surge del intercambio de productos exportados por países y regiones menos desarrolladas y más pobres, a precios que no reflejan las externalidades causadas por estas exportaciones –huella hídrica, huella ecológica– o el agotamiento de los recursos no renovables, a cambio de bienes y servicios con alto valor agregado y reproducibles por la aplicación de tecnología y capital físico, provenientes de regiones más ricas. Respecto del Uso Desproporcionado del Espacio Ambiental y la falta de pago por el Uso de los Servicios Ambientales correspondientes, un informe de la Global Footprint Network de principios de 2021 estima que la población mundial en su conjunto está consumiendo un 70% por encima de la capacidad regenerativa del planeta, con un alto grado de heterogeneidad entre aquellos países cuya huella incide en mucha mayor medida que los proveedores netos de bienes y servicios ambientales. Esto mismo se podría plantear para las emisiones de GEI, generando una Deuda Climática del Norte rico hacia el Sur empobrecido.

En el marco de la COP-26 de Glasgow –inicialmente prevista para 2020 y postergada para noviembre de 2021– se esperaba definir la estructura final de propuestas que incluyen emitir nuevos bonos con metas de biodiversidad y de cambio climático; a la vez que se hablaba de estudiar herramientas para reducir la deuda que los países mantienen con organismos multilaterales de crédito –como el FMI–, los que se comprometieron a presentar un instrumento de “canje de deuda verde” en dicha reunión, pero finalmente esto no sucedió, de manera formal. En este contexto, un reciente estudio de la Universidad de Cambridge concluyó que la Argentina es uno de los tres países –junto con Islandia e Irak– que tendría un superávit crediticio positivo al incluirse la variable climática en el análisis de las deudas soberanas de todas las naciones del mundo, en el que se intentó determinar el grado de sustentabilidad de las deudas cuando se incorporan los costos ambientales indirectos –no medidos por las calificadoras de riesgo– a la sustentabilidad de largo plazo de las deudas actualmente contraídas por todos los países. De este modo, Argentina sería el candidato “perfecto” para acceder a las operaciones de reducción de deuda atadas a la emisión de este tipo de bonos “verdes”. Escapa a los alcances de este breve artículo ahondar en las metodologías utilizadas por algunos de estos estudios recientes, pero igualmente se consignan por ser parte de un debate que recobró actualidad.

Estas discusiones se dan en una coyuntura en que la negociación internacional sobre el cambio climático se encuentra en un momento de empantanamiento, en la medida en que no muestra los resultados esperados. Es que existían otras expectativas, tanto a principios de la década de 1990 (1992), en tiempos de la firma de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC); como al término de esa misma década (1997), cuando se firmó el Protocolo de Kioto (PK); o a fines de 2015, en oportunidad de la rúbrica del Acuerdo de París (AP). Ahora, pandemia mediante, todas las miradas están puestas en la 27ª Conferencia de las Partes de la CMNUCC (COP-27) en Sharm el Sheij (Egipto), dado que los principales temas cuya discusión se planteó para la COP-26 de Glasgow aún están pendientes de definición.

En su momento, la CMNUCC reconoció la “responsabilidad histórica” de los países industrializados en haber llegado a la situación vigente, respecto de su contribución a las actuales concentraciones atmosféricas de GEI y su consiguiente efecto sobre el clima terrestre, atribuyéndoles mayores compromisos para hacerle frente al problema –incorporándolos en su Anexo I–, planteando el principio de “responsabilidades comunes pero diferenciadas” y reconociendo a los países menos desarrollados el derecho a mejorar las condiciones de vida de sus habitantes. En su artículo 4.1. abre las puertas a que los países no sólo tomen medidas domésticas para hacer frente a los desafíos del cambio climático, sino que también lo puedan hacer a través de la colaboración con otros países, para cumplir con los compromisos de mitigación que asumieran. Esto dio lugar a la fase piloto de la llamada Implementación Conjunta, que fue uno de los mecanismos que posteriormente se terminó de delinear en la negociación que culminó con la firma y posterior entrada en vigor del Protocolo de Kioto. El PK estableció compromisos cuantificados de reducción o limitación de emisiones de GEI para los países incluidos en su Anexo B –prácticamente los mismos incluidos en el Anexo I de la CMNUCC– e introdujo mecanismos de mercado para ayudar a las partes a cumplir con sus compromisos: la Implementación Conjunta (JI, artículo 6º); el Mecanismo para un Desarrollo Limpio (MDL, artículo 12); y el Comercio de Emisiones (CE, artículo 17). El Acuerdo de París, en tanto, es un convenio surgido dentro de la CMNUCC que establece medidas para la limitación o reducción de emisiones de GEI. El AP cubre el período posterior a 2020 y tiene como principal objetivo de largo plazo mantener el incremento de la temperatura media mundial por debajo de 2°C con respecto a los niveles preindustriales y, adicionalmente, que los gobiernos se comprometan a seguir trabajando para limitarlo a 1,5°C.

En este contexto, las partes de la CMNUCC presentaron planes generales nacionales de acción, denominadas Contribuciones Nacionalmente Determinadas (NDC), a través de los cuales se implementan medidas y acciones que se espera que limiten o reduzcan sus emisiones, así como también disminuyan su vulnerabilidad a los impactos esperados del Cambio Climático. Adicionalmente, entre otros acuerdos alcanzados, las partes que integran el conjunto de los países más desarrollados se comprometieron a financiar la lucha contra el cambio climático, para ayudar a los países en desarrollo a reducir sus emisiones y a aumentar la resiliencia ante los efectos del cambio climático. Sin embargo, hasta el momento, las naciones más ricas no están ni cerca de entregar los 100.000 millones de dólares anuales prometidos para ayudar a las más pobres a enfrentar estos desafíos.

El artículo 6º del AP contempla un enfoque que promueve la cooperación voluntaria entre las partes para el cumplimiento de las NDC y la promoción del Desarrollo Sustentable. Contempla, también, la generación de los Resultados de Mitigación de Transferencia Internacional (ITMO) entre partes, que pueden incluir Unidades de Reducción de Emisiones (ERU). Es imposible soslayar las similitudes y la relación existente entre este artículo 6º del Acuerdo de París y los mecanismos surgidos del Protocolo de Kioto. Particularmente con el MDL, que era el único de dichos mecanismos en el que tenían participación los países “no Anexo I y no Anexo B”, como es el caso de Argentina.

Sin embargo, esta apertura al mercado no mostró resultados acordes a las expectativas que creó en su papel para contribuir a hacer frente al Cambio Climático, ni en el ámbito regional ni en el global. América Latina fue una región pionera en lo concerniente a su participación temprana en los mecanismos de reducción o limitación de emisiones. Esta situación se dio incluso mucho antes que el tema estuviese instalado con fuerza en otras regiones, posteriormente muy activas en el uso del mecanismo, principalmente China y el Sudeste Asiático. No obstante, esto no redundó en ventajas para la región, en términos de radicación de inversiones o de establecer mejores condiciones en la negociación internacional en el marco de la Convención de Cambio Climático.

Por otro lado, los países de la región sufrieron lo que se podría denominar la “lógica perversa del MDL”, análisis que se puede extender a otros mecanismos similares, en tanto muchas de las medidas de mitigación de menor costo o de mayor volumen de emisiones involucradas –sustitución de combustibles, utilización de energías no emisoras de GEI– en buena medida ya han sido llevadas a cabo, principalmente entre las décadas de 1970 y 1990, con lo que pasaron a formar parte de sus Líneas de Base y así encarecen relativamente las actividades de proyectos que pueden considerarse adicionales, principalmente si se comparan con las oportunidades que tienen países localizados en regiones que postergaron la aplicación en el tiempo de dichas medidas y que compiten por imponer sus proyectos en el mismo ámbito.

En relación con este tema es interesante traer a la memoria un trabajo realizado por Carlos E. Suárez (1995) en el que planteaba que la región en su conjunto había conseguido importantes avances en la mitigación de emisiones de GEI en el período 1970-1995. Si bien estos esfuerzos estuvieron motivados por estrategias de sustitución de fuentes energéticas y de aprovechamiento intensivo de recursos locales y renovables en el sector energético, más que por intereses ambientales, el resultado fue una disminución muy significativa de las emisiones de GEI respecto de la situación que se hubiese dado si estas medidas no se hubieran aplicado y se hubieran seguido utilizando intensivamente combustibles fósiles como hasta el año 1972, en que se dio el máximo coeficiente de emisiones específicas. Suárez realizó una estimación de las toneladas de CO2 no emitidas –ahorradas– en el sistema energético de América Latina y El Caribe (ALyC) por estas acciones en el período 1970-1990; tomó en consideración que los proyectos y desarrollos energéticos que permitieron ese ahorro lo siguieron haciendo por un período promedio de 40 años; y le asignó un precio a cada tonelada de CO2, surgido del promedio ponderado de los estudios de mitigación llevados a cabo en ese momento por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y el Laboratorio RISØ de Dinamarca, en los países en vías de desarrollo. Lo que dio como resultado que el esfuerzo de mitigación realizado por ALyC en el período 1970-1990 tenía un valor monetario de unos 415.000 millones de dólares, que es una cifra prácticamente equivalente a la totalidad de la deuda externa regional en 1990: 425.000 millones. Sin embargo, este enorme esfuerzo hecho por la región, con logros no despreciables desde el punto de vista de la limitación de emisiones de GEI, no pudo ser aprovechado y no fue tomado en consideración en la Negociación Internacional sobre Cambio Climático, dado que el Año Base tomado como punto de partida –tanto por la CMNUCC como por el PK– fue 1990, cuando la gran mayoría de estos esfuerzos, que redundaron en beneficios globales para toda la comunidad internacional, ya formaban parte de la Línea de Base a partir de la cual se contabilizaron las contribuciones para enfrentar el Cambio Climático. Igualmente, es un antecedente importante en la discusión de la relación entre Deuda Externa, Diferencias Norte-Sur y Cambio Climático.

Otro antecedente relevante es la llamada “Propuesta Brasileña” al Protocolo de Kioto, que planteaba una reducción de emisiones de GEI por parte de las partes del Anexo I –en conjunto– para el año 2020 de un 30% por debajo de los niveles de 1990. El objetivo de reducción propuesto abarcaba los tres principales GEI –dióxido de carbono (CO2), metano (CH4) y óxido nitroso (N2O)– y se extendía de 2001 a 2020, utilizando sucesivos períodos de compromiso de cinco años. El método utilizado para distribuir las cargas de reducción de emisiones entre los países se basaba en la responsabilidad relativa de cada uno de ellos en el aumento de la temperatura global, determinando responsabilidades individuales para cada integrante del Anexo I, de modo que los países que se industrializaron antes –y, por ende, presentan una mayor emisión acumulada de GEI– deberían asumir los compromisos de reducción de emisiones en términos porcentuales. Adicionalmente, se proponía crear un Fondo para un Desarrollo Limpio (FDL), un mecanismo punitivo y financiero que gestionaría el Fondo para el Medio Ambiente Mundial (GEF, tal como es más conocido, por sus siglas en inglés). Se planteaba que, si los países industrializados no cumplían con las reducciones exigidas, se les impondría una multa de 10 dólares por cada tonelada de emisiones de carbono que superara el objetivo, que irían a formar parte del FDL. El criterio de distribución del fondo correspondía a la lógica de proporcionalidad de la propuesta brasileña: los países no incluidos en el Anexo I podrían solicitar fondos en función de su contribución relativa al calentamiento atmosférico. Los fondos financiarían proyectos de reducción de gases de efecto invernadero y hasta un 10% se destinaría a proyectos de adaptación. El objetivo principal del fondo propuesto era promover la protección del clima, incluso mediante la transferencia de tecnologías limpias y permitiendo la participación de las Partes no Anexo I. Si bien la manera que se planteaba para la distribución del FDL en cierta forma transfería una parte significativa de los fondos a los mayores emisores no incluidos en el Anexo I –Brasil, entre ellos–, podría haberse constituido en un punto de partida importante para internalizar parte de los costos transferidos por los países industrializados al resto de la humanidad. En momentos como el actual, en los que se negocian compromisos ambientales –en muchos casos ligados a compromisos financieros–, no es ocioso recordar la significativa deuda ambiental que el Norte tiene con el Sur, desde los tiempos mismos de la conquista. Esta nueva etapa de negociaciones es una buena oportunidad para que se reconozca y compense parte de esa deuda, al menos flexibilizando las condiciones de devolución y de acceso al financiamiento internacional de aquellos países que menos contribuyeron a llegar a la situación actual, respecto del Cambio Climático, y que comparten el esfuerzo por hacerle frente a este desafío.

Es muy probable que los debates sobre la deuda y el clima se intensifiquen durante 2022, teniendo en cuenta los pobres resultados de la Cumbre de Glasgow de noviembre de 2021. Como desde el inicio de las negociaciones internacionales sobre este tema, se espera que el dinero –que está en el centro de la discusión de cómo distribuir los costos de hacer frente al Cambio Climático– sea uno de los principales puntos de fricción; así como un involucramiento importante de los organismos multilaterales, como el FMI, en la implementación de los resultados de estas negociaciones a través de sus programas y líneas de financiamiento.

La propuesta del presidente Alberto Fernández se enmarca en una crisis global de deuda soberana de gran parte de los países en vías de desarrollo, agravada, en la mayoría de los casos, por la pandemia del COVID-19. Argentina, en particular, atraviesa desde 2018 una severa crisis de deuda que no sólo compromete la estabilidad macroeconómica y dificulta las inversiones necesarias para hacer frente a los compromisos asumidos en materia climática, sino que además refuerza la dependencia de las exportaciones primarias y MOA, con potenciales consecuencias socioambientales. En un informe reciente (2020), la Dirección Nacional de Bosques del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible establece que Argentina está entre los diez países con mayor pérdida neta de bosques en el período 2000-2015. La pérdida de bosques nativos entre 1998 y 2018 fue de alrededor de 6,5 millones de hectáreas, principalmente en el Parque Chaqueño, que se constituye en el segundo foco de deforestación de la región después del Amazonas. Este ritmo de deforestación está íntimamente ligado a la expansión de la frontera agrícola, principalmente al cultivo de soja, cuyo complejo productivo está vinculado casi en su totalidad con la exportación. Es lógico, en este contexto, discutir nuevos instrumentos financieros que permitan reducir la deuda y al mismo tiempo responder a las crisis ambientales y sociales –climática, de biodiversidad, epidemiológica, de reducción de la pobreza y aumento del empleo formal– en un escenario en el que Argentina busca hacer valer su rol como proveedor de servicios ecosistémicos y de alimentos.

Adicionalmente, el sistema financiero mundial podría enfrentarse a un problema de gran magnitud si los países que se enfrentan a la contracción de sus economías dejaran de pagar sus deudas. El endeudamiento externo, el cambio climático, la pandemia, la recesión económica, la caída del comercio internacional y la degradación del medio ambiente constituyen un combo explosivo para la economía mundial y, particularmente, para la de los países más endeudados, más afectados por la pandemia y más vulnerables a los impactos de la variabilidad y el cambio del clima, a la vez que más dependientes de él en sus principales actividades generadoras de divisas. Como si todo esto no alcanzara para preocupar, están también las medidas que podrían aplicarse como respuesta al Cambio Climático. Entre ellas, cobran particular importancia las discusiones en la Unión Europea –entre otros lugares– sobre la aplicación de impuestos a la importación de productos de acuerdo con sus huellas de carbono como medida de mitigación global, teniendo en cuenta el peso del transporte en las emisiones contabilizadas en esos cálculos y la distancia geográfica de países como Argentina a los principales mercados internacionales.

En su Segunda NDC (2020), Argentina se compromete a que sus emisiones netas en 2030 no excederán de 359 millones de toneladas de dióxido de carbono equivalente, incluyendo todos los sectores de la economía –un 19% menos que el pico de emisiones alcanzado en 2007– e incorpora una meta de adaptación. Este compromiso es incondicional, en el sentido que no está atado a la obtención de financiamiento para aplicar las medidas y políticas correspondientes, e incluye acciones ligadas a la transición energética; el fomento de la eficiencia energética, las energías renovables y el impulso de la generación distribuida –utilizando gas natural como combustible de transición–; centrales nucleares e hidroeléctricas; el desarrollo de la cadena productiva del hidrógeno; promoción de sistemas de transporte sostenible –incluyendo eficiencia energética y mayor utilización de gas natural, hidrógeno, electricidad y biocombustibles–, entre otras medidas. En lo concerniente a las medidas de adaptación, se establece que se aumentará la capacidad de adaptación, fortaleciendo la resiliencia y disminuyendo la vulnerabilidad en los distintos sectores sociales, económicos y ambientales, contemplando como prioridad erradicar la pobreza mediante el fomento de una transición justa.

El pedido de Alberto Fernández de acelerar la instrumentación de “pagos por servicios eco-sistémicos y canjes de deuda por acción climática” podría capitalizarse para el cumplimiento de la meta propuesta en la NDC. Así, Argentina tendría la oportunidad de plantear un esquema nuevo de negociación de sus deudas con los países desarrollados y vincularla con la profundización de los compromisos que se asumen en ella.

En el contexto de la pandemia de coronavirus y sus consecuencias económicas, el peso de los pagos de los vencimientos de deuda puede complicar la disponibilidad de fondos para satisfacer las necesidades más urgentes de sus pueblos y para cumplir con sus requerimientos para adaptarse al Cambio Climático y para cumplir con los compromisos de mitigación asumidos en las NDC. Es evidente que muchos países, no sólo Argentina, se enfrentan a limitaciones de financiación que les dificultarán invertir en la recuperación y la resiliencia. En este sentido, las luces de alarma están encendidas, no sólo para los países deudores, sino también para los acreedores y los organismos internacionales. Como diría Borges: “no nos une el amor, sino el espanto”.

 

Bibliografía

Girardin LO (2018): “Mitos y Realidades del papel del MDL y Otros Mecanismos de Mercado en su contribución al Desarrollo Sustentable”. Ciencia e Investigación, Asociación Argentina para el Progreso de la Ciencia (AAPC), Tomo 68, número 5.

Girardin LO (2018b): “Energía y Cambio Climático: los desafíos para un Desarrollo Bajo en Carbono”. Ciencia e Investigación, Tomo 68, número 5.

Girardin LO (2021): “Deuda Externa, Ambiente y Cambio Climático: Una discusión sin resolver que lleva más tiempo de lo que parece”. En “La Argentina y el FMI: una relación asimétrica y una traba a un Modelo Nacional de Desarrollo con Equidad”. Voces en el Fénix, 83, septiembre.

Suárez CE (1995): “Oportunidades pasadas y futuras para la mitigación de GEI en América Latina”. IDEE-1995/17. Presentado en el Regional Workshop on Greenhouse Gas Mitigation for Latin American Countries, Cancún, 10-13 julio.

 

Leónidas Osvaldo Girardin es docente e investigador (CONICET/FB-UNAHUR).

[1] Para mayores detalles sobre estos temas, ver Girardin (2018; 2018b; 2021).

Share this content:

Deja una respuesta