Aportes para el fortalecimiento de políticas públicas de arraigo, soberanía alimentaria, cambio climático y producción agropecuaria con perspectiva de género e internalización de lo ambiental

En el marco del Día Internacional de la Tierra y celebrando la entrada en vigor del acuerdo de Escazú, las comisiones de los equipos técnicos del Partido Justicialista nacional que suscribimos este documento entendemos necesario abordar las diversas problemáticas sociales, ambientales, territoriales, productivas, de uso del suelo, la tierra, el agua, agroalimentarias y de derechos humanos en el marco de los tratados y acuerdos internacionales que vienen desarrollándose desde la Declaración de los Derechos Campesinos de Naciones Unidas, el Pacto de Política Alimentaria Urbana de Milán de 2015 y las directrices voluntarias sobre gobernanza responsable de la Tierra, la pesca y los bosques del Consejo de Seguridad Alimentaria, entre otros.

 

Soberanía alimentaria

Desde su lanzamiento hace 25 años en Roma, la soberanía alimentaria ha tenido implicaciones de gran alcance en las políticas públicas, recogidas por muchas organizaciones e instituciones, como los organismos de las Naciones Unidas: la Organización para la Alimentación y Agricultura (FAO), el Fondo Internacional para el Desarrollo de la Agricultura (FIDA), el Consejo de los Derechos Humanos (CDH), entre otros. Algunos gobiernos, como los de Ecuador, Venezuela, Nicaragua, Mali, Bolivia, Nepal o Senegal la han incluido en sus constituciones.

La adopción de la Declaración de los Derechos Campesinos por parte de la Asamblea General de la ONU en 2018 y el reconocimiento de la Agroecología por la FAO en 2015 son testimonio del interés que le otorgan las instituciones multilaterales.

Fundamentalmente, abarca el derecho de los pueblos a una alimentación saludable y nutritiva, adecuada culturalmente, cuyos alimentos son producidos de forma ecológica y sustentable, así como el derecho a producir sus propios alimentos y decidir su propio sistema agroalimentario, priorizando la participación y necesidades de quienes producen, distribuyen y consumen por sobre los intereses de las empresas y los mercados. Lo ambiental y la sustentabilidad con equilibrio productivo y social no pueden estar ausentes.

Diversos organismos multilaterales y de gobernanza internacional han puesto al derecho a la alimentación en el centro de sus debates y propuestas. Ejemplos son el Mecanismo de Participación del Consejo de Seguridad Alimentaria o el Pacto de Política Alimentaria Urbana de Milán (MUFPP), primer protocolo internacional en materia alimentaria que se realiza a nivel municipal y que hasta el momento ya ha sido firmado por más de 160 ciudades de todo el mundo.

 

Sistema agroalimentario

La crisis del COVID-19 ha puesto de manifiesto la fragilidad de nuestro sistema agroalimentario, como también las grandes vulnerabilidades de la población urbana y rural, pero a la par muestra la posibilidad planetaria de recuperación en la medida que se adopten medidas acordes.

Según datos del Panel Intergubernamental de Expertos en Cambio Climático (IPCC), en el mundo los sistemas alimentarios representan actualmente entre el 21 y el 37 por ciento del total de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), siendo Argentina uno de los países que más aporta a las emisiones en este sector. Estos sistemas están en el centro de muchos de los principales desafíos de la humanidad, como la pérdida de la biodiversidad y la degradación de los ecosistemas, el hambre y la malnutrición permanente y una creciente crisis de salud pública.

Los sistemas y estrategias actuales a lo largo de toda la cadena alimentaria argentina resultan inviables e insostenibles a largo plazo, procediendo principalmente de sistemas agrícolas y alimentarios industriales que no persiguen el objetivo de la soberanía alimentaria argentina y que desatienden los impactos negativos del negocio transgénicos-químicos.

Nuestro país presenta una desproporcionada urbanización: más del 90%, siendo uno de los más urbanizados del mundo. Las y los jóvenes argentinos del interior sufren el desarraigo de sus localidades, migrando a grandes ciudades en busca de oportunidades de desarrollo inexistentes en sus pueblos o ciudades de origen. Este marcado fenómeno impacta negativamente en nuestro ambiente y calidad de vida, tal como marca el artículo 41 de la Constitución Nacional.

La cuestión alimentaria ya era uno de los grandes problemas de nuestro país antes de la pandemia: los alimentos fueron el rubro con mayor aumento de precios en la era de la inflación macrista. El hambre fue la epidemia que dejó Juntos por el Cambio, alcanzando 17% de la población. Según la FAO, ese dato habría llegado al 45% si no cambiaba la política a fines de 2019. También se llegó a un 30% de obesidad, con el agravante de que en 2019 solo el 6% de los argentinos y las argentinas consumían la cantidad de frutas y hortalizas que recomienda la Organización Mundial de la Salud (OMS), y que somos uno de los países con mayor consumo per cápita de alimentos ultra procesados, según la última Encuesta Nacional de Factores de Riesgo.

 

Arraigo rural y productivo

Estamos convencidos de que hay que garantizar el acceso a los alimentos saludables a precios justos, recuperando como principales productores locales a las campesinas y los campesinos, y pequeños y medianos productores y productoras, cooperativas y colonias; impulsando un rol protagónico de gobiernos locales y provincias en la promoción de la soberanía alimentaria local; equilibrando el buen uso de nuestros recursos y bienes naturales, como nuestra tierra y el agua, que han dejado de ser un recurso renovable; con la puesta en valor de la organización federal, apostando al desarrollo de nuestras comunidades sin importar la ubicación geográfica ni la cantidad de población; evitando el desarraigo permanente de poblaciones en zonas rurales y productivas hacia grandes núcleos urbanos; y avanzando hacia un modelo de redistribución y equidad poblacional.

Argentina produce alimentos, energía y minerales. No debe ser a cualquier costo. Mucho menos en base al modelo extractivista mercantilista. El objetivo principal del Estado debe orientarse a un modelo productivo habitacional de cercanía, local, equilibrado con el avance de las tecnologías y que priorice la sostenibilidad de nuestro pueblo y nuestro suelo, como legado a las generaciones futuras.

Para ello se requiere un vuelco histórico de la inversión pública en los territorios y las regiones del interior orientada a logística, transporte, educación, salud, conectividad, acceso justo al hábitat, promoción del empleo e industrialización de la ruralidad, entre otras cosas, con el objetivo también de incentivar una mucho mejor calidad de vida, con sostenibilidad, inclusión y equilibrio entre ambiente y producción, lo cual está fuertemente vinculado al arraigo.

 

Género y ruralidad

El desafío de construir una unidad nos reclama construirla aceptando las diferencias y la diversidad, incorporando una perspectiva ambiental en un modelo de desarrollo soberano en la producción de alimentos, planteando, asimismo, una alternativa territorial que enriquezca el debate político.

La experiencia en América Latina en general, y en Argentina en particular, dice que los movimientos sociales que luchan por la preservación y el cuidado del medio ambiente, por el alimento y el agua están caracterizados por una fuerte presencia de mujeres. Es necesario tener presente que ningún proyecto de transformación social puede ser pensado sin la fuerza democratizadora de los movimientos feministas populares, que tensionan al neoliberalismo y sus discursos conservadores que atentan sistemáticamente el respeto hacia las diversidades, en el sentido más amplio del término, sean estas culturales, corporales, religiosas o sexuales.

Es por esto que resulta esencial trazar desde la formación política una articulación que visibilice la relación histórica de las luchas de las mujeres en relación a los modelos de desarrollo productivo, la defensa de los territorios y los cuestionamientos hacia el modelo de acumulación, para construir una mirada integradora sobre el cuidado del ambiente y de la tierra con el trabajo de las mujeres en la ruralidad, que por mucho tiempo sólo se lo ha vinculado a las tareas de cuidado y de reproducción.

El contexto de pandemia posibilitó la reflexión respecto a los hábitos de consumo en las economías domésticas, e hizo visible la manera en que las economías de producción local del interior han impactado en las ciudades más grandes. Esta reciente visibilidad no debería quedar como una anécdota de este momento histórico. Por el contrario, se debe aprovechar la circunstancia para fortalecer el debate sobre la necesidad de transformar nuestros modelos económicos.

El modelo actual se está agotando, es injusto y depredador. Lo sufren siempre los sectores más humildes, pero condena a toda la sociedad: a quienes no tienen nada, a quienes tienen algo, y a quienes creen que viven bien y lo tienen todo. Por eso es de vital importancia reconocer el enorme potencial que existe cuando la producción de alimentos rescata y reivindica el conocimiento ancestral de la tierra.

Para construir un progreso más justo en este sentido se necesita pensar medidas de acción positiva que estimulen la producción de la agricultura familiar, y muy especialmente de las mujeres en la ruralidad. Reconocer la diversidad es pensar en políticas públicas que estén situadas para cada territorio, cada comunidad, cada economía, cada mujer que está dentro de cada pueblo que compone nuestro territorio, dando apoyo a emprendimientos que encabezan mujeres, ya sea con extensiones impositivas, créditos accesibles y mejoras en la infraestructura, o con generación de redes comunitarias donde se atienda integralmente una redistribución igualitaria de las tareas de cuidado.

 

Desafíos y líneas de acción política del movimiento nacional y popular

Es imperioso un nuevo enfoque de sistemas alimentarios que incluya la perspectiva de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y que fortalezca el arraigo de las juventudes, poniendo centralidad en la preservación de la diversidad biológica, la regeneración y la resiliencia de los ecosistemas, el fomento de la economía circular con perspectiva social, el desarrollo de la agroecología, la equidad, el acceso a una alimentación saludable y sostenible para todas las personas, y la creación de medios de vida sustentables y resilientes para el campesinado que trabaja en el sector alimentario.

En ese sentido, el Estado argentino debe revertir su abstención respecto a la Declaración de Derechos Campesinos y otras personas que trabajan en áreas rurales (UNDROP) adoptada por la Asamblea General de Naciones Unidas y asumir mediante instrumentos parlamentarios o de otra índole su adopción, estableciendo como política transversal del Estado el respeto, la protección y la promoción de los derechos de los campesinos, las campesinas y otras personas que trabajan en áreas rurales, condición necesaria para el desarrollo agrario, la consolidación de la soberanía alimentaria y el arraigo.

Argentina debe asumir los compromisos en materia de políticas agrarias, urbanas y regionales en alimentación sostenible ya asumidos por otras naciones y gobiernos locales y regionales, como el Foro Urbano Mundial de Medellín de 2014, el Pacto de Política Alimentaria Urbana de Milán de 2015, la Declaración de Seúl de 2015, la Nueva Agenda Urbana de 2016, la Declaración de Ciudades por la Buena Alimentación de C40 de 2019 y la reciente Declaración de Glasgow sobre la alimentación y el clima de 2020. Las propuestas enunciadas plantean una nueva concepción del Estado para abordar las políticas públicas en los territorios rurales, basada en la articulación y el abordaje integral de todas las políticas ministeriales, de manera que se integren bajo una visión de desarrollo agrario para la construcción de la nueva Ruralidad Argentina en el marco de los ODS.

 

Comisiones de Agro, Ambiente, Arraigo, Derechos Humanos y Géneros y Diversidades de los equipos técnicos del Partido Justicialista nacional.

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