Amar la vida

“Hubo un médico inglés por el siglo XVII, Sydenham. Lo llamaban el Hipócrates inglés. Cuentan que va un chico y le dice: ‘maestro, me acabo de recibir, ¿qué libro me recomienda para perfeccionarme?’ Y el gran maestro le dice ‘Lea El Quijote. Vaya a la humanidad y vuelva’. Es decir, lo que falta es el estudio de las humanidades, del hombre. En la facultad la enfermedad es un iceberg, entonces arriba está lo visible: la enfermedad biológica. Pero abajo está el padecimiento, que es la experiencia social del paciente. Por lo de arriba actuamos con eficacia biológica, por lo de abajo actuamos con eficacia simbólica. La eficacia simbólica actúa con los mismos intermediarios inmuno-histoquímicos que la eficacia biológica. Si solamente atendemos lo de arriba del iceberg, ¿sabes en que nos convertimos? Y lo digo con respeto, porque yo también lo pasé: somos plomeros del cuerpo. Tenemos que hacer las dos medicinas: la del cuerpo y la del espíritu. Una sola de las dos es una medicina hemipléjica” (entrevista al doctor Francisco Maglio, 2007).

 

El imaginario colectivo que armoniza las ideas de educación y de ascenso social, aunque hoy languidece, tuvo su máxima expresión en la Argentina de mitad de siglo XX. No fue casualidad: en un contexto de democratización generalizada del bienestar, fue parte central en la concepción del Estado de posguerra la intervención intensivista de la organización de la economía y, por ende, de la educación superior. En nuestra República, mal que les pese a las minorías alérgicas, este proceso tuvo por corolario el decreto presidencial 29.337, la medida de gobierno que transformó a la educación universitaria en un bien público de acceso irrestricto; hoy transformado, como suele ocurrir con lo inevitable, en un bronce anónimo apropiado –en algunos casos con rechinante recelo– por grandes porciones de nuestra población. A partir de ese momento se produjo un milagro feliz en la historia de la gestación conceptual de nuestra patria. El nacimiento de un hijo en peligro, un siamés de la emancipación democrática: la expectativa del ascenso social unido de forma delicada e indisoluble al acceso a la educación superior. Son las frases del pueblo, nacidas siempre de bocas lúcidas, las que logran sintetizar descarnadamente la realidad profunda a través de los años: de ahí la importancia vital de “m’hijo el dotor”, la canalización definitiva de la ambición de progreso por la vía educacional expresada en cuatro simples palabras. La idea del Doctor, entonces, constituyó alguna vez en nuestra historia –particularmente desde 1950 hasta mediados de la década de los ochenta– el epítome de esta nueva forma de visualizar la prosperidad individual y familiar. ¿En qué momento, entonces, comenzó a gestarse esa otra visión, más actual y deslucida, más melancólica y resignada, de la otrora profesión modelo para aquellos y aquellas aspirantes a una vida premiada con reconocimientos, respeto y bienestar material? ¿En qué momento el médico y la médica se transformaron tan trágicamente en ese otro co-sufriente, que junto al paciente también padece, solo que no están enfermos, aunque también pueden enfermarse? ¿En qué momento el médico o la médica dejaron de silbar, como en la maravillosa anécdota de Osler, para no tener que llorar por el sufrimiento ajeno? ¿En qué momento el médico o la médica se volvieron escépticos, lejanos e inaccesibles, aislados por una moral declamada que evoca tiempos demasiado remotos? Algunas personas pudieron encarnar este derrotero pedagógico pagando el precio con su vida malograda: la parábola de Favaloro, donde un médico prestigioso termina con una vida inhabitable, cargada de pesos inasibles, usando las mismas manos con las que salvó una cantidad innumerable de vidas.

Aunque, como argentinos y argentinas tengamos una curiosa propensión a concluir que toda tragedia es consecuencia de la inviabilidad de nuestro país, la decadencia de nuestra profesión responde a un fenómeno mundial, en todo caso acentuado en algunos momentos de nuestra historia por factores locales cuya existencia es innegable. Sobre sus orígenes diré poco para evitar la furia de las editoras y los editores: inocultablemente ligado a la primacía definitiva de un sistema de opresión dentro de otro, a la manera de una Mamushka menos agradable que las habituales. El sistema “pequeño” es el del Modelo Médico Hegemónico, del que se ha hablado mucho y al que se puede resumir como la instrumentalización de la práctica médica con un enfoque biologicista, positivista, deshumanizado, mercantilista, ahistórico y asocial, modelo del cual el médico o la médica son en un mismo tiempo víctimas y resignados e inconscientes ejecutores; el sistema “grande” lo constituye la mercantilización creciente de todos los aspectos de la vida social, que profundiza y ramifica las implicancias del primero. De esta forma, el médico y la médica se transformaron en la cara visible de un sistema que funciona mal, no sólo corroborado por el simple hecho de que la humanidad nunca gozó de tanta tecnología aplicada a la medicina, al mismo tiempo que nunca padeció tanto la insatisfacción de las y los pacientes; sino también por el hecho de que el médico y la médica hoy atienden mecánicamente con escasas oportunidades de satisfacer las demandas a las que se ven compelidos, ganando un sueldo apenas por encima de la línea de pobreza, sometidos a violencias físicas y amenazas asestadas de todas direcciones –tanto de pacientes como de otras y otros profesionales–, con largas jornadas laborales y con un riesgo permanente en el escarpado frente legal –todo lo cual, a causa de la pandemia mundial por COVID-19, se agravó. Esto lleva inexorablemente al modelado de una psiquis atravesada por dos grandes organizadores: por un lado la insensibilización respecto a las cuestiones trascendentales de la vida en relación a sus pacientes –el médico o la médica pierden progresivamente la empatía, imprescindible para la elaboración de un vínculo sano y útil– y, por el otro lado, la sobresensibilización respecto a las condiciones a las que se ven sometidos, atravesados por la melancolía, la ira o la resignación, alternativa o simultáneamente, abrevando en un inmovilismo incompatible con la posibilidad genuina de transformación. A su vez, la solidificación de esta mirada convive con el hecho de que una enorme cantidad de profesionales son tanto médicos o médicas practicantes como docentes –siguiendo los principios del Juramento Hipocrático. Esto implica exponer y veladamente demandar –en un primer tiempo a partir del ingreso del estudiante en el Ciclo Clínico, es decir, en el hospital, y en un segundo tiempo a partir del ingreso en el sistema de residencias una vez terminada la carrera– a las nuevas generaciones el desarrollo de esta mirada anómica. En palabras del maestro Del Bosco: “son los médicos en crisis los que generamos instituciones en crisis”.

Si un círculo se cierra por su final, tal vez haya que empezar por el principio. La formación de las y los profesionales futuros encierra, evidentemente, la clave para resolver un problema que implica algo mucho más grande e importante que el bienestar de los médicos y las médicas –que, como miembro de la corporación, también considero vital proteger–, ya que sobre ella se construyen no solo sus propias aspiraciones en la vida, sino también las de su comunidad, con sus miedos y sus alegrías, con sus corajes y sus tristezas; con el derecho a esperar a una muerte que llegue de forma silenciosa y prudente, sin agobios ni dolor. Pero fundamentalmente sobre ella se construye el derecho a la salud, a disfrutar de los vastos horizontes que concede el simple hecho de vivir libres de enfermedad. Aunque, como decía el maestro Pedro Cahn, “el primer paso para defender la salud es amar la vida. Y para ello, la vida debe ser digna de ser vivida, para todos”. Incluso para los médicos y las médicas.

 

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