Vicentin y los fantasmas

“Cuanto más se intenta aparentar imponer una paz totalmente propia mediante la conquista, mayores son los obstáculos que surgirán por el camino” (The strategy of indirect approach, La estrategia de aproximación indirecta, del capitán Basil Henry Liddell Hart, es el legendario manual de estrategia de dicho militar británico, y uno de los libros de cabecera del Papa Francisco).

Si con Vicentin puede haber habido errores de comunicación al “adelantar” la épica de una batalla para la cual todavía no se tenían contadas las armas, también se evalúa mal la correlación de fuerzas al sugerir que se pierde una oportunidad por exceso de moderación: esto es, evaluando que “del otro lado” sólo existen corporaciones –mediática, judicial y agraria. Y, sobre todo, sentenciando que la batalla ya está resuelta. Hasta la fecha tenemos que un juez recurre a una maniobra desopilante para evitar que el Estado salve a una empresa estratégica de la quiebra y la consecuente depredación extranjera. Y a un gobierno que se dispone a avanzar, pero todavía busca el modo.

En las tensiones con el tema Vicentin se cruza un factor de carne y hueso: la enorme cantidad personas –que votaron o no al Frente de Todos– que tienen un rechazo instintivo al peronismo, y que desconfían de la acción del Estado en cualquier plano de la vida. Ese es el mismo sector al que el estilo albertista pudo seducir en las urnas, pero cuya tasa de arrepentimiento puede mostrarse muchísimo más alta que la de las y los politizados más resueltos a una épica jacobina.

La pregunta táctica es: ¿realmente tenemos la fuerza y la capacidad para ganar políticamente la discusión por la renta al sector que se opone? ¿Podrá el movimiento nacional –sindicatos, movimientos sociales, organizaciones empresariales, etcétera– consolidarse para contrarrestar a ese entramado –que vaya si está consolidado– entre entidades agropecuarias, sector financiero, medios y poder judicial? ¿Podrá la política hacer política también para apolíticos? ¿Podremos lidiar con el hecho de que cuando los sectores concentrados gritan “Venezuela!” en sus agencias de publicidad del prime-time resuenan más fuerte que si decimos justicia social? No es un tema menor el de entender que quizás no se entienda el concepto que tanto se vocifera: correlación de fuerzas.

Hasta el momento, el ápice estratégico de la conducción de un país presidencialista, es decir, la presidencia, construye un fino equilibrio no exento de naturales tensiones. Este equilibrio consta de, por un lado, involucrar a los responsables políticos que administran la cosa pública en cada distrito –oficialistas y opositores– y por el otro sostener un claro mensaje a la sociedad, recordándole que del otro lado de esa grieta –que existe pero que no orienta la acción política gubernamental– acechan los sórdidos intereses antinacionales de siempre.

 

¿Moderación versus audacia?

“Algunos creen que gobernar o conducir es hacer siempre lo que uno quiere. Grave error. En el gobierno, para que uno pueda hacer el cincuenta por ciento de lo que quiere, ha de permitir que los demás hagan el otro cincuenta por ciento de lo que ellos quieren. Hay que tener la habilidad para que el cincuenta por ciento que le toque a uno sea lo fundamental” (Juan Perón: Conducción Política).

Hablemos de ese manual de conducción política de Juan Perón. Nótese que, como bien dice su nombre, no es un manual de “conducción peronista”. Es un manual de conducción política. Perón decía que él en política era un aficionado. Que en lo que era experto era en conducción. Cuando los peronistas entendemos que habitamos la política con otros que no son peronistas empezamos a entender la política, y como consecuencia, el peronismo, que es la trascendencia de los opuestos.

Quienes abrevan en el pensamiento movimientista saben que, en la lógica de opuestos, el conflicto disociativo es inevitable, lo cual genera el deterioro permanente del lazo social. Aun cuando se presente como “motor de la historia”, la política no tendría ningún sentido si sólo se dedicase a producirlo. La política, más bien, se orienta a procesarlo, y a gobernarlo. Se trata de un juego de transigencias, donde sólo se es intransigente con los grandes principios. Los únicos que son inflexibles son los bebés. No hay política nacional posible en las posiciones irreconciliables.

Como dijimos en un artículo anterior, muchas cosas dependen del estilo de conducción del presidente, claro está. No obstante, ¿hay algo que dependa de nosotros, fauna politizada, en este contexto? Esta época, nuestra época, requiere de nosotros una cuota enorme de madurez política para asumir que existe una realidad adversa con la que hay que negociar de modo eminentemente político, es decir, teniendo en cuenta las relaciones de fuerza vigentes hoy, desde una perspectiva de poder.  Entonces, recuperar el prestigio de la política como arte también requiere entender la importancia de elegir qué batallas librar. Implica liderar sin estetizar ni simular. Persuadir. Pero implica también dotar a la coalición política que sustenta esa conducción de una fortaleza basada en la responsabilidad para enfrentar nuestros egos, incomodidades y veleidades. Esto es, debemos apartarnos de la atomización del discurso fomentada por el arte de la micro segmentación. En la política que habitamos, y en el frente que logramos construir, no se puede “volver a la fase 2”.

No es bueno para el campo nacional de un país presidencialista ceder a la compulsión maniquea de sacar primero el certificado de las diferencias con “el estilo” de Alberto: siempre después –si alguien lo pide– del de las coincidencias. En un clima en el que la espera es habitada tanto por la ansiedad como por la expectativa, donde la pandemia genera una crisis colectiva de imprevisibles resultados, el mensaje presidencial sigue haciendo equilibrio para ser –todavía– lo suficientemente moderado para los intensos, y lo suficientemente intenso para los moderados. La política oficial pendula entre la extrema mesura administrativa en el aparato estatal y la estrategia económica de “halcones y palomas” para salir de la crisis sin defaultear. O simplemente para salir de la crisis.

Por su parte, y tal como sucedió durante la campaña, el aparato comunicacional que sobrerrepresenta a opositores y apoyos críticos más intensos sigue empecinado –predeciblemente– en diseñar las carnadas para reducir el alcance del discurso del gobierno; para presentar internas minuto a minuto; para dispersar el mensaje gubernamental, encorsetarlo y fragmentarlo en minorías intensas que colisionan entre sí a través del consignismo del hashtag. Nada nuevo. Después de todo, envilecer la discusión pública es la especialidad de la casa, porque equipo que ganó mucho –aunque a veces pierda– no se toca.

Habrá que contestar con política los interrogantes sobre los deseos que expresó ese electorado, desentramando las expectativas, los miedos y también los anhelos de un sector –el no oligárquico– que forma parte importante de la sociedad argentina. Después de todo, la dinámica adaptativa de una inteligente transigencia es lo que ha mantenido viva la capacidad del movimiento peronista para representar mayorías. Y será, en definitiva, la que evite la dispersión de la base electoral que derrotó al macrismo en las urnas, hace meses nomás.

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