Vicentin y la banalización del mal

Vicentin SAIC anunció públicamente a sus acreedores, el 4 de diciembre del año pasado, que se encontraba en situación de stress financiero y en virtual cesación de pagos. El 10 de febrero de este año solicitó la apertura de su concurso preventivo. Previamente, la firma Gagliardo Agrícola Ganadera SA –el 6 del mismo mes– había radicado el primer pedido de quiebra contra la empresa en los Tribunales de Rosario.

Claudio Lozano, integrante del Directorio del Banco Nación, desarrolló una investigación sobre la situación económica y financiera de aquella entidad, y dio a conocer los primeros resultados en enero de este año. Recientemente, en entrevistas y participaciones en programas de diversos medios, hizo público el calamitoso estado en que se encontraba la empresa, ventiló algunos de sus comportamientos y brindó cifras escalofriantes. Vicentin tiene una abultadísima deuda con doce bancos argentinos, entre ellos el Banco Nación, a quien debe $18.182 millones y es, de lejos, su mayor deudor. Se anotan también el Banco Provincia, con $1.800 millones, el Ciudad con $319 millones y el BICE con $313 millones. Tiene además una deuda con 2.630 productores y empresas proveedoras, algunas de ellas del exterior. El total de su deuda medida en dólares asciende a 1.350 millones, que equivalen al tipo de cambio actual a casi 100.000 millones de pesos. La empresa comenzó una negociación con sus acreedores en la que, entre otros ítems, incluía una reestructuración de deuda con el Banco Nación con una quita del 40%, que significaba para éste una operación ruinosa. Probablemente también lo era para el resto de sus acreedores.

Este es, sintéticamente esbozado, el cuadro a partir del cual el gobierno nacional decidió hacerse presente. Vicentin no es una firma cualquiera. Es una de las más grandes agroexportadoras de nuestro país y tiene una extendida panoplia de empresas dependientes: no menos de treinta. Están concernidos más de cinco mil empleados y empleadas y ha quedado atrapado también un número considerable de productores.

Así las cosas, el presidente Alberto Fernández tomó la decisión de intervenir la empresa por 60 días, con la intención de obtener información directa y fiable de los movimientos de la firma y de su estado actual. Y anticipó la posibilidad de expropiarla. Poco después, la Unidad de Investigación Financiera tomó también cartas en el asunto, ante la sospecha de que Vicentin habría incurrido en maniobras ilegales, tales como la fuga de divisas, el lavado de dinero y la evasión fiscal.

Desde el campamento opositor se desató una fiera reacción que se apoyó casi exclusivamente en un rechazo jurídico de la iniciativa presidencial, centrado sobre el componente referido a la expropiación. En cambio, sobre el contenido sustantivo del accionar de la compañía, diversos dirigentes políticos, medios y voceros opositores que los acompañan, y no pocas “personas de a pie” dispuestas a cacerolear, casi no han abierto la boca. Endeudar, fugar, lavar dinero e incluso depredar parece que están incorporados ya como maneras de actuar naturales, no delictivas ni antisociales, por quienes omiten mencionarlas. Esos comportamientos empresarios han estado a la orden del día, como un flujo creciente, en los tres experimentos mayores que se han realizado en nuestro país para intentar enraizar el fundamentalismo de mercado y la globalización excluyente –con perdón de la redundancia–: la dictadura del Proceso; el cavallismo que atravesó las presidencias de Carlos Menem y Fernando De la Rúa; y la presidencia de Mauricio Macri. Todos con resultados lamentables y semejantes: sobreendeudamiento, recesión económica, crisis y renegociación de deuda externa, y penurias sociales gravísimas y diversas. Pero con beneficios, claro, para los privilegiados de siempre.

La recurrencia de situaciones y de comportamientos es notoria. Permítaseme tirar un lazo entre algunas de ellas, más allá de sus parecidos macroeconómicos.  Encuentro que hay un hilo capaz de conectar como semejantes a los modos de actuar de quienes decían –como mínimo– “por algo será” durante el terrorismo de Estado, y quienes abordan hoy el caso Vicentin recurriendo a la incuria y al desinterés frente al reiterado y nefasto comportamiento empresarial de endeudar, fugar, lavar y depredar. Como he mencionado ya más arriba, son caterva las y los dirigentes, periodistas y opineitors de distintos pelajes y linajes que eligen privilegiar la discusión de las cuestiones jurídicas que lo rodean, antes que ir al hueso del asunto. Hubo, incluso, quienes rayaron en el delirio, como la periodista de La Nación, Laura Di Marco, que escribió una nota titulada “Vicentin: ¿globo de ensayo del nuevo ‘orden’ político de Cristina Kirchner y la Cámpora?”.

Se me dirá, tal vez, que ambos tipos de comportamiento no son comparables. No me parece así. Aunque se refieren a distintas cosas, en las dos actitudes aludidas hay una muy cuestionable actitud de “dejar pasar”. En la primera es obvio: su indiferencia frente al terrible accionar dictatorial; en el segundo no tanto. Pero si se repara en que aquel juego de endeudar, fugar, lavar y depredar lleva ya no menos de 40 años, con el mismo resultado de “reventar” al país, las diferencias se aminoran mucho, ya que la impronta pasatista se pone en clara evidencia también en este plano. Y si se atiende a los hechos concretos o sospechados que rodean al caso Vicentin, la coincidencia en el “hacerse los otarios”, para decirlo en criollo, frente a los desempeños económicos y financieros de la firma, se percibe aún mejor. Veamos algunos.

La compañía recibió entregas de grano hechas por los productores hasta el día anterior de la apertura de su concurso preventivo, dejándolos “clavados” a sabiendas. Toda la gestión y obtención de créditos con el Banco Nación huele a podrido, lo mismo que su utilización posterior –y habría que ver, aún, lo que ha pasado con las otras entidades bancarias. Incluso la operatoria práctica de sus exportaciones es sospechada de contrabando agravado, entre otros delitos: en no pocos casos, los envíos se habrían gestionado desde sus filiales en Asunción o Montevideo, pero los barcos se habrían cargado en el puerto de Vicentin en la provincia de Santa Fe para zarpar hacia su destino. Es decir que se facturaba en un país y se mandaban los despachos desde otro. El dinero obtenido por la operación entraba a Uruguay o Paraguay, pero el producto que se exportaba se enviaba desde la Argentina, que recibía cero dólares por esto y cero pesos por retenciones. No se trata, claro está, de descuidos, ni de pequeñas negligencias.

Tanto la caterva mediática como las caceroleras y los caceroleros que se han mencionado más arriba –y buena parte de la dirigencia de Juntos por el Cambio– han preferido omitir, en su mayor parte, la consideración de estas cuestiones. Al contrario, han mostrado un profundo menosprecio acerca de la gravedad de lo ocurrido y sobre la hondura del daño social que causa la forma de operar de la empresa. Y es cada vez más evidente que no se puede ni se debe minimizar lo acontecido. En eso se parecen el “por algo será” de aquella terrible época de la noche y de la niebla, y quienes se comportan hoy de un más que reprochable manera elusiva, despreocupada y hasta aberrante en razón de lo que se omite o se escuda, respecto del caso Vicentin. Sencillamente se puede decir que en ambas ocasiones se ha incurrido de distinto modo y en tiempos diversos, en una inaceptable banalización del mal.

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