Sin unidad de concepción e identidad no hay unidad del peronismo

El Peronismo ha revivido varias veces en su historia a las dos crisis más severas que puede tener una fuerza política: las de unidad y de identidad. Cada vez que pierde unas elecciones se recluye en su mantram preferido: “unidad, unidad, unidad”. Mientras vivió Juan Domingo Perón esa unidad se simplificaba en el encolumnamiento de los sectores tras su figura, aun con todas sus discrepancias. La palabra de Perón era santa, y todos la acataban. Desde que murió el líder en 1974, el Peronismo vivió acunado en una permanente atomización y todos los esfuerzos de unidad fueron ficticios, resultado de conglomerados más o menos vinculados por fuertes intereses personales, cuyo único objetivo siempre fue llegar al poder. En el mejor de los casos la unidad fue –pese a ser advertidos por el propio Perón– un “amuchamiento”, apenas útil para poner en funcionamiento al Partido Justicialista y enfrentar circunstancias electorales. En 1983, de forma amañada, ese partido decía que tenía más de dos millones de afiliados. La abultada cifra impresionaba, pero no impidió la derrota electoral. Sin embargo el “amuchamiento”, un mecanismo imperfecto, fue repetido hasta el hartazgo.

En 2018, y después de dos derrotas consecutivas, el Peronismo busca la unidad. ¿Para qué la quiere? Para posicionarse frente a las elecciones presidenciales del 2019. ¿Está en condiciones de reformularse y estructurar genuinamente el partido político para que respalde futuras candidaturas? El tiempo para generar una verdadera transformación es escaso y limitante, y presagia la reiteración del voluntarismo en torno a un objetivo excluyente: volver al poder.

La unidad partidaria es una entelequia. Será infructuosa sin unidad de concepción ideológica y política. Perón decía que la unidad del Justicialismo se podía lograr gracias a una concepción común acerca de la validez de la doctrina peronista, y no en elecciones para ver quién tiene mayoría de votos. “La unidad de concepción es el origen de la unidad de acción”, decía Perón.

En el gran abanico de “peronismos” que hoy está a la vista las visiones son disímiles y, por cierto, inconsistentes para imaginar una amalgama que incluya a todos. Las divergencias son producto de posiciones ideológicas irreductibles, algunas francamente ajenas a la esencia de la doctrina peronista. El kirchnerismo contiene a un peronismo de izquierda propio de la década del 70 y a tendencias comunistas y marxistas que adhieren desde el último gobierno. Otras versiones se inscriben en el neoliberalismo típico del 90, o en derechas nacionalistas tradicionalistas y retrógradas. Las dos posiciones ocupan los extremos pero sus estrategias son idénticas: cabalgar sobre el caballo de Troya peronista para justificar su existencia política. Las dos ejecutan sobre el cuerpo del peronismo el mismo truco: el “entrismo”. En el centro, equidistante de izquierdas y derechas extremistas, el peronismo ortodoxo en cuanto a la doctrina original pero renovador en cuanto a las formas de hacer política intenta superar la confusión que han dejado en el pensamiento de las jóvenes generaciones las distorsiones más marcadas de las experiencias menemista y kirchnerista.

El balance ideológico es de difícil resolución, pero hay una cuestión central y prioritaria sin cuya resolución el peronismo no podrá dar siquiera un paso hacia adelante: la doctrina justicialista está dañada ética y estéticamente. Ha sufrido embates desde adentro y desde afuera.

Las transformaciones en la estructura partidaria serán inútiles si antes no se revisan y se encuentran preceptos éticos para el ejercicio de la política. Es el sentido del protagonismo político el que debe recuperarse, como primera medida para encontrar nuevamente los favores de la sociedad argentina, perdidos sin ninguna duda por el abuso de la autoridad en el poder y la imposición fanática de conductas populistas.

La doctrina justicialista tiene principios, y uno de ellos exige que militantes y dirigentes sean “ejemplos de vida”, con comportamientos ligados a la humildad, la tolerancia y la amplitud necesaria para defender los intereses populares, antes que las idoneidades partidarias y de gestión para el manejo adecuado del poder político. La voracidad por el poder, las ambiciones personales, individualistas y de solidaridad simulada, desplegadas sin pudor y con alto nivel de corrupción en el ejercicio del poder dentro del Estado en las dos experiencias de las décadas del 90 y principios del siglo XXI, han manchado seriamente al Peronismo y el sello partidario. Por sobre todo, han afectado la identidad peronista.

¿Cuántos argentinos creerán ahora que un peronista en el poder es confiable y que lo asumirá sin que su vanidad personal o su deseo de riqueza se antepongan a los intereses del pueblo? Va de suyo que el Peronismo nunca llegó al poder solo, sino con la adhesión de un porcentaje importante de la sociedad no peronista. Las mayorías conquistadas desde 1987 nunca fueron íntegramente peronistas.

Una ética peronista renovada pone en tela de juicio las posibilidades de la unidad partidaria. Como también lo hace la insolvencia de una coherencia ideológica que, aunque declamada, resultará inverosímil para los públicos internos y externos.

Con el mejor ánimo de construcción, la articulación de una fuerza política dispuesta a enfrentar el desafío de alcanzar el máximo poder político en la Argentina debería contener a todos los sectores hoy atomizados y decididamente enfrentados. Nadie quiere sentarse con otro que piensa diferente. En el siglo XXI, “para un peronista no hay nada peor que otro que se dice peronista”. ¿Es acaso posible que los peronistas fieles a la doctrina original acepten dialogar y acordar con los kirchneristas adherentes a una visión de izquierda, montonera, marxista y populista? ¿El peronismo de derecha, neoliberal y pro mercado, o el nacionalismo trasnochado amante de métodos violentos y sectarios, podrán acordar con los dos sectores antes mencionados? Es casi obvio que reflejan proyectos inconciliables, objetivos diferentes y estilos políticos disímiles. El fanatismo cultivado desde 2003 en adelante es una barrera virtualmente insalvable. Para colmo, el Peronismo carece de un líder que unifique las diferencias.

La situación no puede resolverse con una interna partidaria porque, a lo sumo, ganará un sector que querrá imponer su visión ideológica a los demás. Entonces, se repetirá la historia hasta el infinito: nadie aceptará aquello de “quien gana gobierna y quien pierde acompaña”. No ha sucedido nunca desde que Perón murió, porque las diferencias volvieron a surgir al poco tiempo, como en el gobierno de Menem. Y hasta con Perón vivo la grieta partidaria generó enemigos por doquier y llevó a parte de la sociedad a la violencia más indigna.

La fragmentación del Peronismo promete mantenerse por bastante tiempo y en ella habrá factores de poder –como lo fue la CGT en otros momentos– que no logren decidir a qué sector adherir. La “columna vertebral del movimiento” no encuentra su proa y está quebrada. Las cinco centrales obreras adhieren a sectores diferentes del peronismo. Los gobernadores justicialistas transitan el mismo dilema, lo que les sugiere, por el momento, no depender exageradamente de la sigla PJ, trillada, vacía de contenido y, sobre todo, de acción.

La historia señala que, ante circunstancias similares, las cúpulas de los distintos sectores negociaron entre sí, llegaron a acuerdos frágiles y oportunistas, decidieron las candidaturas según sus propias conveniencias, y exhibieron una “unidad” que no resistió un ventarrón.

La única oportunidad en que el peronismo aceptó la democracia interna fue en 1989 y, sin embargo, salió el tiro por la culata, por la ausencia de otra razón primordial que había caracterizado al movimiento: la lealtad. Menem hizo de la lealtad un rollo de papel higiénico e impuso el neoliberalismo en la Argentina.

En 2003, los hechos dieron cuenta de un arreglo cupular. Ninguna interna dio por ganador a Néstor Kirchner, un hombre que se dijo “renovador” pero que encontró en deudas del pasado un soporte ideológico cargado de venganza: la política montonera. En 2007 y hasta 2015, el peronismo estuvo expuesto a una destrucción en sordina por parte de un gobierno que eligió ser punta de lanza de un populismo pretendidamente defensor de la Patria Grande, decidido a combatir al capitalismo sin otra herramienta que el capitalismo vernáculo. Esa experiencia dejó un tendal de deudas con la sociedad argentina y un aislamiento notable en el plano internacional por el afán de coincidir con modelos “hermanos” –Venezuela, Cuba e Irán– en un momento de declive del populismo en el continente. En la elección presidencial de 2015 el peronismo con cara de kirchnerismo, con todo el aparato de gobierno y dominando la mayoría de las provincias, perdió a manos de una fuerza joven, nacida en el siglo XXI. No obstante, es necesario destacar que la segunda fuerza en el país fue el propio peronismo, pero independizado del kirchnerismo.

¿Qué significa ser populista en 2018? El historiador Ezequiel Adamovsky considera que los rasgos utilizados para definir a una persona o un movimiento populista son disímiles y no tienen nada en común. A su juicio, el término se utiliza para definir una serie de fenómenos políticos que no tienen puntos en común y se asocian a alguien autoritario, misógino, de derecha y xenófobo, como Donald Trump, y hasta pretende incluir a Podemos de España, que en esos rubros tiene ideas exactamente opuestas. Para Adamovsky dentro del populismo se inscriben la ultraderecha y la izquierda, o gobiernos de tendencia centroizquierdista latinoamericana, o grupos neonazis en Alemania.

El Peronismo es minoría

Es cierto que el Peronismo ha sido un ave fénix que se levanta de las cenizas. No ha de extrañar entonces que encuentre vericuetos a través de los cuales presentarse de nuevo a la sociedad argentina para disputar el poder. Por eso buscará denodadamente la tan mentada “unidad”, como en otros momentos. La urgencia de los tiempos electorales seguramente incidirá para repetir la fórmula imperfecta del acuerdo cupular. Será una “unidad” impuesta, sin poner a prueba la voluntad democrática de adherentes o afiliados, porque las PASO no constituyen una interna partidaria real. Probablemente así alcance legalidad, pero no tendrá la legitimidad que el Peronismo necesita para que el pueblo argentino vuelva a confiar en él. Hasta la liturgia ha perdido su sentido, no conmueve y hasta genera rechazo en el resto de la sociedad. No aporta a la unidad real.

Lo que no podrá hacer el Peronismo es ofrecer un proyecto nacional común que enamore nuevamente. El país necesita un proyecto de crecimiento concreto, porque llegó al agotamiento de ensayos económicos que siempre caen en el círculo defectuoso de inflación, corridas por el dólar, especulación financiera, falta de inversiones extranjeras y nacionales, endeudamiento y bajos salarios. Esta vez, ni los dirigentes peronistas –con el mito de que sacan al país del pantano en que lo dejan otros– podrán resolver desde el poder la difícil situación en que se encuentra la Argentina. Ahora se trata de crecer, porque esa es la única forma de terminar con la pobreza y darle tranquilidad a la sociedad entera, fatigada por los vaivenes económicos. Y eso no se consigue con un solo mandato. Ese eventual proyecto nacional debería contar desde un principio con un diagnóstico verdadero del estado del país. Pero, sobre todo, debería definir el lugar de la Argentina en un nuevo mundo que transita oscilaciones de poder mundial, y donde han aparecido otras potencias con fuerte presencia. Habrá que dirimir internamente si se quiere estar con Venezuela, Cuba, Irán y Rusia, o se quiere estar con Estados Unidos, o dirimir si el alineamiento debería ser con China, o alguna otra alternativa posible. Los diversos sesgos ideológicos jugarán ese partido si se replantea la unidad partidaria.

Efectivamente, el peronismo hoy es una minoría. La suma de las fracciones no expresa mayoría. Necesita irremediablemente de los votos de la clase media, tan vapuleada durante el último gobierno pese a ser la que decide quién gana las elecciones. Esa franja de la sociedad rechaza las formulaciones populistas y al mismo tiempo chilla por los aumentos de tarifas y las quitas de subsidios. Pero es también la que le aguanta los trapos a un gobierno que no la somete con ideología o autoritarismo, ni con barullo destemplado.

Todas estas cuestiones están vinculadas a la búsqueda de unidad del peronismo. Como no puede ser de otro modo, hay que ver lo que postulaba Perón. En palabras de Antonio Cafiero, para Perón “el único fundamento de la unidad políticamente efectivo y moralmente justificable es la afirmación de ideales compartidos. Esta es la solución para resolver a la vez las dos crisis crónicas del peronismo: la de la unidad y la de la identidad”

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