Reconstruir la unidad de concepción

“Creías que destruir lo que separa era unir, y has destruido lo que separa y has destruido todo. Porque no hay nada sin lo que separa” (Antonio Porchia).

El filósofo napolitano Giambattista Vico (1668-1744) afirmaba que la verdad no era un producto exclusivo de la razón, sino también de la acción, entendida como la capacidad creativa del ser humano cuyo resultado es la Historia, que se despliega en un movimiento de corsi e ricorsi, donde el pasado no muere del todo, sino que se integra con elementos novedosos que hacen posible la dinámica espiralada de la propia Historia. En otras palabras, el presente se integra con el pasado: nada hay “totalmente” nuevo bajo el sol. Por ello, parafraseando a Tocqueville: “si el pasado no alumbra el futuro, en el presente caminamos a tientas”.

En los últimos tiempos, y en el contexto de la crisis global agudizada por la guerra entre Ucrania y Rusia, el presidente ha sido enfático en las posibilidades de Argentina en el escenario mundial, particularmente en lo que hace a su condición de economía productora de alimentos y energía, potencialidad más que auspiciosa para afianzar un modelo de producción y desarrollo con capacidad de integrar el crecimiento económico y el bienestar social. En este marco de valoraciones, un sabio General complementaría la intuición de Vico respecto de la acción política, enfatizando que es preciso anteponer la “unidad de concepción” para tener una acción eficaz.

Estas divagaciones pretenden ser reflexiones apuntan a señalar un déficit que venimos arrastrando desde hace treinta años, que está asociado al vacío de pensamiento que guía la acción política y que comprende al derrotero del Movimiento Nacional Peronista. Es más, bajo la hegemonía de las ideologías tecnocráticas que han logrado confiscar la racionalidad política para sustituirla por una lógica de administración gubernamental, en función de las oportunidades que brinda el mercado a la dinámica de acumulación de renta, el pensamiento de raigambre nacional y popular no ha salido indemne.

Estamos vivenciando una época histórica en la que un modelo de dominación imperialista ha decidido su confrontación con otras potencias estatales que disputan la hegemonía global en el terreno de la “guerra híbrida”, determinando un escenario de alineamientos forzosos que impiden el ejercicio de las capacidades soberanas de los Estados Nacionales y el desarrollo humano de los pueblos. La idea y el principio estratégico de la Tercera Posición pareciera tener más vigencia que nunca, si nos proponemos desarrollar un proyecto de integración diferenciadora en un mundo globalizado que experimenta la crisis de su modelo de gobernanza surgido del optimismo globalizador de los años noventa.

La complejidad del contexto actual exige una planificación de la acción política sustentada en una revisión de las condiciones que explican nuestra situación estructural de dependencia. En efecto, observamos el afianzamiento de una concentración de la propiedad y la renta derivada de un modelo de expansión transnacional, cuya dinámica exige la exclusión de otros actores con capacidad de disputar el control en la distribución de la riqueza: Estado, sindicatos, Pymes.

Este proceso de concentración ha estado presente desde los orígenes de la Nación, cuando se zanjó la disputa a favor de la centralización portuaria y en desmedro de las precarias oligarquías provinciales que pugnaban por su participación en la configuración de una economía nacional-federal con mayor diversificación. Muchas veces, desde las usinas de la oligarquía conservadora se ha preguntado por qué la Argentina no tuvo el derrotero de Estados Unidos, con una extensión geográfica y flujos migratorios similares. Habría que recordar que, así como en Estados Unidos ganó –al costo de una guerra civil– el “unionismo industrialista”, aquí lo hizo la réplica de la confederación sureña fundada en una economía de plantación con mano de obra esclava: latifundios y un modelo agrario-ganadero extensivo con baja ocupación laboral, unido al control del comercio exterior. Eso hizo posible la hegemonía de una economía primaria exportadora orientada a la concentración de la renta. A diferencia de la colonización agraria en Estados Unidos –que facilitó la ocupación de tierras en la “conquista del oeste” con familias granjeras a las que el Estado entregaba 400 acres: menos de 200 hectáreas– aquí la Campaña del Desierto derivó en un reparto concentrado de tierras e indios a discreción para la oligarquía agroganadera-portuaria, terminando de perfeccionar el modelo de factoría reclamado por el Imperio Británico y después por Estados Unidos y las potencias centrales de Occidente.

Este modelo fue desafiado, en diferentes momentos, por gobiernos de vocación soberana, pero siempre pudo más la alianza trasnacional para frustrar los proyectos de un desarrollo más integrado, con base en la diversificación y complementación horizontal de la economía. Hoy vivimos la paradoja de tener una economía con alta productividad, innovación tecnológica y competitividad externa, pero con una alta concentración y una especialización que desalientan el desarrollo de economías complementarias con capacidad de integración de otros recursos, capacidades y competencias que harían a una mayor diferenciación de la matriz productiva. El resultado está a la vista: un polo concentrado en agronegocios y minería de exportación, con alto nivel de concentración de capital y renta, que determina la generalización de la precariedad en el mercado laboral y el creciente descenso de la calidad de vida de la población, hasta niveles insospechados de marginalidad y carencia de bienes elementales para la vida. El Estado, por su parte, se ha ido convirtiendo en un agente facilitador de la economía concentrada, vía desregulación fiscal y laboral; política de concesiones de servicios públicos; subsidios a la actividad empresarial privada; desarticulación de organismos de control; y demás oferta de prebendas.

El gobierno nacional tropieza, día a día, con la oposición de una racionalidad oligárquica trasnacional que ahora, sin ambages, reclama legitimidad para imponer una sociedad del privilegio, donde la mayoría de la población esté sometida a la lucha cotidiana por la sobrevivencia y la esfera de lo público vaya desapareciendo con la reducción del Estado a su mínima expresión, vía las prácticas de “tercerización” e imposición de un modelo de control privado sobre el gasto público. La lógica neoliberal impone una racionalidad especulativa aun para administrar el Estado desde las usinas del capital concentrado. Se reclama el fin de la política y su transformación en una práctica gerencial de administración de los recursos, la desaparición del concepto de Bien Público y su sustitución por el dogma de la libertad individual y la devoción por el riesgo emprendedor.

Toda sociedad toma conciencia de sí a través de sus conflictos y antagonismos. La posibilidad del consenso surge de esta toma de conciencia que habilita al poder regulador del Estado para arbitrar entre intereses contradictorios y en lucha por imponer cada uno su racionalidad. Sólo allí existe la libertad, como lo señalaban Montesquieu –“lo que llamamos unión en un cuerpo político es una cosa muy equívoca”– y Maquiavelo –“a quienes condenan las querellas del senado y el pueblo, condenan lo que fue principio de libertad”. En una sociedad donde el derecho se confunde con el privilegio y el deber con las necesidades de las mayorías, hay una defección de la política y una resignación a convalidar un orden injusto, como si fuera una ley de la naturaleza.

Nunca cayó la suerte del lado de los pueblos, por lo que es necesario forzar la inercia aparente de la Historia a través de la acción política, reivindicando la autonomía de la decisión del poder político institucionalizado, sostenida en una voluntad de cuidar las reglas del juego democrático, alineando los intereses en pugna mediante las estructuras representativas y la función arbitral del Estado, que debe asegurar la realización de aspiraciones de igualación socioeconómica de los sectores más vulnerables. Para ello es necesario rehabilitar la ética política del Estado, revalorizando la vigencia de lo público, de los bienes públicos y el acceso sin restricciones a las mayorías populares; institucionalizar la gestión de estos bienes y recursos públicos a través del Estado, aunque respetando los modos de representación de la sociedad civil que habrán de fiscalizar la eficacia de esa gestión. Se requiere de un Estado que ejerza soberanía ante las pretensiones de poderes trasnacionales que buscan imponer sus reglas de oportunidad en el marco de una globalización en crisis; de un Estado que dinamice la gestión de los bienes públicos, haga más eficaz el servicio y más democrático su acceso; de un Estado que alinee la confrontación de intereses en orden a una expansión del bienestar y la justicia social.

Por todo ello, se torna imprescindible promover espacios de participación para el análisis y la reflexión política y para movilizar la conciencia militante, en el ámbito de las organizaciones del Movimiento Peronista, y en especial del Partido Justicialista nacional y provinciales; incentivar el debate de ideas, propuestas y programas; mostrar a la sociedad las realizaciones del gobierno y las dificultades para avanzar en las transformaciones estructurales; y alinear –más allá de las diversas perspectivas– la pluralidad de visiones y preferencias en torno a la actualización necesaria de la “unidad de concepción” que el peronismo necesita para afrontar los desafíos que plantea la realidad nacional y global con vistas a las próximas elecciones.

 

Juan Carlos Herrera es politólogo.

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