Realidades y apariencias en la política

En la medida que se acercan las elecciones del próximo mes de octubre proliferan las opiniones de diverso origen e inspiración. Las que mayor repercusión mediática tienen son las de quienes se alinean en la defensa del “status quo” inaugurado en diciembre de 2015: pronósticos apocalípticos ante la eventualidad de un triunfo peronista y el retorno del populismo se activan en los corrillos de la mercadotecnia electoral. Mientras, la conciencia democrática disputa con los estrategas de campañas el lugar debido a la verdad en la formulación de políticas públicas que reviertan el proceso de degradación de las condiciones económico-productivas y sociopolíticas de la nación. Tarea prioritaria es restablecer la realidad como fundamento de verdad ante los mercaderes mediáticos que siembran la sospecha con destrezas comunicacionales que habilitan la mentira como la moneda de curso legal en la lucha por el poder. En este contexto donde la palabra y el discurso político son devaluados por la política digital se impone el dogma del mercado global y sus designios insondables para la población, pero no para el juicio de la tecnocracia neoliberal que constriñe a los aspirantes a gobernar para elegir entre el consenso de adhesión al modelo del capitalismo de renta, o abrir las puertas del infierno si la voluntad democrática se decide por reconstruir espacios de sociabilidad con mayor equidad, donde la competencia sea regulada por leyes legítimas de un Estado soberano.

La búsqueda de un porvenir diferente al determinismo que imponen los intereses oligopólicos y su lógica especulativa es desmerecida por las usinas ideológicas del neoliberalismo. Para este esquema resulta inaceptable cualquier alternativa de política que busque compensar las capacidades de los actores económicos y sociales para que haya competencia con reglas más paritarias. La degradación del salario y el desempleo reflejan la realidad de una competencia de suma cero, donde unos pocos ganan todo y los perdedores –que son las grandes mayorías populares– deben resignarse a una condición de subalternidad que hace imposible tener una vida digna. En ese mundo la justicia social es una ilusión y, cuando es reivindicada, el poder oligárquico se rasga las vestiduras denunciando la grieta y convocando al consenso para desterrar los conflictos disociadores. Se invoca la necesidad de consensos que resultan abstractos e indiferentes, donde no hay reconocimiento de legitimidad a los intereses populares, ni a la vocación transformadora de los actores políticos y sociales. Para los dueños de la verdad globalizada, el espacio de la política es un vacío de identidades colectivas, aunque saturado de artificios publicitarios. La política es reducida a la administración de recursos escasos en un escenario donde las palabras ocultan los verdaderos intereses que se transan en la trastienda. A esa mesa de supuestos consensos no puede sentarse el 40% de la población, porque sólo tiene necesidades y en su lucha por sobrevivir ha perdido sus intereses genuinos y está perdiendo la esperanza de una vida con dignidad.

El escenario muestra el juego que todos conocen. Algunos juegan con la puesta de apariencias que se empeñan en no soliviantar la realidad desnuda que mira desolada –la ñata contra el vidrio– un baile de cortesanos con máscaras de cartón al ritmo que marca el bastón desde un salón oval en la tierra norte. En efecto, el juego consiste en separar lo accesorio de lo principal; el mensaje, del relato; la voluntad, de la posibilidad; el proyecto, de la oportunidad; la estrategia, de la táctica; la idea, del cálculo: quedarse con las formas y resignar lo sustancial, jugar a las apariencias y representar la teatralidad de la política hasta el límite de consentir con la falsedad para salvar la gobernabilidad y no alterar los privilegios del poder.

La sociedad argentina está sumergida en una crisis que afecta a las condiciones materiales para la vida, agravada por una agresión sistemática desde la acción del Estado a su dimensión moral, a través de la negación de valores constitutivos de toda sociabilidad: progreso, bienestar, justicia, paz. El mensaje del poder que domina es que “no hay alternativa”, y por tanto no hay futuro digno para la mitad del pueblo argentino. El justificativo está en la excepcionalidad que reclama el poder financiero global para garantizar el crecimiento exponencial de dividendos económicos con formas predatorias de explotación humana y de la naturaleza que requieren la licuación de la institucionalidad democrática del Estado de Derecho.

En ese marco, los análisis y las proyecciones de las perspectivas electorales deben atender al proceso de la real dinámica social. Conformamos una sociedad atravesada por la desigualdad, donde se niegan posibilidades al protagonismo personal y colectivo, devaluada en su potencialidad creativa y en su propia humanidad. El pronóstico electoral es un cálculo de probabilidades para cambiar esta situación: construir una realidad democrática que asuma las condiciones existenciales de una mayoría popular que aparece cada vez más expuesta y vulnerable a las prácticas devastadoras del poder económico que se ven legitimadas por efectivos dispositivos de manipulación de las conciencias.

Cierta dialéctica insidiosa insiste en presentar al peronismo como la causa del atraso y la decadencia argentina, y lo hace de un modo artero para llevar el debate político a una vía muerta y negar la complejidad de los problemas argentinos. La crisis tiene causas propias, pero también se desarrolla en el marco de una desestructuración del modelo de Gobernanza Global surgido en los años noventa y que presenta fuertes contradicciones en la propia dinámica del capitalismo neoliberal a partir de la crisis financiera del 2008. La campaña de descrédito de lo público y la desvalorización de la institucionalidad democrática para el procesamiento de los conflictos está deviniendo en una lógica de dominación de los poderosos con formas cada vez más violentas.

En este contexto, asistimos a la puesta en escena de una parodia de realismo democrático que confunde los derechos básicos y universales con supuestos excesos –te hicieron creer que podías ir a la universidad–, mientras busca ocultar la transfiguración del poder real a través de medios tecnológicos con efectos corrosivos en la conciencia ciudadana. Sabemos que no existe la política sin sujetos, voluntades, deseos y acciones colectivas. Sin embargo, asistimos a cierta propensión a rendir culto al paradigma tecnocrático que legitima al poder invisible para decidir detrás de las máscaras de la manipulación mediática.

Un desempleo real de dos dígitos, un proceso inflacionario desatado intencionalmente y sin responsables a la vista; decrecimiento económico y destrucción de la infraestructura productiva e industrial; crecientes niveles de desnutrición, deserción educativa y crecimiento de la economía criminal: son algunos indicadores que reclaman más y mejores capacidades y habilidades en la política democrática para un futuro más venturoso de la patria. En este escenario, una parte de la dirigencia parece optar por entretenerse en los entresijos de la coyuntura con la esperanza de que un cambio de inquilino en el palacio pueda alumbrar otros horizontes… porque sí, porque la magia también es argentina, y quién te dice que esta vez no ganamos todos.

Nadie que tenga vocación de representación sectorial y política o de gestión de gobierno ignora que la realidad es compleja y requiere distinguir niveles de análisis, para pensarla e intervenir con acciones y estrategias adecuadas. Para utilizar un símil, siempre impropio, no se opera un apéndice con un hacha de carnicero, porque sabemos que en el quirófano el soberano es la ciencia médica y el instrumento, la técnica quirúrgica.

Del mismo modo, esta realidad necesita de la visión integral de la ciencia económica para tomar decisiones acordes a la complejidad de los problemas. La ciencia y el arte de gobernar no pueden confundirse con la técnica contable y la táctica política. Huelga decir que un problema de inmediato tratamiento para el próximo gobierno estará determinado por la crisis fiscal y habrá que actuar en consecuencia. El peronismo siempre respondió a las obligaciones contraídas, pero la restricción no debería invalidar el proyecto de nación sustentado en un programa de gobierno con vocación transformadora y autonomía nacional. Es preciso que la dirigencia democrática fije el rumbo de los cambios necesarios a través de negociaciones y acuerdos, como una base fundamental para que el próximo gobierno cuente con la legitimidad necesaria para afrontar la crisis financiera y fiscal, sosteniendo el mandato de los consensos democráticos de impulsar un programa de desarrollo de las potencialidades argentinas.

Entre tales consensos estará: promover una estructura productiva diferenciada con agregado de valor económico; desarrollar el mercado interno de manera consistente con un programa diversificado de exportaciones; implementar una reforma tributaria más progresiva y donde la riqueza sea más gravada que la pobreza; integrar el desarrollo energético; formular e implementar sistemáticamente políticas públicas destinadas a garantizar la soberanía alimentaria nacional y la seguridad nutricional para los más vulnerables; asegurar el acceso universal a la salud y la educación públicas, fortaleciendo las estructuras proveedoras del Estado; implementar una política de seguridad en defensa de los ciudadanos y con absoluto respeto a las garantías individuales; defender la Soberanía Nacional y una política exterior que no defeccione de los principios del Derecho Internacional Público, el espíritu integracionista y la construcción de la paz en el mundo.

Share this content:

Deja una respuesta