¿Qué opinás de la vacuna rusa?

“¿Qué ideólogos político-sociales, divididos a muerte, no se reconciliarían, fuera de su litigante asignatura, en una sonata de Beethoven?” (Leopoldo Marechal).

Hace poco me preguntaron: “¿Qué opinás sobre la vacuna?”. Cuando estuve a punto de defenderla, sólo por el hecho de conocer el trasfondo sesgado y sobreideologizado de la pregunta, comprendí que no quería ser parte del menjunje de frases hechas cruzadas. Acababa de levantarme y, todavía en pantuflas, respondí con un lacónico: “no tengo ni la más puta idea”.

Perón decía que la Argentina es una sociedad muy politizada, pero con poca cultura política. Esta característica conduce irremediablemente a dos problemas que signan toda discusión o análisis político: la banalización de las discusiones y la irresponsabilidad a la hora de analizar. Pareciera ser que, para participar de la vida en sociedad, todos debemos opinar de todo, sea cual fuere el tema. Aunque no tengamos una opinión al respecto, debemos forjarla en el momento para no quedar al margen. Esto nos conduce al otro problema: la irresponsabilidad a la hora de analizar. Así como todas y todos los argentinos somos directores técnicos de la selección y presidentes de la Nación, también somos expertos en vacunas rusas.

Por supuesto que no hay que ser expertos para opinar. Pero, como mínimo, para ser válida la opinión debe estar contextualizada. No se puede interpretar una política pública de hace 600 años en el actual Perú, relacionada con sacrificios humanos, como si se hablara de alguna medida actual de Alberto Fernández. Más aún, cuando se critica al actual presidente, se debería hacerlo sintiendo al menos imaginariamente en las nalgas el mullido almohadón del Sillón de Rivadavia.

Raymond Aron decía que el ciudadano que se sitúa contra el poder se arroga inmediatamente la irresponsabilidad. Por eso, decidió adoptar una posición extrema en sentido contrario: “Me sentí responsable casi en todo momento, siempre inclinado a preguntarme: ¿qué podría hacer yo en lugar del que gobierna?”.

Para hablar de la banalización de las discusiones, basta ver algunos ejemplos, como los programas de política –Intratables o Animales Sueltos– o los nuevos analistas –El Dipy o Viviana Canosa– cuya verborragia contagia mediante falacias seductoras y peligrosas, basadas en el sentido común. Pero el sentido común tiene mucho de antipolítica. Según Dolina, implica frases e ideas rápidas, fáciles y primarias, aparentemente disruptivas, pero completamente funcionales al establishment, ya que son egoístas y cobardes, porque buscan destruir instantáneamente lo que impide el placer individual. Insiste Dolina en que, por ejemplo, respecto a la “inseguridad”, “el sentido común podría gritar que hay que matarlos a todos”. Según él, “ni una sola revolución se hubiera llevado a cabo con sentido común”.

Estos planteos, que sólo buscan satisfacer deseos primarios –a veces desconocidos por el propio disertante–, surgen a partir de gustos personales, cuestión que poco tiene que ver con la política, que justamente tiene más que ver con lo que no nos gusta y aún así debemos respetar para poder vivir en comunidad.

Aunque se crea lo contrario, la reconstrucción es tiempo de orejas, más que de bocas. Siempre fue así, aunque la historia se nos cuente al revés. El fuego siempre debe calentar desde abajo, porque no creemos en la democracia liberal capitalista, ni en la dictadura del proletariado, sino en la comunidad organizada, donde el pueblo se autogobierna, en lugar de las otras dos variantes en que una vanguardia iluminada decide los destinos del país.

Con esto quiero decir que detrás de esos lugares comunes adonde las frases hechas nos conducen se hallan verdades en las que todos y todas estamos más o menos de acuerdo. La tarea es desmalezar con paciencia todo ese ruido que el sentido común implica, para llegar a la realidad donde todos nos encontramos, y a la que se arriba fácilmente si dejamos de lado el sentido común y prestamos atención al resto de los sentidos. Debemos para eso bregar por la cultura del encuentro que predica Francisco, acentuando los puntos en común, en lugar de resaltar las diferencias.

Durante su última presidencia, y poco antes de morir, Perón dijo que “para un argentino no hay nada mejor que otro argentino”. Es una frase muy citada, y nunca se pone en práctica. Significa, entre otras cosas, que la autoafirmación no sirve en tanto nos distancie del pueblo. Porque el pueblo es su único heredero. En sus entrañas es donde se hallan las verdades y no en catadores de las veinte verdades, ni en promotores de actualizaciones doctrinarias escritas en altillos de las torres de Babel universitarias.

Otro tema que hay que resolver es el de la disputa por la agenda: muerto el perro se acaba la rabia. Siempre estamos corriendo detrás de la zanahoria que imponen los grandes medios de comunicación concentrados. El problema con estos medios no tiene tanta relación con las posturas más o menos nefastas que plantean, sino, fundamentalmente, con los temas que allí se discuten. Así como se lee: si caemos en la discusión sobre la eficacia de la vacuna rusa, nos conduce Clarín, porque estaremos haciendo justo lo que ellos quieren que hagamos.

En este contexto, la militancia entra en crisis, porque los medios gritan vértigo, pero la persuasión es un trabajo de hormigas, un lento taladrar sobre maderas duras, un camino largo y sinuoso que requiere un mate en el medio y horas de conversación desinteresada sobre los temas que verdaderamente importan. En eso estamos.

Probablemente, estas reflexiones también sean hijas del sentido común, la banalización de las discusiones y la irresponsabilidad a la hora de analizar. Pero ese juicio quedará en manos de lectoras y lectores atentos que desenreden fácilmente sus falacias humildemente dichas.

Share this content:

Deja una respuesta