¿Qué hay de nuevo, viejo?

“Ustedes están rodeados de toda clase de realidades de las que no dudan, algunas especialmente amenazantes, pero no las toman plenamente en serio, porque piensan, como dice el subtítulo de Claudel, que lo peor no siempre es seguro, y se mantienen en un estado medio, fundamental en el sentido de que se trata del fondo, que es feliz incertidumbre, y que les permite una existencia suficientemente sosegada. Indudablemente, para el sujeto normal la certeza es la cosa más inusitada” (Jacques Lacan).

Hay una sentencia bíblica que asegura que no hay nada nuevo bajo el sol. Esto se encuentra en el libro del Eclesiastés del Antiguo Testamento, que dice algunas cosas sabias y otras que, a mi juicio, no lo son tanto. Si quien se presentaba como el hijo de David tenía razón, su propia afirmación no podría escapar a la regla, y es de presumirse que antes de él alguien debe haber dicho algo semejante. Aproximadamente unos mil años más tarde, en sus célebres Meditaciones, el emperador romano y filósofo estoico Marco Aurelio insistió con la idea: “Nada es nuevo. Todo es cosa trillada y efímera”. André Gide pensaba igual, y agregó una conclusión esperanzadora: “Todo lo que necesita decirse ya se ha dicho. Pero, como nadie estaba escuchando, todo tiene que decirse de nuevo”.

Es sobre todo en razón de nuestra ignorancia sobre los hechos pasados que muchas veces los acontecimientos se nos aparecen como novedosos. La ignorancia, si se asume, no es negativa. Por el contrario, Lacan advirtió que para que se produzca un descubrimiento se necesita de una ignorancia previa. Es claro, ¿cómo podría descubrir aquello que ya conozco? De allí que no sea infrecuente encontrar en la figura del soberbio al delirante junto al amargado. El conocimiento humano es muy limitado. La naturaleza y la historia son muy vastas, los detalles tienden al infinito. Quien no parta de esta premisa se adentra en el peligroso campo de la certeza. Para Sigmund Freud y el ya mencionado Lacan, que algo del asunto entendían, la certeza es el delirio. El delirio son las psicosis con sus pérdidas completas del sentido de realidad. El neurótico se pierde sólo una parte de la realidad, y afortunadamente –para él o ella, y para quienes los rodean– duda. Como duda puede pensar. Y porque piensa tiene ante sí las posibilidades de elegir y corregir.

¿Significa esto que no puede tomar decisiones? Al revés, podrá tomar mejores decisiones porque estarán basadas en sus pensamientos, en sus experiencias y en sus sentimientos. Justamente puede tomar decisiones porque sabe que el error es parte de la vida, y que la vida es un juego de apuestas. El error, como la ignorancia, tiene mala prensa, lo que en Argentina no indica nada, porque la prensa es muy mala. El más grueso error sería, valga la redundancia, no comprender que el error es inevitable y además enriquecedor. Va de suyo que los errores hay que corregirlos: de esto se trata el aprendizaje. Ahora bien, el sujeto que acciona está obligado a convivir con los errores. Thomas Watson, quien presidió IBM entre los años veinte y los cincuenta del siglo pasado, lo sintetizó en una frase: “El buen juicio viene de la experiencia. La experiencia viene del mal juicio”. Lo interesante es que, en razón de su distintiva capacidad de autoconciencia –que lo distingue, o debería distinguirlo, de los animales–, el ser humano tiene ante sí la maravillosa posibilidad de aprender de sus propios errores y, como si esto fuera poco, de los de otros. Con un poco de reflexión, esto le permite cambiar su conducta y producir resultados mejores.

Los párrafos precedentes apuntan a sugerir que el convulsionado presente que vive el mundo y nuestro país no es más aciago que otros momentos del pasado y, por tanto, los análisis catastrofistas y derrotistas son, a mi juicio, impresionistas. Resulta tan insensata la irresponsabilidad del tonto alegre –aquel que no ha tenido pérdidas o, peor aún, que no las ha registrado– como la mirada decadentista del nostálgico, cuya tesitura, por cierto, tampoco representa una novedad. El filósofo Oscar Terán llamó “lamento tradicionalista” a la postura asumida por quienes no se adaptaban a los cambios e invocaban las presuntas virtudes de un pasado glorioso –en su caso, se refería a Miguel Cané y a José María Ramos Mejía, dos intelectuales importantes de fines del siglo XIX. Decenas de siglos antes, por su parte, Platón ya había advertido que el temor al futuro es una actitud frecuente entre los conservadores.

Todos sabemos que ni las guerras, ni las crisis económicas y sociales, ni los conflictos políticos son per se hechos novedosos. Tampoco logran serlo el descreimiento en la política, ni el discurso de Javier Milei. Mucho menos los argumentos de la escuela austríaca y el reageanismo-thatcherismo que repite en su grotesco formato, con la anuencia mediática del lumpenliberalismo. Las pujas internas en el peronismo tampoco son como para desmayarse por la sorpresa. En suma, parece que el hijo de David tenía razón y no hay nada nuevo bajo el sol. Lo que sí podrían ser novedosas son las respuestas de los seres humanos ante circunstancias que, aunque siempre singulares, son semejantes a otras del pasado de las que se puede aprender.

Share this content:

Deja una respuesta