Plebiscito del 25 de octubre: un bello hito en un camino en construcción

El plebiscito del 25 de octubre pasado representa un hito relevante en el proceso que eclosionó en Chile el 18 de octubre de 2019. Se trata del punto de partida en la cristalización de los cambios institucionales que la ciudadanía demanda. Este hito sirve a su vez para tomarle la temperatura al devenir del proceso en curso.

Si bien es cierto que el pacto que posibilitó el plebiscito no fue el resultado de consensos establecidos en las movilizaciones, sino que más bien fue un acuerdo cupular fraguado por un amplio espectro de partidos para darle una salida política a la crisis, la ciudadanía movilizada ha podido hasta ahora transformar aquel acuerdo cupular en una oportunidad para cambiar los marcos de convivencia en la sociedad chilena. Esa apropiación fue posible gracias a la crisis de legitimidad en la que se encuentra inmerso el sistema de partidos con antelación al 18 de octubre. Fue el descrédito de esas orgánicas el que llevó a la ciudadanía a no dejar de movilizarse durante todo el período previo al plebiscito, incluso pandemia mediante. De esa manera, movilización y canalización institucional de las demandas vía plebiscito no se han vivido como etapas sucesivas, sino que la protesta ha acompañado todo el proceso hasta ahora, presionando a la vez para que no se pierdan de vista en la maraña electoral los cambios estructurales demandados, y para que los mecanismos burocráticos a través de los cuales se encauce el proceso se ajusten a las expectativas de participación de la ciudadanía.

Esa misma forma de devenir del proceso que estamos viviendo explica que el plebiscito se signifique como una especie de primer gran peldaño de una escalera que se debe seguir subiendo trabajosamente. Superada la emoción vivida en las horas y días posteriores, se abren diversos flancos en la lucha para seguir subiendo. Uno de ellos es el relativo a la participación de las y los independientes en las elecciones de representantes a la asamblea constituyente. En este texto me quiero detener justamente en este flanco, porque aquí se abre una paradoja. Hasta este punto las movilizaciones, surgidas en un contexto de crisis de legitimación de los partidos políticos, han decantado en un proceso en el que la ciudadanía de manera inorgánica, a través de la protesta, ha logrado direccionar el proceso, en aras de abrir espacios para poder producir en el futuro próximo cambios estructurales. Sin embargo, el paso siguiente implica un desafío un poco distinto a los encontrados hasta este punto del camino: implica elegir representantes para comenzar a construir los nuevos marcos regulatorios que producirán esos cambios, para que esos representantes puedan, entre otras cosas, diseñar mecanismos de participación adicionales al voto, de manera de permitir la emergencia de formas de representación que involucren constantemente a las y los representados en la producción de los nuevos marcos de convivencia. Se trata de romper esa sensación de alienación con respecto a la forma de producción de la regulación de nuestra convivencia que rige hasta ahora. Poder generar esas nuevas formas de representación es parte importante de las posibilidades de éxito del proceso, tanto o más que el texto constitucional mismo al que se arribe finalmente, en tanto generar esos nuevos espacios implica profundizar el proceso de politización de la ciudadanía que está en marcha, y con ello cambiar las formas de organización del poder político, democratizándolo.

Para abordar este próximo paso, el descrédito respecto a las estructuras partidarias –que hasta ahora permitió correr los ejes hacia procesos de cambio más radicales por fuera de las estrategias de los partidos existentes– se vuelve un problema, por cuanto ese descrédito rebasa a los partidos políticos existentes y se comunica a la validez de las estructuras partidarias en general, como formas de intermediación política. En el caso de Chile, la relación con la autoridad del Estado habría sido históricamente mediada de manera relevante por los partidos políticos. Sin embargo, la situación habría cambiado con posterioridad a la dictadura. Desde el fin del régimen de Pinochet los partidos dejaron de constituirse como mediadores en la relación de los sujetos con el Estado. Esto, unido al debilitamiento del tejido social producto de los 17 años de dictadura, generaron un escenario en que el individuo se sitúa solo frente a la autoridad política. De esta manera, la pérdida de relevancia de los partidos políticos en la gestión de los intereses hacia el Estado y la falta de consolidación de otras formas colectivas de mediación construyeron un “nosotros” débil en el Chile de los 90 –ver Las sombras del mañana, de Lechner.

Este proceso en que hoy se vive es un punto de inflexión en tanto ese “nosotros” comienza a dejar de ser débil: el individuo ya no se siente solo frente a la autoridad. Sin embargo, esa subjetividad no aparece acompañada de estructuras orgánicas legitimadas socialmente, con proyectos de país que puedan canalizar fácilmente las demandas que están sobre la mesa. Es así como en medio de la efervescencia y aún con la resaca emocional del 25 de octubre de 2020 a cuestas, miramos para un lado y vemos que el mecanismo de elección de los constituyentes –el mismo que se usa para la elección de diputados– favorece la participación de los mismos partidos políticos que tuvieron que celebrar solos y lejos de la Plaza de la Dignidad el triunfo del plebiscito, lo que favorece los apetitos de cooptación del proceso. Miramos para el otro lado y vemos que ya se empieza hablar de posibles candidatos independientes: surgen liderazgos muchas veces sin una orgánica detrás, otras veces vinculados a orgánicas sectoriales o gremiales. Eso no es malo per se. De hecho, habida consideración del paupérrimo desempeño de los partidos en el último año, es un signo de buena salud. Sin embargo, en ello también hay un peligro no menor: la salida hacia un proceso de corte corporativista o la emergencia de lobos solitarios que perjudiquen la construcción de un nosotros contundente.

Ahora bien, sin perjuicio de los riesgos y escollos que encierra el proceso, lo cierto es que el ciclo que se abre a partir del 18 de octubre hasta ahora ha ido superando las diversas dificultades que se han ido presentando. Las movilizaciones sociales asociadas a este período, en la medida en que se traducen en una crítica respecto de las formas de regulación de nuestra convivencia, pueden ser leídas como acciones colectivas de reapropiación del proceso de producción de esos marcos y de organización del poder en nuestra sociedad. De ahí que es posible afirmar que el proceso abre una gran oportunidad para que la participación de independientes en la constituyente supere los riesgos que trae aparejados y decante en la consolidación de nuevas estructuras de intermediación política de los intereses generales de la sociedad.

 

Loreto Quiroz Rojas es abogada (Universidad de Chile) y doctora en Estudios Americanos (Universidad de Santiago de Chile).

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