La progresía, el cinismo y los juegos de poder

“Cuando lo vi a Perón el otro día, nada me impresionó realmente acerca de lo que decía. Sus ideas políticas no me deslumbraban, pero su fácil trato con la realidad era sorprendente. Tenía con la realidad una amabilidad de caballero y no era de extrañar que la realidad, dama casquivana, lo haya tenido entre sus favoritos. Los favoritos de la realidad caen en desgracia pero siempre conservan su condición de favoritos. Perón no parecía dramatizar en lo absoluto los reveses de la fortuna política. Cierta fuerza o cierta isla bajo sus pies lo retenía en superficie y no se hundía en la angustia del yo destinado y desbarrancado. En este sentido, y sólo en este sentido, era un hombre del pueblo. Vale decir, familiarizado con la realidad. La realidad comía en la mesa de Perón como come en cualquier mesa de vecino” (Gustavo Ferreyra, La familia).

“Sólo se puede confiar en una estadística si la ha falsificado uno mismo” (Winston Churchill).

 

Para el interesado en los temas públicos, la Argentina transita una situación paradójica. La realidad es insoportable en sus aspectos económico-sociales y es interesante en su dinámica política. Afirmar lo primero supone para el escéptico un acto de romanticismo, y afirmar lo segundo resuena en el oído del moralista a perversidad. En esa porosa frontera está compelido a moverse quien se proponga analizar los acontecimientos políticos combinando el compromiso y la distancia. Hay una conocida frase que había acuñado Romain Rolland y Antonio Gramsci gustaba repetir: se trata de hacer convivir al optimismo de la voluntad con el pesimismo de la inteligencia. Sólo así puede ejercitarse lo que Michael Walzer (1993 [1988]) define como la distancia crítica, que él recomienda que sea nacional y que sea popular, o sea, que hable el lenguaje situado de la historia local y que se interese por el destino de sus clases subalternas.

Tanto más necesario es acompañar ese compromiso con la distancia crítica, en tiempos en que las nuevas tecnologías tienden a generalizar la función que antes cumplían las monolíticas prensas partidarias: escuchar sólo al que piensa igual con el objetivo de reafirmar nuestras convicciones. Ya ni siquiera necesitamos ingeniárnoslas para ensimismarnos en nuestro pequeño submundo, porque los algoritmos hacen el trabajo por nosotros. Como lo plantea Christian Ferrer (2011), Internet facilita la posibilidad de una “narcotización hogareña” que nos permite experimentar una mayor sensación de confort. En esa desesperada búsqueda por huir del sufrimiento no trepidamos en anular al diferente mediante un simple click. Culminada su tarea discriminatoria, el sujeto virtual puede exhibirse siempre feliz, certero e identificado, desprovisto de contradicciones, o sea, de humanidad. Por eso el síntoma contemporáneo, razona Byung-Chul Han (2017 [2013]), ya no es tanto la destrucción negativa como la violencia por “exceso de positividad”. El colapso por exceso de lo mismo que anula lo diferente mediante la lógica de lo igual.

El Perón real, contradictorio, fue un cínico y un comprometido. Sobre el cinismo de Perón no quedan mayores dudas y ni siquiera el más ferviente de sus partidarios estaría dispuesto a negarlo del todo, porque, como tal, más bien gozaría al reírse junto a él. Tampoco el caudillo justicialista parecía interesado en ocultarlo. Sus gestos pícaros, con la constante guiñada de un ojo que solía acompañar a su generosa sonrisa, se interesaban en sintonizar con una picaresca orillera que intuía difundida entre los sectores populares. Como lo explica el filósofo alemán Peter Sloterdijk (2014 [1983]), existe una larga tradición de cinismo plebeyo que hunde sus raíces en la antigüedad. La risa cínica ha operado como un desafío a los poderosos, a veces como burla redentora y otras, más seriamente, como una descalificación de las leyes diseñadas a su medida. Pero Perón era también un comprometido y allí está el testimonio de una serie de reformas sociales que le ganaron el odio estratégico de las clases dominantes. El cinismo de Perón sirvió apenas para escandalizar a las clases medias bienpensantes, a las que les gusta imaginarse impolutas.

No tiene mayor sentido explicar por qué la realidad social actual es penosa: nadie que tenga dos ojos puede soslayarla. En cambio, decíamos que la política se ha puesto más interesante. Mi impresión es que, desde la lucha política entre Perón y Alejandro Agustín Lanusse que sucedió entre 1971 y 1973, no se desarrollaba un juego de poder tan complejo y ajedrecístico. Esto acontece porque tanto Mauricio Macri como Cristina Fernández entienden que deben correrse al centro para cosechar votos en una gran franja intermedia que deambula entre los polos de la escena política. Cristina hizo su movimiento cínico al bajarse a vicepresidente para colocar a un moderado en la cabeza de la fórmula y cerrar con Sergio Massa. La radicalización de un sector de la base kirchnerista es un escollo para el despliegue de los juegos de poder de Cristina. Se trata de un progresismo radicalizado. Muchos de ellos son jóvenes de reciente politización que están ideologizados pero entienden poco de política. En otras circunstancias más graves, un fenómeno semejante advirtió Perón al regresar de su largo exilio, cuando señaló que el país estaba politizado, pero carecía de cultura política. Hoy no se tiran tiros, pero algunas formas de razonamiento son igual de precarias.

Ese progresismo –políticamente hablando semiculto– encuentra el quid de los asuntos públicos en una población presuntamente manipulada por los medios de comunicación. En realidad, ninguna teoría de la comunicación medianamente seria sostiene tal cosa. Todas suponen una compleja relación entre emisores y receptores de mensajes, que también desempeñan un papel activo. Un medio que repitiera hechos que la mayoría de la población no quisiera escuchar estaría destinado a perecer. Esto no significa que los medios de comunicación no manipulen: es evidente que, al igual que los políticos, lo hacen. Pero estancarse en un revival, por cierto tardío y devaluado, de la teoría marxista de la alienación –cuestionada aun dentro de esa misma tradición– y creer que todo el asunto radica en que los votantes se equivocan, no sólo es conceptualmente simplista, sino que es políticamente inconducente. Tal creencia puede servir para justificar derrotas, cuando de lo que se trata en política es de construir victorias. Y como –parafraseando a un dirigente peronista– suele decir el turco Asís: el problema no es perder, sino la cara de boludo que te queda…

Macri está bien asesorado y en el oficialismo hay cabezas políticas sagaces. Su movida cínica de colocar a Miguel Ángel Pichetto de candidato a vicepresidente fue una buena respuesta a la jugada de Cristina. Por los graves problemas macroeconómicos y sociales que generó durante su gestión, Macri podría estar frente a la posibilidad de ser el primer presidente que fracasara en un intento reeleccionista. Pero subestimarlo sería un grave error: esta última movida ha consolidado su posición competitiva. Macri tiene más margen de maniobra que Cristina porque su base radicalizada de antiperonistas podrá rasgarse las vestiduras por la ubicuidad peronista, pero una vez dentro del cuarto oscuro no dudará. El peronismo opositor necesita ir pensando y repensando dúctilmente sus tácticas frente a un adversario políticamente perspicaz. Lo peor que podría hacer de acá a octubre es limitarse a repetir slogans tranquilizadores y cocinarse en su propia salsa.

 

Bibliografía

Ferrer C (2011): El entramado. El apuntalamiento técnico del mundo. Buenos Aires, Godot.

Han BC (2013): Topología de la violencia. Buenos Aires, Herder, 2017.

Sloterdijk P (1983): Crítica de la razón cínica. Madrid, Siruela, 2014.

Walzer M (1988): La compañía de los críticos. Intelectuales y compromiso político en el siglo XX. Buenos Aires, Nueva Visión, 1993.

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