La herencia del neoliberalismo autóctono

Cristina Fernández demostró su agudeza política y su grandeza moral, dos cualidades que no abundan en la dirigencia argentina, al diseñar una fórmula que tiene a Alberto Fernández como candidato a presidente de la Nación y a ella misma como candidata a vicepresidenta. Esto no sólo dejó en claro que la ex mandataria frustró los planes del gobierno y de las expresiones de la oposición que favorecen al oficialismo con la mezquindad de su conducta, a semejanza de una jugadora de ajedrez que anticipa las movidas de sus rivales o una jugadora de póker que no trasluce sus cartas mediante sus gestos. También renovó las fuerzas de los sectores de la sociedad que resisten la agresión cotidiana del macrismo y, por ende, de la manifestación autóctona del neoliberalismo, con la desesperación y, a la vez, el heroísmo de los que se encuentran a merced de un poder que los empuja hacia el abismo de la aniquilación. Pero nadie debe celebrar de antemano. El final de la noche macrista no está a unos metros de distancia. Y, por otra parte, no acontecerá naturalmente. Todos o, por lo menos, todos los que deseamos tal final, deberemos producir dicho milagro.

Sin duda, Mauricio Macri, el empresario y dirigente deportivo que llegó a la Casa Rosada por el voto de la ciudadanía, va a dejar a la Argentina en un estado lamentable. Tan lamentable que el gobierno que asuma en diciembre va a tener que realizar una actividad titánica para resolver el problema de la deuda externa, atraer la inversión privada, reactivar la producción, atacar la desocupación, mover el mercado interno, reducir la inflación, controlar la cotización del dólar estadounidense y el nivel de las tasas de interés, financiar la educación y la salud públicas, garantizar la seguridad, transparentar la justicia, incrementar la ayuda social y, en especial, eliminar el hambre que afecta de una manera impiadosa a muchos hogares argentinos.

A todas luces, ningún equipo gubernamental puede atender tantos asuntos por sí solo. Por ello, quienes triunfen en el proceso electoral de este año deberán obtener la mayor cantidad de votos. Y, además, deberán acordar con la mayor cantidad de organizaciones políticas, económicas y sociales los pasos a seguir en el tratamiento de los asuntos que requieran el apoyo del grueso de la sociedad. Al fin y al cabo, no debemos olvidar que no modificarán su forma de pensar los exponentes de la política, la economía, la justicia, la prensa y la cultura que legitimaron la transformación de la Argentina en un montón de ruinas y cenizas humeantes, aunque la realidad y el resultado de las elecciones exterioricen las nefastas consecuencias de la instrumentación de su pensamiento conservador.

A raíz de esto, cualquier acuerdo, pacto o contrato que procure alcanzar la unidad del campo nacional y popular no puede pasar por alto que la concreción de un proyecto que no responda a los postulados del neoliberalismo no es posible sin un Estado que tenga como pilares a los derechos humanos, la democracia, el desarrollo económico, la inclusión social y la integración regional. Suponer lo opuesto equivale, lisa y llanamente, a pecar de ingenuidad. Y, en verdad, la situación de la Argentina ya no admite la existencia de dirigentes que incurran en esa clase de equivocación.

A pesar de los que tratan de convencernos de lo contrario, la idea de un gobierno no puede coincidir con la de una comunidad de negocios que beneficia al presidente de la Nación y a los parientes, los amigos y los socios de éste. O, en otros términos, no puede coincidir con la de una asociación que favorece a los miembros de una oligarquía decadente que practica un saqueo descontrolado, quizás porque intuye que su dominio sobre la sociedad es superficial y efímero. Un gobierno –en contraposición con el caso expuesto– debe ser un instrumento que, por una decisión política, cree las condiciones adecuadas para que cada individuo lleve a cabo su proyecto de vida sin impedir o dificultar el de los demás. Por ese motivo, quienes pretenden administrar los asuntos públicos deben comprender que la realización de millones y millones de proyectos personales dependerá en gran medida de una gestión adecuada, es decir, de una gestión responsable, honesta, transparente y eficaz que no desperdicie su tiempo con ensayos que estén condenados al fracaso desde un principio.

Las consecuencias de la actividad desarrollada por la alianza gobernante se encuentran a la vista: hombres y mujeres sin empleo, sin alimentos, sin medicamentos, sin vivienda o sin esperanza, que tratan de conservar un mínimo de dignidad y decencia en medio de un panorama que está modelado por la injusticia, la miseria y la muerte. Por ende, quienes se niegan a contemplar la realidad en la totalidad de su crudeza son los únicos que pueden negar la existencia de esos males o su gravedad. Ciertamente, estos son tiempos de oscuridad y desaliento. Por eso la Argentina necesita que el peronismo la gobierne. Y, a su vez, el movimiento social y político creado por Juan Domingo Perón necesita que las fuerzas que compatibilizan con su ideología y su práctica lo acompañen en dicha empresa. La satisfacción de esas necesidades no configura una quimera. Al contrario, constituye una meta alcanzable. Pero, para que eso pueda adquirir el carácter de una realización, los que nos identificamos con lo popular, lo nacional y lo latinoamericano deberemos trazar un rumbo que sintetice las expectativas del conjunto. Deberemos seguir el rumbo trazado, aunque eso no resulte sencillo en algunas ocasiones. Y deberemos demostrar a cada instante que la unidad no es algo que se plasma con palabras, sino con hechos.

Ahora bien, ¿el triunfo del peronismo en el proceso electoral del año en curso es factible? Sí, lo es. Por lo tanto, la unión de las líneas internas y de las manifestaciones sociales y políticas que son afines en un frente común debe constituir el soporte de un proyecto de gobierno que seduzca a la sociedad y obtenga el apoyo mayoritario de la ciudadanía. Para ello, se debe tener en cuenta que el país padece una crisis de fe que provoca un descreimiento generalizado y desmoralizante. Unos no creen en la política. Otros no creen en la economía. Otros no creen en la justicia. Otros no creen en el futuro. Y otros, que no son pocos, no creen en nada. En verdad, tienen motivos de sobra para ver la vida con tal escepticismo. Pero su origen no está en la voluntad de Dios, ni en el destino, ni en la sociedad, ni en el Estado, ni en la genética de los argentinos. Está en la obra de una administración que horadó las esperanzas de millones de personas con una indiferencia que asombra, desconcierta y paraliza.

Desde las postrimerías del año 2015 padecemos los efectos de una gestión que acabó con los sueños de quienes supusieron que la Década Ganada iba a prolongarse indefinidamente y con las ilusiones de quienes imaginaron que el neoliberalismo iba a favorecerlos. Con toda franqueza, Mauricio Macri no dejó a ningún individuo sin decepcionar. No respetó ni a los miembros de su clase. Únicamente satisfizo las expectativas de sus parientes, sus amigos y sus socios: algo que excluye a la mayoría de la sociedad. Por esta razón, quien suceda al empresario que ejerce la presidencia de la Nación –y todo indica que Alberto Fernández tiene todas las chances para asumir dicha responsabilidad– va a tener que reavivar la fe de las personas y, a la par, va a tener que lidiar con el poder económico más concentrado, los medios comunicacionales más importantes, una parte de la magistratura, los partidos políticos de la oposición, el sector social que se beneficia con las resoluciones de una administración neoliberal y el sector social que, aunque no se beneficie, no comulga con los gobiernos peronistas como consecuencia de su elevado grado de “gorilismo”.

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