¿Hacia un clasismo epistémico?

Los vaivenes políticos que Latinoamérica y, con mayor énfasis, Sudamérica han experimentado en la última década dejaron entrever que la complejidad del entramado social es aún profunda, pese a los intentos de los gobiernos de orientación “populista” por lograr una mayor equidad entre quienes lo componen. La política ante la llegada de la pandemia, apoyada en intenciones de solidaridad y soluciones mancomunadas, fue con el tiempo –y en proporción directa a la extensión de las restricciones y el distanciamiento– erosionándose hasta traer a la superficie una realidad que dista mucho de ser inédita, aunque sí se ha manifestado con una intensidad preocupante. Más allá de debates sobre ideologías, identidades y “grietas”, el resurgimiento de estos fenómenos en tiempos de crisis –y también de oportunidades– permite analizar la emergencia, la permanencia y el arraigo de construcciones sociales y científicas que –muy lejos de los imaginarios colectivos– se orientan hacia la legitimación de nuevas y más profundas formas de dominación. Por ello, el presente escrito realiza un recorrido y una reflexión entre una forma clásica de subjetivación y de legitimación del dominio, como lo fue la construcción de la “raza” en el período imperialista, ensayando a su vez una comparación entre éste y otra construcción que parece ir perfeccionándose con el tiempo, de una matriz diversa, pero personificada por la idea de clase.

 

Un punto de partida: el racismo epistémico

Europa fue, a partir de la disputa por la conquista de nuevas tierras y luego –con el desarrollo de las revoluciones industriales– de nuevos mercados, el continente que desató una voraz campaña de apropiación de todo aquel territorio que estuviera a su alcance. Dentro de esa expansión colonial, aquella denominada terra incognita fue siendo reclamada y controlada por las principales potencias marítimas de entonces. Sin embargo, a la par de los avances técnicos y militares, también comenzaron a perfeccionarse los estudios científicos, tanto antropológicos como sociales, que buscaban interpretar todo aquello que habitara los territorios recientemente conquistados. En esta misma línea también comenzaron los estudios que se orientaron a convertir a aquellos seres humanos en alteridades, cuyas diferencias culturales correspondían no a organizaciones distintas de sus sociedades, sino a un supuesto “atraso” que era necesario corregir a través de un proceso civilizatorio, proceso que –claro está– solo podía efectuarse por las y los europeos.

Enmarcados mayoritariamente en el positivismo, el desarrollo de teorías como el determinismo –biológico y geográfico–, la selección natural y el evolucionismo, el malthusianismo y –fundamentalmente– la eugenesia se orientarán a construir una otredad simultáneamente necesaria como no deseada: es a partir de mediados del siglo XVIII que se comenzará a utilizar el concepto de raza. A este proceso, que implicó dotar de origen, naturaleza y validez teórica a un concepto constituyente de una otredad, es a lo que Grosfoguel denomina racismo epistémico. Como él mismo refiere, “el racismo epistémico es la forma fundacional y la versión más antigua del racismo en cuanto la inferioridad de los ‘no occidentales’ como seres inferiores a los humanos (no humanos o subhumanos): se define con base en su cercanía a la animalidad (…) y, por ende, la falta de racionalidad” (Grosfoguel, 2011: 343). A través de este constructo epistemológico se lograron legitimar tanto la expansión imperialista europea como las atrocidades cometidas en nombre del progreso y del desarrollo.

No obstante, en poco tiempo este racismo epistémico y el arraigo de estas teorías en lo más profundo de lo político y los imaginarios colectivos dio paso a la institucionalización de leyes y regulaciones que –directa o indirectamente– apuntaron a materializar jurídicamente lo que la ciencia había propuesto, dando origen al racismo sistémico. A través de éste, los aparatos políticos e ideológicos de Estado se vieron habilitados a elaborar y poner en vigencia todo tipo de leyes que apuntaron a la segregación racial, siendo aquella alteridad construida la damnificada en materia de derechos y beneficios –y de ciudadanía. Sudáfrica y el apartheid es quizás la referencia más clara, aunque la Alemania nacionalsocialista, Estados Unidos e incluso Francia, desde principios del siglo XIX hasta la actualidad, no pueden dejar de ser tomados como ejemplo.

 

¿Un clasismo epistémico?

Con el mercado como ordenador, el surgimiento y el análisis de las clases sociales no se hizo esperar. Más allá de Marx, Engels, Weber y tantos otros, las discusiones relacionadas a la constitución de clases acompañaron al devenir de las sociedades hasta la actualidad, esquematizando una segregación que ya no es racial, sino social. Ahora bien, es imposible negar que en la actualidad ambas formas de racismo continúan –con mayor o menor intensidad– existiendo sobre la faz de la Tierra. Sin embargo, mucho tiempo ha transcurrido y –tras el despliegue concreto del capitalismo en las revoluciones industriales– las lógicas dominantes han mutado. A partir de la adopción del dinero como deidad universal y del consumo como iglesia, la búsqueda de otredades supo reinventarse y redirigirse hacia otros aspectos –complementarios o solapados– de aquel constructo. Wieviorka afirma que “a principios de los años ochenta se empezó a constatar una segunda presunción, primero en Estados Unidos, poco después en Gran Bretaña y después en Francia y Bélgica: el racismo se transforma al imputarse a las víctimas ya no rasgos físicos sino culturales. Así es cómo los psicólogos y politólogos de Norteamérica desarrollaron la noción del ‘racismo simbólico’” (Wieviorka, 2006: 16).

No obstante, hablar de racismo sería reduccionista cuando la dimensión del fenómeno excede a sus formas tradicionales o a los intentos por aggiornar el concepto a lo largo del siglo XX: no alcanza lo físico, lo étnico o lo religioso, sino que en esta ecuación también entran otras variables de tipo geográfico, económico o cultural, tales como su capacidad de consumo –y ya no de ahorro–, el lugar de procedencia, donde habiten o donde vacacionen, sus patrones socioculturales, su filiación política, ideológica, sus identidades y subjetividades. Incluso sus simpatías deportivas, marcas de vestimenta o gustos musicales se convierten hoy en un superficial basamento a través del cual se busca construir una supuesta superioridad de las élites que legitime el irreversible y avasallador orden neoliberal, una alteridad ya no apoyada en lo biológico, sino en los estándares socioeconómicos que reflejan un sujeto socialmente “aceptable”, sin dejar de considerar en ello que las citadas élites son cada vez más pequeñas, y que de allí “hacia abajo” todo resulta –en los términos propuestos por el racismo epistémico– distinto e inferior.

Es entonces que el crecimiento exponencial de estas tendencias o conductas polifacéticas –acompañado de una pluralidad de subjetividades e identidades heterogéneas dentro de las cuales lo aspiracional, ese “querer ser”, se ha convertido en otro importante factor a considerar– ha dado lugar a un entrecruzamiento de variables que han complejizado la conceptualización de lo que puede entenderse por clase social. Hemos asistido, precisamente, a la atomización, al desdibujamiento de las clases, que ha puesto en evidencia la existencia de múltiples condicionantes a considerar que llevan a preguntarnos hoy si –como pregonaba aquel Manifiesto Comunista y como tanto se ha repetido y reflexionado desde entonces– la estructura social puede pensarse entre clases. Mejor dicho, lleva a hacernos una pregunta aún más profunda: ¿qué es, hoy, una clase?

Dotar de contenido a un concepto, validarlo como se ha logrado con el de raza, parece ser hoy una tarea a la que ya no se abocan geógrafos o naturalistas. Las redes, los medios, los tecnócratas abonados al sociomarketing, entre otras especialidades, despliegan un sinfín de herramientas que buscan estereotipar, estigmatizar y responsabilizar a lo que no pertenezca a esa reducida elite global que ha trasnacionalizado todo proceso. Racismo, xenofobia, aporofobia, migrantes, ricos, pobres, desplazados, jóvenes, viejos, desposeídos, desafiliados, todos son examinados bajo una misma lupa que busca legitimar los abusos del capitalismo, trasladando las responsabilidades de un sistema que cada vez presiona más hacia los cuerpos-objetos que, exangües, dan vida a ese sistema que los aplasta, mientras continúan persiguiendo objetivos inalcanzables.

La pandemia no ha hecho más que demostrar algo que llevaba medio siglo perfeccionándose. Todo puede ser distinto, todo puede ser peligroso y todo puede ser responsable de lo que ocurre, tanto como de lo que le ocurre. La sociedad actual está irremediablemente fragmentada, y el proceso ontológico y epistemológico de reacomodar –considerando su incompatibilidad evidente– se vuelve tarea compleja. El mundo, con sus desigualdades cada vez más extremas, dibuja en su horizonte una inevitable y nueva teorización que allane el camino hacia una redefinición del concepto de clase.

 

Referencias bibliográficas

Castel R (2004): La inseguridad social. ¿Qué es estar protegido? Buenos Aires, Manantial.

Grosfoguel R (2011): “Racismo Epistémico, Islamofobia Epistémica y Ciencias Sociales Coloniales”. Bogotá, Tabula Rasa, 14.

Todorov T (1991): Nosotros y los otros. México, Siglo XXI.

Wieviorka M (2006): “La mutación del racismo”. Perspectivas Teóricas, 13-23.

Yudell M (2014): “Breve historia del concepto de raza”. Pasajes, 44.

 

Rodrigo Javier Dias es licenciado en Enseñanza de las Ciencias Sociales (UNSAM), profesor de Geografía (ISP Dr. Joaquín V. González), maestrando en Sociología Política Internacional (UNTref) y creador de Un espacio Geográfico: www.youtube.com/channel/UC2ztSB39vK8plh5c_PrXf2Q.

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