Eso que llaman libertad es liberalismo no pago: la libertad interpretada

“No es que yo esté en contra de la moralina, pero lo que estoy señalando es que la moralina se usa en contra de la moral nacional. Que ella es aprovechada por los grandes intereses económicos y movilizada, a veces de buena fe, por los políticos que no están en lo profundo de las cosas, o de mala fe por los que están bien en la profundidad, y agitada estruendosamente por los órganos publicitarios interesados en que tengamos más moralina que moral. (…) Si hay gente que debe estar prevenida sobre el escándalo son los peronistas, y sobre todo el escándalo promovido por los grandes diarios. Pero todavía no han aprendido bastante y entran como cualquier hijo de vecino. (…) La moral puede ser un gran negocio” (Arturo Jauretche, Política y Economía).

Anatomía del liberalismo

¿Qué es el liberalismo? ¿Es la corriente “libertaria” una hija sana del liberalismo? ¿Qué valores lo constituyen? ¿Por qué la moralina es la base del “negocio” de la indignación?

Diremos que, en lugar de ser una teoría política, el liberalismo es una teoría crítica de la política. Vincula lo político con lo ético, para subordinarlo a lo económico. No podría decirse entonces que hay política liberal en sí, sino crítica liberal de lo político, que es una crítica a la limitación de la libertad individual.

El demoliberalismo posmoderno ofrece, aún en sus crisis, un placebo irresistible: el fortalecimiento del individualismo liberal. Las actuales circunstancias han generado en una parte de la población una temperatura social de ira y de frustración. Ese es un terreno fértil para que la pedagogía libertaria, envase fresco del liberalismo salvaje, utilice esa ira y esa frustración para sus propios fines: construir su base política. La doctrina no varía. El chivo expiatorio preferencial es el Estado –la esfera pública, del “nosotros”– y la espada es el discurso de mercado: la esfera privada, del “yo”.

La pulsión liberal adopta un carácter salvaje cuando –con un discurso antipolítico con quien hace política– reposa en una tragedia que asume como destino: la ingobernabilidad endémica del país, un destino colectivo al que el destino individual estaría trágicamente atado: la imposibilidad histórica de evolucionar hacia una comunidad. Los reflejos del clasismo como motor de la no historia. La voluntad libertaria del “yo” que lucha contra la idea de conformar un “nosotros”, que siempre es vista como una amenaza que podría licuar el divino tesoro: la individualidad. El individuo como medida de todas las cosas. La guerra de guerrillas individual contra la comunidad. La moralina usada contra la moral nacional.

 

Macri ya fue, pero…

Todo esquema de gobierno debe partir de un diagnóstico realista del escenario que le toca gobernar. En el escenario que nos toca, la unidad debe ser superior al conflicto, pero vale señalar que, no sin dificultades, esta unidad se está construyendo con un fino equilibrio sobre la memoria reciente. Por eso no es sencilla la transición hacia otro ciclo político que deje atrás cuatro años de autodestrucción.

El esquema de representaciones fragmentarias es el instrumento por medio del cual el globalismo liberal persigue su inconfesable objetivo de ruptura de todo lazo de solidaridad social. Históricamente, la balcanización ha sido el instrumento más efectivo para impedir la formación de una unidad social consciente de sus derechos y de sus destinos. Eso que politológicamente denominamos “Pueblo”.

Así como los avatares de sociedades como la nuestra, ante las injusticias del sistema neoliberal iniciado con la dictadura y consolidado en los 90, pasaron a traducirse como éxitos o fracasos individuales, problemas parcelados, desconectados unos de otros, la voluntad manifiesta de Juntos por el Cambio durante cuatro años fue poner –con fuertes picos de éxito– un espejo roto frente a la sociedad, haciéndola culpable de sus propias calamidades en el gobierno.

Hoy podemos ver una continuación de esta forma de conducta social teledirigida. Una declamación de libertad que se refiere casi exclusivamente a la lucha política interna contra el poder estatal. Esa batalla ofrece toda una serie de métodos para controlar y trabar a este poder estatal “en defensa de la libertad individual”, para hacer del Estado un “compromiso” y de las instituciones del Estado una “válvula de escape”.

Por todo lo anterior es que cuando hablamos de macrismo no hablamos de una persona, o de una casta de funcionarios, sino de un tipo de cultura política que hierve en las entrañas de la sociedad educada en la pedagogía del dispositivo neoliberal: el sujeto del rendimiento individual. Una cultura que, al mismo tiempo que frustró a la comunidad, fortaleció el individualismo. Porque la máxima liberal fue la pedagogía predilecta: ningún individuo se realiza si la comunidad se realiza.

En términos políticos, el macrismo fue más un proyecto de condicionamiento a los próximos gobiernos con vocación de soberanía nacional, que un mal gobierno. Su dispositivo de corrosión operó desde el aparato estatal durante cuatro años, y desde lo mediático, fabricando en serie falsos dilemas y dicotomías laberínticas que hoy son transmitidos en prime time y en el huracanado mundo de las redes, cuya materia prima es idéntica a su objetivo: la polarización de extremos. Ahí están sus “fierros”. Para eso utilizó como maqueta de funcionamiento la mecánica de una pinza, mediante la cual atacó el sentido común nacional, disgregando, atomizando y parcelando todo lo que pudiera dividir.

El núcleo de valores que lo sustentaron persiste, porque el macrismo pudo articular con éxito electoral –siempre coyuntural– una propuesta política y cultural que se articuló sobre dos pilares fundamentales: la defensa abstracta –por eso efectiva emocionalmente– de las libertades individuales y la declamación cínica de “la república”. La república como entelequia administrativa, sin contenido social, humano. Un artefacto que funciona mejor mientras menos intereses lo compongan. Liberarse de 70 años de historia fue el motor del discurso. Por eso, digamos todo: el liberalismo es profundamente nihilista en su seno. Piensa la libertad en términos negativos: liberarse “de”, y no “para”. Liberarse “de” 70 años, por ejemplo.

Insistimos: su eficacia, por lógica de funcionamiento, requiere del conflicto. En términos doctrinarios, la cultura macrista requiere del enfrentamiento de extremos. Los tensiona para balcanizar el conjunto. De ahí su rol de guardia pretoriana de “la grieta” como dispositivo de orientación de las conductas sociales, como método de análisis de la realidad. El duranbarbismo expresa eso: es un diagnóstico de la realidad, pero es deseo. Meritocracia y autoayuda. Un cover de una banda tributo a la Escuela de Chicago. Con una playlist sencilla: individuación extrema y victimismo. La reserva moral para “no ser Venezuela”.

 

La venezuelización y la idea de orden: conducir es indignar

Es arenoso el pasaje de la pedagogía del emprendedurismo individual y la incertidumbre, a una “pedagogía del nosotros”: individuo que se realiza en una comunidad que no se realiza. También es dificultoso, para muchas y muchos politizados en el marco de otros horizontes, comprender que un gobierno que encabeza un ciclo político de reconstrucción integral de un país diezmado por políticas neoliberales, no puede tener por fin el de producir conflicto, sino gobernarlo. Y gobernarlo implica un incómodo proceso de persuasión y transigencias por medio del cual “se incluya”, dentro del andamiaje institucional del país, incluso a quien no quiere ser gobernado. Este es el camino posible para poder religar todo aquello que ha sido fragmentado: tejido social, conciencia nacional, discurso militante, sistema institucional, etcétera.

Es importante notar que, a pesar de los esfuerzos de las usinas mediáticas por fomentar las tensiones políticas –las hay, sería infantil negarlo– al interior del movimiento nacional, el peronismo está brindando opciones que pueden concentrar apoyos de vastos campos ideológicos. Es de este modo en el que, en la práctica efectiva, el peronismo vuelve a recuperar la capacidad de representación de mayorías articuladas en un horizonte común. Vuelve a ser un poliedro que trasciende –por urgencia y conveniencia– la lógica divisionista y facciosa de los opuestos. Una lógica que ha sido el negocio más rentable del macrismo, y que hoy lo tiene como obstinado protagonista en intentar dividir al frente gobernante de todas las formas posibles.

Si alertamos sobre la idea opositora de “venezuelizar”, no descubrimos nada. Pero sí vale la pena remarcar cuáles son las características fundamentales de esta forma de operar en la realidad social. Intransigencia visceral que busca lesionar, no a “los políticos”, sino a la política como actividad. Vieja receta. Equipo que ganó no se toca. Balcanizar. Atomizar. Todo en la tónica de la indignación inconducente, con diputados capaces de inmolarse “desde adentro” para trasladar la representación desde el parlamento hacia –supongamos– los medios de comunicación. Las verdaderas unidades básicas del macrismo cultural. ¿Podrá el periodismo formar un partido? No: puesto menor.

La fórmula es fácil de percibir: la moralina seguida de indignación como un mantra. La indignación, ese conjunto de emociones argumentalmente flojas de papeles, pero con un blanco específico –“los políticos”–, ha minado la subjetividad de un importante sector de la comunidad argentina. Un nervio social consolidado con la ruptura del tejido social que violentamente se expresó en 2001. Un espejo roto que sigue allí.

¿Cómo explicar, si no, esa vocación indomable de los ciudadanos por consumir y autogobernarse de espaldas a cualquier autoridad, ley o racionalidad económica? ¿Cómo explicar el empeño de este sector social por cumplir la imagen que tiene de sí mismo? Vieja fórmula: la política como actividad es la bolsa de arena donde se descarga la frustración. La indignación levanta sus puños de acero para construir una política de la antipolítica. El anticuerpo del anticuerpo. Pero sólo puede consumar el pico de su rentabilidad cuando encuentra representación concreta en un liderazgo que, por ahora, está ausente.

En esa patología del hiperindividualismo está contenido todo el núcleo de valores que moviliza las emociones opositoras actuales: la negación de lo político. Esa negación conduce a una praxis de desconfianza frente a todos los poderes políticos y formas de Estado imaginables. La política como actividad queda así degradada como polémica a las limitaciones de la libertad individual.

Los factores del ataque opositor, inorgánico pero obstinado, parten de un diagnóstico sobre el mediano y largo plazo. El escenario marca que: a) el jefe de Estado tiene un más que razonable nivel de popularidad; b) es inminente el lanzamiento de medidas activas destinadas a diseñar un 2021 más atractivo que este año; c) la premisa de construir acuerdos que trasciendan el propio espacio tiende a “institucionalizarse” en el cuaterno que conduce la política del FdT: los Fernández, Massa y Máximo han asumido el hecho de que “pescar en la pecera” no forma parte de una estrategia razonable en términos de persuasión y sustentación de base electoral; d) lo más difícil de aceptar para un opositor que no metaboliza su derrota es el respaldo social a las acciones sanitarias gubernamentales y al rumbo del gobierno en general.

La oposición cambiemita más dura todavía continúa en plena hemorragia política. Ha asumido que conducir es indignar y, lejos de la reconstrucción de un discurso opositor con vocación de poder, se mantiene en el consignismo altivo, resentido, grietológico, pero todavía políticamente ineficaz. Ataca las medidas de mayor aceptación. Y si el enemigo se equivoca, mejor no distraerlo.

 

Marcos Domínguez es licenciado en Sociología (UBA), docente y autor del blog “Las zonceras abiertas de América Latina”.

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