De brujería y voto económico

Una de las obras más bellas de la antropología es Brujería, Magia y Oráculos entre los Azande, publicada en 1937, donde Edward Evans-Pritchard describe la lógica y la coherencia intelectual de las creencias sobre la brujería entre los miembros de ese pueblo del Sudán nilótico. A diferencia de las sociedades occidentales, los azande no buscan brujos, sino brujería. La razón es bastante sencilla: potencialmente todas las personas tienen materia de brujería en sus cuerpos, pero solo en ciertos casos y en ciertos tipos de relación, la materia de brujería se activa y alguien embruja a otro. Otra consecuencia es que la persona que ha embrujado no es considerada brujo o bruja posteriormente, sino sólo en el momento de la desgracia que ha causado y en relación con esas circunstancias concretas. Alguien debe odiar primero a otra persona, luego la embrujará. Los azande dicen que el odio, los celos, la envidia, el rumor, la calumnia, etcétera, van delan­te y la brujería les sigue. La brujería es un pilar intelectual y socialmente relevante para explicar las desgracias que funciona a partir de dos preguntas que no se confunden. Una: cómo sucedió la desgracia; dos: por qué sucedió. En el primer caso apelan a respuestas que son dables a la observación empírica: fulano murió porque le mordió una serpiente venenosa, el veneno de la serpiente mata. En el segundo caso, se trata de un problema metafísico que requiere desentrañar una cadena de eventos en tiempo y espacio, causalidades sociales, naturales: murió porque estaba allí cuando apareció la serpiente que le mordió a él y no a los demás. En suma, la brujería está en función del infortunio, de las relaciones personales, y el juicio mo­ral. La frase “es brujería” puede llegar a tradu­cirse por “está mal”.

Perder una elección es un infortunio, una desgracia. La mayor parte de las y los analistas políticos que se han ocupado de los resultados de las últimas elecciones Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) han ensayado respuestas al porqué. Felizmente, muchos buscaron complejizar la burda y falaz oposición entre “república democrática” y “totalitarismo populista”. Hubo también quienes han intentado llevar algo de tranquilidad a los públicos masivos (i.e. grieta qua trinchera vs qua tregua) al resaltar el sentido normal, sistémico, de simplicidad estructural de la política doméstica: un ejercicio muy importante para ahuyentar la ilusión infantil y egocéntrica de que todo lo que ocurre en este país es excepcional. Así, prevenidos del afán schmitteano banal que ha normalizado la politiquería mediática, desarrollaron algunos ejes explicativos de lo que aconteció en las primarias y que nadie había podido predecir. Los oráculos, podríamos señalar, fallaron. Voy a poner en suspenso el argumento obvio de que, a diferencia de la brujería, en las elecciones la desgracia de unos es la fortuna de otros, ya que la mayoría de los especialistas del comentario político han tendido a ocuparse de una cara de la moneda. Además, parecen haber consensuado que estos ejes también sirven para predecir las elecciones definitivas de octubre.

Los ejes explicativos de los resultados de PASO son, a grandes rasgos, el siguiente terno elemental: el peso de la gestión económica del macrismo, la unidad del peronismo y el cariz personal de la política. Se podría discutir el contenido de cada uno de esos ejes y pedir más precisión: se revelaría que, aunque comparten conceptos, sus contenidos y entendimientos varían entre los analistas. También se podría preguntar por qué tres y no dos o cuatro, o incluso insinuar que parecen dos y un epílogo. Con el mismo afán detallista, se podrían crear subejes considerando un arco temporal más acabado: ¿dónde comienza realmente una elección? ¿Quién lo define? Pero no voy a meterme con estas cuestiones que en todo caso son tecnicismos. En cambio, quiero abordar algo que veo mucho más sutil y por eso quizás más nocivo en sus efectos, que funciona como fundamento a veces explícito y a veces implícito e involuntario. Me refiero al convencimiento de que estas explicaciones remiten a cosas que son objetivas y muy poco ideológicas. Retomaré esto al final. Primero lo primero.

Desmenucemos el primer eje. Se plantea que, al votar, la gente juzga tal o cual gestión de gobierno por su impacto en el manejo de la vida, de sus vidas. Desde este punto de vista, en las elecciones de 2015 la gente evaluó que la gestión de Cristina Fernández de Kirchner había agotado la virtuosidad del ciclo económico, ergo le dieron el triunfo a Macri. En las PASO 2019 las oportunidades de Cambiemos se agotaron por la misma razón y la gente –¿esa misma gente? ¿Qué porción de ella?– eligió al candidato que les permitía soñar con otro tipo de performance económica. Algo hace ruido. La gente aparentemente se da vuelta como una media y además actúa sin criterio: como si pelearme con una amiga me llevara a hacerme la mejor amiga de otra. Algo suena raro como análisis político. Quizás en psicología tenga sentido, o en teología, ese deseo-fe en lo imaginario. Llevado al paroxismo, Macri entonces hizo bien en retar a los votantes, que parecen votar a cualquiera con tal de castigar a quienes les han complicado el bolsillo. Estoy ironizando. Macri no hizo nada bien y sus calamidades no comenzaron en la devaluación de mayo del 2018, ni fue allí que la gente se dio cuenta de cómo esto afectaba a la organización de su vida. Fracasó en todo porque básicamente mintió, engañó, estafó. Al menos Menem tuvo la decencia de cortarse las patillas cuando abandonó la consigna de la revolución productiva. Estoy exagerando. Menemismo y macrismo son inconmensurables. Cada vez queda más claro, porque Cambiemos pertenece a una tradición mucho más conservadora y autoritaria.

Mejor sigamos desmenuzando este eje. Algo suena a juego de suma cero en este esquema del juzgamiento del desempeño económico de la gestión actual. ¿Qué proceso político no viene de uno anterior y de la capacidad de anticiparse el futuro con los recursos del pasado, que todos poseemos por igual, aunque algunos tengan posibilidades de hacerse o monopolizar de información? Se plantea que las elecciones presidenciales son plebiscitos. Ciertamente: a diferencia de los procesos de consenso, aquellas crean ganadores y perdedores porque sus resultados surgen de la construcción de mayorías. ¿Pero qué se plebiscita en una elección? ¿Solamente gestión del gobierno actual? ¿Y en qué plano puede tener sentido algo como la evaluación de la gestión actual, si el votante actúa en base al criterio de no imaginar la del aquel candidato o candidata cuya gestión aún no existe? También está el hecho del plano de la gobernanza y en qué totalidad se inscribe la gestión de la vida, pero esto es bastante más obvio y nos lleva otra vez a los tecnicismos. En resumen, este eje condensa y se hace eco de la lógica económica: se plebiscita la performance económica del gobierno, la vida es administrar el oikos, el horizonte de sociabilidad es el intercambio, y lo que funda el juicio del votante es la economía de su racionalidad. En resumen, lo que hay acá es la idea de “voto económico”.

El segundo eje explicativo pasa del homo oeconomicus al futbolero, un gol de media cancha contra la complejidad del entramado partidario y un patoterismo vulgar y gastado: el peronismo gana cuando –porque– se une y pierde porque –cuando– se desune. En este caso, además de notar que resulta contradictorio con el eje anterior, tenemos un problema lógico, debido al desplazamiento entre la causalidad y la temporalidad. O lo que se plebiscita es otra cosa, que no necesariamente se reduce a la gestión económica, o Juntos por el Cambio perdió por su propia incapacidad. Así como las grietas no están hechas de puentes trémulos de dólares, ni la gente vota por los índices elaborados por las calificadoras de riesgo internacionales, los votantes no son seres flotantes que actúan –eligen, votan– acorde a criterios economicistas. Que no se malentienda, el problema no son los medios ni los fines. Lo que tenemos aquí –además de una visión estigmatizante del peronismo que tanto daño ha hecho a la teoría política por la patologización de nuestras latitudes– es otra vez la categoría de “voto económico”. Un insulto a la dignidad de la gente.

El tercer eje de las explicaciones es obviamente un reduccionismo: parte de llamar personalismo al presidencialismo y reducir el plebiscito a un juicio retrospectivo sobre el o la presidente. Aclaramos: la dimensión personal de la política sigue siendo crucial, ciertamente. Ha sido una constante del macrismo construir personalismo, pero esta versión no tiene mucho que ver con la del peronismo, la cual, en todo caso, tiene más que ver con la construcción del liderazgo dentro de un movimiento amplio y heterogéneo. Además, se confunde el personalismo con la personalización, que bien podría definir la virtud de la actividad política, si consideramos que ésta es un trabajo personal y colectivo que requiere estar y habitar el territorio y conocer a sus habitantes. Por eso tenemos mecanismos bastante parecidos a los de otras democracias representativas: porque la competencia entre partidos políticos es la vía para ganar elecciones y eso lleva a que los partidos, con sus militantes, candidatos y profesionales de la política en y fuera del ejercicio, deban trabajar políticamente –antes, durante y después de las elecciones. En suma, una elección dista bastante del proceso de elegir comprar tal o cual par de zapatos, o de elegir ver tal o cual serie. Acordamos que los resultados no surgen de lo que pasa en las redes sociales, ni de la fotogenia de uno u otro candidato, ni siquiera del big data de costosas campañas. Pero lo ineludible del trabajo político y que ninguna elección comienza ni acaba en el cuarto oscuro, son cuestiones que permanecen en las sombras del horizonte explicativo, inexplicables, como si fueran brujería, o mercancía.

Considerando la explicación de las desgracias, va quedando claro que los ejes recorridos no pertenecen tanto al “porqué”, sino más bien al universo del “cómo”. Y que aquello que unifica sus apariciones es un hilo rojo y fatal, o sea, la apelación sutil, velada, a la categoría de “voto económico”. Ésta, como la brujería, asedia, fagocita y se activa, más allá de las intenciones. No son los analistas, ojo, es la brujería.

El problema con el voto económico es que no es una cosa, sino un hecho social. Es, ante todo, un valor. A grandes rasgos, hay tres maneras de referir al valor: en el sentido sociológico, como concepciones de lo que es bueno, apropiado, o deseable; en el sentido económico, es decir, el grado en que algo es deseado mediado por cuánto los demás sean capaces de dar para obtenerlos; y en el sentido lingüístico, estructural, como diferencia significativa. Los tres sentidos están presentes en los tres ejes de explicación de los resultados de las PASO 2019.

El valor lingüístico es falazmente aplicado: la unidad de la oposición es una oposición camuflada: alternativamente kirchnersimo o peronismo, según el o la analista. Al futbolizar el entramado partidario se pierde de vista la génesis los propios procesos y el único flotante parece ser el candidato a vicepresidente de Juntos por el Cambio. Mucha estructura, poca agencia. Langue et parole en oscuridad y silencio absolutos. Desde el punto de vista del valor lingüístico, se supone que nada significa en sí mismo, sino en relación al significado de otras cosas –el verde es verde porque no es celeste, por ejemplo. En el sentido sociológico, en cambio, hay preferencias y valores que entran en juego. Deberíamos buscar qué otros tipos de votos no serían “económicos”. ¿Uno de tipo ideológico, político, cultural, religioso, de clase en sí y clase para sí? Más allá de que la operación retórica de otorgarles la cualidad sustantiva de las cosas a estos adjetivos resulta un poco burda, hay otro procedimiento en juego: al atribuir cierto valor se restan otros. Porque, claro, hay otras formas en que podemos adjetivar al voto: interesado, desinteresado, por hastío, por coacción, por represión, por gusto, por rabia, por amor, por engaño, por fascinación, por familia, por tradición, por desinformación, por sorteo, por cábala, por promesa, por compromiso, por traición, por equivocación, y miles más. Estas y sus combinaciones. No podemos conocer nunca las motivaciones de la gente de una manera cabal, no es por ahí.

Está bien, podríamos decir que para explicar hay que simplificar, y en este caso constituye una vía razonable reducir la diversidad infinita de situaciones a tres o cuatro variables: economía, religión, cultura, etcétera. El procedimiento de buscar reducir el caos no tiene nada de malo. Al contrario, nos permite asir y con suerte explicar algo de la dinámica del mundo social. Es una herramienta analítica, un procedimiento heurístico. El problema con este uso velado del voto económico son sus efectos: aquello que lo sostiene en la trama de los resultados electorales no es una clasificación simple, sino una jerarquización, tanto semiótica como material. Aclaremos esto: a diferencia del voto, digamos, por ejemplo, por tradición familiar o por equivocación, el económico cristaliza una serie de supuestos. Entramos así a la última manera de hablar de valor.

La idea de la performance económica tiene como base un sentido económico. Hemos señalado que uno de los problemas de postular esa evaluación como explicación del voto es que se presenta alternativamente como la del gobierno y como la de la gente. O sea, traslada la deuda de una parte como si fuera el crédito de la otra: es todo intercambio e intercambiable. Todo es voto económico porque no es nada. Asimismo, la categoría de voto económico es problemática en la medida en que supone que hay algo llamado economía que tiene una existencia aparte con reglas, repertorios y actores propios, y que se diferencia de otras esferas igualmente estancas de lo social. Impuesta sobre el sentido de las prácticas, impone una motivación exógena: esto que usted hace es votar económicamente. No quiero ahondar en el debate entre formalistas y sustantivistas, sino notar este aspecto para subrayar otro más problemático, del esquema: el economicismo estoico de las explicaciones sobre el voto. Disiento especialmente en este punto, pero es agotador tener que regresar una y mil veces al tema de la naturaleza humana, y recordar que Hobbes fue el traductor de Tucídides y que su idea de estado de naturaleza es una copia fiel de las guerras del Peloponeso. Además, la mayoría de los analistas serios sabe que la gente no es ni tan malvada, ni tan egoísta. Lo que sí quiero rescatar en este contrapunto apurado del voto económico es que su supuesto carácter “objetivo” como variable explicativa viene a “objetivar” otra cosa: si votar puede ser comprarse un par de zapatos, también puede hacerse con robarlos. ¿Pero qué tiene que ver esto con el voto, un derecho y una obligación? “La gente vota con el bolsillo” es su manifestación retórica, las acciones de los terribles fantasmas de la irracionalidad –léase: populista, caudillista, baronista, etcétera– es su materialidad.

Como en la brujería, las buenas intenciones se desvanecen. Decir que las personas han emitido un voto económico estaría bien si pudiéramos medirlo objetivamente, pero la propia definición y existencia del voto económico depende de cómo lo definamos. Si pensamos que lo económico resulta de una cierta racionalidad de la economía de las prácticas de cálculos eficientes –atados a los niveles de información disponibles–, al votar económicamente los actores serían capaces de elegir ante cursos alternativos de acción –decisión– de acuerdo a sus conveniencias: maximizar beneficios a menor costo. La idea del voto personal y secreto pierde sentido y terreno. Bastaría hacer un censo o una encuesta de intencionalidad de clase –media. Esto es sinsentido, más allá de la complejidad de los debates neoclásicos, porque ignora las múltiples y a veces contradictorias representaciones de la economía. Las representaciones de la economía, como las del Estado, se componen de sentidos múltiples, contradictorios, heterogéneos y cambiantes. Es algo mucho más afín a la confusión que a la unidad y coherencia que Estado y mercado se auto-atribuyen como constructos ideológicos. “Es la economía, estúpido”, fue el mantra de campaña electoral de Bill Clinton de 1992 compitiendo contra George H.W. Bush padre, que inscribió un asesor, James Carville. Pero no lo puso en una cartelera de las oficinas centrales de la campaña para describir lo que pasaba, ni para predecir el comportamiento de los electores: esa sentencia era para recordar a los colaboradores cuál era el marco que debían crear en la campaña.

En general, la economía es el objeto privilegiado del discurso oficial de los actores estatales y las instituciones multilaterales para articular el futuro en términos de desarrollo y crecimiento. No es ninguna novedad. La cuantificación estadística es su prima hermana. Como instrumento de gobierno son implacables porque se puede discutir si algo es deseable, interesante, perjudicial, pero 2+2 es 4 y no 31. De aquí el interés permanente en cuantificar todo: cerrar la discusión y llevarla a otro plano: el de la mentira-verdad, que este INDEC sí, que ese no, que la UCA, que uno o dos PBI. Como lenguaje temporal, el económico es, además, uno de los más poderosos para postergar y salvaguardar, si no directamente al presente, al menos a sus dramas más salientes. Se nos dirá que la brujería es algo de las “sociedades primitivas”. Podríamos responder que la “magia” de la política de la convertibilidad es que fue a todas luces una política.

Todas las clasificaciones instauran maneras de ver la realidad, de imaginarla y de operar en ella. Votar es una forma de operar en la realidad, apelar al voto económico también, al igual que lo son organizarse y militar, juzgar las implicancias de perder derechos adquiridos, quedarse sin trabajo, sentir incertidumbre y preocupación, defender la alegría. En suma, lidiar con las decisiones que configuran el presente personal y colectivo, a sabiendas que el presente solo existe como conjuro entre el pasado y el futuro. Esto que el rational choice se esfuerza en enterrar está al alcance de la mano. Por favor, que a nadie se le ocurra despilfarrar dinero público excavando en el indómito suelo patagónico.

 

Julieta Gaztañaga es doctora en Antropología (UBA) y magíster en Antropología Social (IDES/IDAES UNSAM).

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