Apostillas

¿Mejoramos o empeoramos desde que Mauricio Macri asumió como presidente de la Nación el 10 de diciembre de 2015? La pregunta no es compleja. Una minoría mejoró notablemente. Eso es innegable. Pero la mayoría empeoró. Y en algunos casos ese empeoramiento fue asombroso. Respecto de esto último, ¿alguien sabe con exactitud cuántos argentinos presenciaron la quiebra de su empresa, su comercio o su establecimiento agropecuario; o sufrieron la pérdida de su empleo; o rompieron la relación contractual que los ligaba con la escuela de enseñanza privada que educaba a sus hijos o con la empresa de medicina prepaga que resguardaba a su familia; o interrumpieron el pago de la televisión por cable, la conexión de Internet, las expensas de su edificio, el alquiler de su vivienda o la factura de electricidad, gas, agua o teléfono? Y, si tal cuestión es imposible, ¿alguien sabe con exactitud cuántos argentinos abandonaron la costumbre de visitar teatros, cines, restaurantes o estadios futbolísticos; o cambiaron los viajes en automóvil particular, remís o taxi por caminatas o viajes en colectivo, subte o tren; o descubrieron que las deudas de las tarjetas de crédito son tan impagables como la deuda pública del país; o redujeron las compras de alimentos, medicamentos o prendas de vestir? Sin ninguna exageración, el setenta y cinco o el ochenta por ciento de la población sufrió, por lo menos, alguno de estos perjuicios. Tal certeza me lleva a pensar en los que posibilitaron la conformación de ese escenario, es decir, en los que creyeron en Mauricio Macri, en los que confiaron en la propuesta neoliberal, en los que votaron en contra de sí mismos, en contra de sus hijos y en contra de sus semejantes. Cada uno de ellos supuso con una dosis inaudita de ingenuidad que el lobo era el candidato adecuado para defender el rebaño. Y, obviamente, se equivocó.

Durante setenta años la oligarquía nativa trató de destruir al peronismo. Pero, a pesar de sus intentos, no pudo hacerlo. El peronismo sobrevivió. Demostró que era más fuerte que ella. Dejó en claro además que su fortaleza radicaba en el apoyo del pueblo. Indudablemente, ni la clase oligárquica ni el movimiento social y político liderado por Juan Domingo Perón son como en 1945. Mas ambos conservan los aspectos que los definen desde un principio. La primera aboga por un proyecto de país que impulse el desarrollo agropecuario, priorice el mercado externo, promueva la exportación de materias primas con una cuota irrisoria de valor agregado, permita la importación de manufacturas, defienda el endeudamiento público, procure la concentración de la riqueza y el mantenimiento de la desigualdad social, reivindique la cultura extranjera en detrimento de la nacional y anhele la integración con los países del mundo desarrollado en una posición de subordinación. En cambio, el segundo aboga por un proyecto de país que impulse el desarrollo industrial, priorice el mercado interno, promueva la exportación de los excedentes, permita la importación de las manufacturas que no son producidas localmente, defienda el desendeudamiento público, procure la redistribución de la riqueza y la reducción de la desigualdad social, reivindique la cultura nacional y anhele la integración con los países de América Latina en una posición de igualdad. En otras palabras, una sueña con una “Patria Chica”; el otro sueña con una patria que forme parte de la “Patria Grande”.

Esos proyectos –que existen desde la conformación de la República Argentina como un Estado independiente e, incluso, desde su gestación como tal– no sólo son opuestos. También tienen pretensiones hegemónicas. Por eso aparecen como los responsables de la “grieta” que divide a la sociedad en dos sectores irreconciliables: un término que es utilizado de un modo incorrecto, porque no hace referencia a un obstáculo insalvable, sino a una abertura alargada, estrecha y superficial. Ciertamente, algunas grietas –mantengamos el término para evitar confusiones– no son perjudiciales. Son beneficiosas porque permiten que las sociedades resuelvan situaciones injustas que resultaban intolerables. Al respecto, ¿alguien puede cuestionar la grieta que surgió durante la Guerra de la Independencia, entre los que apoyaban y los que rechazaban la emancipación nacional? ¿O la que surgió durante la Guerra Civil de los Estados Unidos, entre los que condenaban y los que reivindicaban el sistema esclavista? ¿O la que surgió durante el primer gobierno de Juan Domingo Perón, entre los que propiciaban y los que repudiaban el voto femenino? ¿O la que surgió durante la segunda mitad del siglo XX, entre los que objetaban y los que defendían el apartheid sudafricano? Nadie que razone adecuadamente puede hacer eso.

Quienes hablan de la “grieta” no lo hacen por una sola razón, sino por una multiplicidad de causas: espíritu de clase, miedo a la proximidad de la “negrada” por el ascenso social de las clases populares o el descenso social de la clase media, odio, ignorancia, esnobismo, etcétera. En líneas generales, quienes emplean dicha palabra son personas que se benefician con la aplicación de las políticas neoliberales; o que dependen económica y socialmente de la minoría que se beneficia con la aplicación de dichas políticas; o que creen que están a la altura de esa minoría; o que aborrecen al pueblo, al peronismo, al kirchnerismo, a Néstor Kirchner o a Cristina Fernández; o que no tienen a la política como un objeto de su interés; o que no entienden nada; entre otros supuestos. Ahora bien, ¿qué podemos hacer cuando estamos ante ellos? Bueno, podemos debatir sobre el presente y el futuro. Eso es bueno. Sin embargo, no creo que estén dispuestos a intervenir en un debate. A fin de cuentas, todos tienen su “verdad”: una “verdad” que no pierde su condición de tal, aunque no soporte una confrontación directa y sincera con la realidad.

Desafortunadamente, no todos perciben que el incremento del consumo incrementa la producción, que el incremento de la producción incrementa los ingresos de los empresarios, que el incremento de los ingresos de los empresarios incrementa los empleos y los salarios, y que el incremento de los empleos y de los salarios reinicia el ciclo de una manera virtuosa. Ni perciben que el desarrollo exitoso de este proceso implica la recuperación del mercado interno. Ni perciben que la concreción de dicho objetivo exige sí o sí el aumento del dinero que llega a las manos de las personas comunes, mediante el aumento de los salarios, las jubilaciones y las asignaciones universales por hijo; el establecimiento de precios que gravan los bienes y los servicios; la reducción de los impuestos que afectan a los sectores medios y bajos; la ampliación de los subsidios que benefician a esos sectores; etcétera. Por esto no comprenden que el bienestar que disfrutaron durante la “Década Ganada” no fue la consecuencia de un hecho casual, sino el resultado de una planificación política. A la luz de esta circunstancia, el peronismo no debe desperdiciar su tiempo con los “convencidos”. Tampoco debe desperdiciarlo con los que “nunca van a convencerse”. Debe reservarlo para los que, con toda sinceridad, no entendieron el porqué de las acciones de Néstor Kirchner y Cristina Fernández y, por ende, consideraron que Mauricio Macri iba a gobernar para ellos.

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