Neoliberalismo: poder y dominación

“Sería más correcto decir que la política ha sido, es y seguirá siendo el destino, y que lo único que ha ocurrido es que la economía se ha transformado en un hecho político y así se ha convertido en el destino” (Carl Schmitt, 1927).

En la segunda mitad del siglo pasado, el reconocido filósofo alemán Jürgen Habermas alertaba sobre la “crisis de legitimidad del capitalismo tardío”, al referirse a las transformaciones que experimentaba el capitalismo industrial y su correlato de “democracias de bienestar” surgidas de la segunda posguerra. El motivo de estos cambios respondía al “descenso de la tasa de ganancia del capital”, consecuencia del mejoramiento en las condiciones de vida y de trabajo de la población. Ello planteaba la necesidad de contrarrestar ese proceso aprovechando las innovaciones tecnológicas y “manageriales” que se venían generando desde los años 60 en los modos de producción industrial, los medios de transporte y las comunicaciones. Todo eso permitía hacer más competitiva la industria mediante la deslocalización de unidades de producción hacia países de la periferia donde se encontraban salarios más bajos y legislaciones laborales más precarias. Innovaciones tecnológicas y precariedad laboral se combinaron para optimizar costos y acrecentar ganancias, ampliando los mercados de producción y consumo a nivel mundial.

En este punto hay que recordar la importancia del ingreso de China al capitalismo internacional, operado por el acuerdo entre Nixon y Mao que poco después fue eficientizado por el extremo realismo de la administración Deng Xiao Ping. La revolución técnotrónica, las comunicaciones y posteriormente la caída del Muro de Berlín terminaron de poner las condiciones para el proceso de globalización que coincidiría con el “Fin de la Historia” anunciado por Francis Fukuyama, tomando la idea hegeliana y mediatizada por la lectura de Alexandre Kojeve. En esa lectura estratégica, el fin de la historia debía significar el fin de los conflictos interpotencias y la entronización de una paz duradera que recordaba el sueño de Kant: “la paz perpetua”. La “capitalización” de China y, posteriormente, la desaparición de la Unión Soviética, parecieron confirmar esos deseos. Pero no todo sucedió como lo pensara la inteligencia norteamericana que esperaba una China tributaria con bajos salarios y producción en masa: algunos olvidaron la vieja tradición confuciana que siempre estuvo presente en la conciencia de su clase dirigente, tanto imperial como comunista, y no advirtieron la velocidad que los chinos imprimirían a su capacidad para copiar, pero también para innovar y desarrollar en materia científica-tecnológica, y no imaginaron la velocidad del salto hacia delante que implicaba los ámbitos comerciales, financieros, tecnológicos y geopolíticos que la llevarían a disputar el lugar de primera potencia mundial.

En este contexto internacional, se hacía necesario un poder articulador con reconocida legitimidad para facilitar estos cambios. De esta manera, el mercado plantea al Occidente Capitalista la necesaria asistencia de los Estados nacionales como requisito de su expansión mundial: reducción de los costos del Estado de Bienestar mediante regulaciones laborales, reducción de la carga impositiva a las empresas y libre circulación de capitales, tecnologías y un derecho internacional cada vez más controlado por las corporaciones transnacionales a través de los estamentos judiciales de los Estados centrales. En otras palabras, la expansión del mercado a nivel global sólo pudo hacerse en la medida que el Estado Nación fue el agente de legitimación en la conversión del capitalismo competitivo al capitalismo oligopólico, una operación que le significó a los Estados nacionales una creciente pérdida de soberanía fiscal y monetaria como sucedió en Europa a partir del Tratado de Maastricht –1992– y la definitiva consolidación de la Unión Europea a partir de la vigencia del “euro” y de un único Banco Central Europeo. Fenómenos similares de sistemas monetarios rígidos que reducían la soberanía monetaria de los Estados también se aplicaron en el mundo subdesarrollado, como el caso de Argentina con la “convertibilidad monetaria”.

El proceso de globalización que se puso en marcha a partir del Consenso de Washington desde principios de los años noventa constituyó el paradigma de un capitalismo neoliberal que se complementaría con algunos ajustes, a propósito de la crisis financiera del 2007-2008 y la convocatoria del G-20 que suponía una ampliación del G7, de probada incompetencia para el manejo de la hecatombe financiera desatada por la quiebra del Banco Lehman Brothers.

A propósito, las coordenadas de la acción internacional cambiaron radicalmente en la medida en que el proceso de financiarización se profundizó vía especulación bursátil, acabando con los restos de autonomía y soberanía fiscal de los Estados nacionales y las capacidades regulatorias de los organismos internacionales con representación de los Estados, en beneficio de las mega corporaciones transnacionales que activarían una nueva institucionalidad flexible: “los mercados”, detentadores del poder real que profundizaron la globalización capitalista con la fórmula de la “gobernanza global” para legitimar la nueva racionalidad del beneficio privado y la especulación, conformándose de esta manera las bases de la lógica totalitaria que caracteriza en nuestros días a la dinámica del sistema global.

En la actualidad estamos experimentando una crisis sistémica de aquel paradigma, en la medida que este sistema económico tiene cada vez menos capacidad de resolver los problemas que genera su propia dinámica de concentración, generando mayor inestabilidad. Ya no se trata de contradicciones fuertes entre Mercado, Estado y Sociedad Civil, un equilibrio dinámico que prometía el paradigma de la globalización con la fórmula de una Gobernanza Global. Toda aquella ideología tecnocrática ha quedado atrás para dar paso a la realidad de un modelo de “gubernamentalidad” del mundo que no deja resquicios, y cuya última conquista ha sido el control de la subjetividad humana mediante procesos comunicacionales fundados en una lógica algorítmica que interfieren en los procesos de elaboración de decisiones racionales en el plano sociopolítico. El desarrollo incontrolable de la digitalización aplicado al control de la conducta humana ha llegado al extremo de intentar una lobotomización de las conciencias, para someterlas a creencias y conductas fanáticas manejadas por las fakes, y las crecientes dificultades para potenciar los ámbitos institucionales de conflicto y cooperación para hacer inteligible la acción política y el ejercicio de la libertad republicana y democrática.

La idea y la práctica de la cooperación global ha comenzado a mostrar sus debilidades en cuanto a la generación de consensos estables, en la medida que se desarticulan los espacios institucionales de la posguerra, concretamente las competencias de actuación de las organizaciones del sistema ONU. En este sentido, la falta de reglas facilita el “capitalismo de pillaje”; el desconocimiento del Derecho Internacional para solución de conflictos; en el ámbito económico se profundizan las disparidades entre los países productores de materias primas y las corporaciones transnacionales de control global; también la brecha tecnológica-digital entre los países desarrollados y periféricos; mientras se expande la intensidad de conflictos sociales que interpelan a un orden cada vez más basado en el privilegio y la exclusión.

Como si la historia se repitiera, cabe recordar que, en 1972, el Club de Roma publicó un informe mundial con el título Crecimiento Cero, argumentando que la crisis ecológica y la dilapidación de los recursos naturales exigían detener el crecimiento, incluido el de las economías subdesarrolladas, para restaurar el equilibrio ecológico del planeta. La respuesta vino de la Fundación Bariloche que produjo el Modelo Mundial Latinoamericano (1975) que de modo contrario postulaba un cambio sustancial en el modelo de crecimiento y desarrollo para superar la brecha entre el Norte poderoso y el Sur dependiente. Huelga decir que la Fundación fue intervenida por la Dictadura Cívico Militar de 1976 y varios de los científicos corrieron la suerte de muchos argentinos perseguidos. En nuestros días, la agenda ecológica y –sobre todo– el cambio de la matriz energética vuelven a plantearse en términos de compromiso político y ético a nivel planetario. Habrá que reiterar que las prioridades para nuestros países contienen la preservación ecológica, pero no al costo de subordinar nuestro desarrollo equilibrado en función de las necesidades de integración social de nuestros pueblos, ni de someternos a una dependencia tecnológica que nos hará pagar los costos del aire limpio para el hemisferio norte.

En el contexto actual, marcado por conflictos y guerras que disputan la supremacía entre potencias por el control de recursos e intereses geopolíticos, debemos preguntarnos por nuestro lugar en estos escenarios. La guerra que se libra en Ucrania no se explica sin el cambio que imprimiera Estados Unidos al modo de resolver los conflictos en la arena internacional con motivo del atentado a las Torres Gemelas. Recordemos las palabras del presidente Bush en dicha ocasión: “Estos actos destrozaron acero, pero no pueden mellar el acero de la determinación estadounidense. Estados Unidos fue blanco de un ataque porque somos el faro más brillante de la libertad y oportunidad en el mundo. Y nadie hará que esa luz deje de brillar” (11-9-2001). Estos sucesos permitieron que la potencia global planteara una cruzada contra el “eje del mal”. Las consecuencias fueron las invasiones de Irak, Libia y Siria, y las operaciones de desestabilización de los regímenes árabes y palestino. Bush volvía a la tradición de Woodrow Wilson y otros líderes estadounidenses que siempre buscaron moralizar la política y la guerra. Quizás basten algunas palabras de Henry Kissinger: “El escepticismo nunca ha sido característica de los líderes norteamericanos. Si algo ha hecho, ha sido intensificar la fe del país en que es posible superar la historia, y en el razonamiento de que, si el mundo realmente desea la paz, tendrá que aplicar las prescripciones morales que defienden los Estados Unidos”.

Este contexto, donde la legitimidad de la política se escamotea detrás de cálculos estratégicos y se impone la guerra como un campo de disputa moral, significa que el sistema neoliberal ha logrado imponer la verdad que sustenta su dominación y ha generado una nueva configuración de la política que niega al poder como una relación dialéctica entre seres libres, para someterla a una racionalidad económica donde ya no hay esperanza de realizar en plenitud los deseos de la sociedad de consumo. La concentración de la riqueza –que no se explica sin exclusión social– entrega la mercancía residual para el desposeído: la conversión de la frustración en odio, cuyo punto de gravedad es el aborrecimiento como actitud defensiva ante la amenaza del otro. En este panorama no cabe esperar que las nuevas elites acepten la racionalidad de la política, que implica reconocimiento de la disidencia y la posibilidad del consenso. Por lo contrario, la política metamorfoseada por el mercado no puede permitir la posibilidad de que todos ganen.

Por todo lo expuesto, se torna indispensable la construcción de ámbitos de pensamiento reflexivo y debate orientados a una resignificación de la política, a su autonomía de acción. Decía Maquiavelo: “El que no detecta los males cuando nacen, no es verdaderamente prudente”. Sabemos que la prudencia es cálculo y valoración de todas las mediaciones en la acción política, para aceptar la complejidad de la realidad que implica los consensos en el campo propio y la negociación con el otro, valorando sus ideas e intereses.

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