De la cultura a la guerra de la cancelación

Mientras Rusia lleva adelante en Ucrania una intervención militar más o menos convencional, con metrallas, bombas y muertos, Estados Unidos y sus aliados, bien dispuestos en otras oportunidades para bombardear y guerrear con pueblos indefensos, frente a uno de su talla bélica se reprimen con la inteligencia del miedo y la sabiduría decrépita de una cultura que no cree que valga la pena morir por nada. En consecuencia, arropado por modernos razonamientos medrosos y el posmoderno formalismo de voluntad, lo que se llama Occidente ha desplegado una novedosa artillería. Se han impuesto toda una serie de medidas extremas de exclusión económica y financiera, tanto para el Estado ruso como para ciudadanos, ciudadanas y empresas de esa nacionalidad.

Pero más sorprendente aún es el inmediato seguidismo excitado y trastornado de la sociedad civil y sus instituciones que ha llevado a un acople de sanciones espontáneas de ribetes absurdos nunca antes vistos. De tal manera que, con un maniqueísmo a las apuradas, así como se ha castigado al gobierno ruso, distintas federaciones han sancionado deportivamente a clubes y selecciones rusas y a atletas rusos, incluso a los paralíticos y discapacitados. También se ha sancionado a gatos y árboles rusos en concursos y competencias. Se han suspendido las presentaciones del Bolshoi. Y si se ha sancionado a rusas y rusos vivos, también se han tomado medidas contra rusos muertos, como Dostoievski y Tarkovski. Comerciantes han sacado el Vodka de las góndolas y en un esfuerzo extremo de imaginación emasculada se ha pretendido tomar postura sacando la crema rusa de las pizarras de alguna heladería. Efectivamente, se trata de tomar posición, hacer gestos, pintar con luces amarillas y azules los edificios, y proyectar –cuidándose de no pasar al acto– todo tipo de imágenes alusivas con video mapping.

Parece que Estados Unidos y sus aliados quisieran ganar esta guerra con la “cultura de la cancelación”: el producto más refinadamente fascistoide que ha dado la interacción en redes sociales de adolescentes y jóvenes formateados en la frenética práctica opiácea del like. Formato digital moderno del ostracismo o destierro contra alguien que se considera que actuó mal o dijo algo inaceptable. Las pruebas o las razones no importan, se impone la impresión superficial y la acción refleja de una infantil voluntad incondicionada: no hay mediación alguna en la cultura de la cancelación. La cancelación siempre es urgente, y tiene un efecto dominó y multiplicador entre personas con similar inteligencia faltante. Busca una sola cosa: la expulsión del castigado del ámbito público, como sinónimo de desaparición e inexistencia. Y si la cultura de la cancelación ya había viajado de las redes a la política, ahora parece instaurarse como arma de guerra. Esta, tal vez, se cuente como la única novedad histórica que estamos viendo en este conflicto, cuando todo el resto se parece mucho al retorno de lo mismo.

Mientras los rusos avanzan en la realidad desde el Este, la indignación crece en la imaginación desde el Oeste. Y la indignación multiplica las cancelaciones y los mensajes de odio, ahora permitidos contra los rusos por las siempre bien intencionadas redes sociales que han hecho una conveniente excepción. La edición de la guerra que hacen los noticieros europeos y norteamericanos, con censura incluida a canales rusos, tiene como reflejo la edición de la realidad que las personas, las instituciones y los estados hacen en la virtualidad de las nuevas medidas bélicas.

La cultura de la edición es, por supuesto, tributaria de la cultura de la cancelación. Porque en la cultura de la cancelación se trata, finalmente, de sacar del mundo todo lo que no me gusta. En la cultura de la cancelación se ve solo lo que se quiere ver. El “fantasma de Kiev”, aviador insignia de Ucrania que derriba aviones rusos a diestra y siniestra, tiene la realidad de un videojuego. El actor-presidente ucraniano, héroe de ocasión del “mundo libre”, tiene marcado a fuego un destino glorioso de youtuber. Toda la escena occidental que se ha desplegado en las últimas semanas parece un delirio de impotencia violenta, una histeria que dilapida el tener por la vía de un decadente y estéril exhibicionismo simbólico, que confía en conseguir por la vía económica y digital lo que siempre se ha logrado en el campo de batalla. Además, dando por descontado ingenuamente que, si se consiguiera por este medio la asfixia mortal de Rusia, ésta –vaya a saber por qué– de ninguna manera respondería militarmente con su potencia atómica.

Los occidentales se proponen entonces “cancelar” a los rusos. Vetarlos, bloquearlos y descalificados de manera absoluta. Revocarles todo lo revocable a estos cretinos con armas de destrucción masiva que aprenderán ahora que la historia se ha simplificado, y que hoy basta con borrar lo que no nos gusta y sacarlo de nuestra consideración para hacerlo morir de inanición de reconocimiento. Reconocimiento que ya no se gana en la lucha frontal con el otro, como quería la dialéctica de Hegel, sino en las redes y los medios electrónicos a partir de la complacencia lineal y la satisfacción recíproca de la expectativa general, so pena de caer en la mortal indiferencia de los otros.

Los norteamericanos y los europeos se aferran a la idea de que este conflicto se ganará editando la realidad con miles de “clics” e indignación creciente y fogoneada. Por eso el gobierno de Washington recluta tiktokers para que generen consenso sobre la responsabilidad de Putin en la guerra y el proceso inflacionario de su economía. Tal vez esperan que esta guerra de la cancelación sea la prueba empírica y definitiva de que la historia terminó con la caída del muro y no puede retornar, como supo establecer Francis Fukuyama. Se trata de reafirmar lo que dijo Jean Baudrillard: las guerras ya no tienen lugar, porque son una masacre a distancia y sin ensuciarse las manos. En esa fe redoblada, europeos y norteamericanos se afanan en millones de clics por minuto, que devuelven en los respectivos celulares una satisfacción narcisista tan inmediata como evanescente. Y entonces las cancelaciones deben renovarse y escalar hasta donde puedan para mantener la tensión narrativa. Mientras tanto, en Ucrania suenan los viejos “boom” sobre los novedosos “clics”, conjurando a lo real para ver quién gana.

 

Fabio Seleme es secretario de Cultura y Extensión (UTN-FRTDF).

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