Una anfictionía americana

Bernardo Monteagudo (San Miguel de Tucumán, 20 de agosto de 1789-Lima, 28 de enero de 1825) intervino en la Rebelión de Chuquisaca de 1809. Militó en las filas del morenismo. Integró la Sociedad Patriótica y la Logia Lautaro. Participó en la Asamblea del Año XIII. Dirigió la Auditoría de Guerra del Ejército de los Andes. Ocupó dos ministerios del Perú: el de Guerra y Marina y el de Gobierno y Relaciones Exteriores. Y colaboró con Juan José Castelli, José de San Martín, Bernardo O’Higgins y Simón Bolívar, entre otros. Su actividad como abogado, político, periodista, militar y, en definitiva, como revolucionario, fue intensa, tan intensa que lo llevó a recorrer una porción de los territorios que constituyen en la actualidad las repúblicas de Argentina, Chile, Bolivia, Perú, Ecuador, Panamá y Guatemala. A todas luces, su nombre configura uno de los símbolos más notables del movimiento revolucionario que produjo la emancipación de los territorios españoles de América y que, desafortunadamente, no pudo concretar la formación de un Estado o una confederación de Estados con la totalidad de esos territorios. Con relación a esto último, en el texto denominado Sobre la necesidad de una federación general entre los estados hispanoamericanos y plan de su organización, un texto que quedó inconcluso, Bernardo Monteagudo manifestó que anhelaba la formación de una liga general con los territorios americanos que estaban a punto de sellar su independencia. “Ningún designio ha sido más antiguo entre los que han dirigido los negocios públicos, durante la revolución, que formar una liga general contra el común enemigo y llenar, con la unión de todos, el vacío que encontraba cada uno en sus propios recursos. Pero la inmensa distancia que separa las secciones que hoy son independientes y las dificultades de todo género que se presentaban para entablar comunicaciones y combinar planes importantes entre nuestros gobiernos provisorios, alejaban cada día más la esperanza de realizar el proyecto de la federación general” (Monteagudo, en O’Donnell, 1998: 220). Al escribir esas líneas, el tucumano, sin duda alguna, no hizo más que retomar lo manifestado por Simón Bolívar en la Carta de Jamaica, y por José del Valle en el artículo titulado Soñaba el abad de San Pedro y yo también sé soñar.

Indiscutiblemente, la posibilidad de un enfrentamiento armado con la Santa Alianza –es decir, con la alianza que Alejandro I, emperador de Rusia, Francisco I, emperador de Austria, y Federico Guillermo III, rey de Prusia, habían formalizado el 26 de septiembre de 1815 en la ciudad de París, con el objeto de defender la legitimidad monárquica y reprimir los movimientos revolucionarios de carácter liberal– era algo que inquietaba a Bernardo Monteagudo. “Es necesario reflexionar que, si hasta aquí nuestra lucha ha sido con una nación impotente, desacreditada y enferma de anarquía, el peligro que nos amenaza es entrar en contienda con la Santa Alianza que, al calcular las fuerzas necesarias para restablecer la legitimidad en los estados hispano americanos, tendrá bien presentes las circunstancias en que nos hallamos y de lo que somos capaces” (O’Donnell, 1998: 223). Asimismo, el aprovechamiento de algún acontecimiento imprevisto por el partido de la legitimidad era algo que acrecentaba tal inquietud. “Esta rápida encadenación de escollos y peligros muestra la necesidad de formar una liga americana bajo el plan que se indicó al principio. Toda la previsión humana no alcanza a penetrar los accidentes y vicisitudes que sufrirán nuestras repúblicas hasta que se consolide su existencia. Entretanto, las consecuencias de una campaña desgraciada, los efectos de algún tratado concluido en Europa entre los poderes que mantienen el equilibrio actual, algunos trastornos domésticos y la mutación de principios que es consiguiente, podrán favorecer las pretensiones del partido de la legitimidad, si no tomamos con tiempo una actividad uniforme de resistencia; y si no nos apresuramos a concluir un verdadero pacto, que podemos llamar de familia, que garantice nuestra independencia, tanto en masa como en el detalle” (O’Donnell, 1998: 225).

Para Bernardo Monteagudo, un congreso de plenipotenciarios debía encarar esta obra. Y para ello debía establecer, entre otras cuestiones, la cantidad de soldados y la cantidad de subsidios que cada Estado debía aportar. “Esta obra pertenece a un congreso de plenipotenciarios de cada Estado que arreglen el contingente de tropas y la cantidad de subsidios que deben prestar los confederados en caso necesario. Cuanto más se piensa en las inmensas distancias que nos separan, en la gran demora que sufriría cualquier combinación que importase el interés común y que exigiese el sufragio simultáneo de los gobiernos del Río de la Plata y de Méjico, de Chile y de Colombia, del Perú y de Guatemala, tanto más se toca la necesidad de un congreso que sea el depositario de toda la fuerza y voluntad de los confederados; y que pueda emplear a ambas, sin demora, donde quiera que la independencia esté en peligro” (O’Donnell, 1998: 225). Dicho congreso se desarrolló en la ciudad de Panamá, del 22 de junio al 15 de julio de 1826, bajo la denominación de “Congreso Anfictiónico”. El último día de sus actividades, los Estados asistentes suscribieron el Tratado de Unión, Liga y Confederación Perpetua de las Repúblicas de Colombia, Centroamérica, Perú y Estados Unidos Mexicanos, donde establecieron la constitución de una confederación y el funcionamiento periódico de una asamblea general que debía negociar y concluir los tratados, las convenciones y los actos que involucraban las relaciones de las partes contratantes; contribuir al mantenimiento de la paz y la amistad; procurar la conciliación y la mediación entre las partes contratantes o entre éstas y las potencias extrañas a la confederación; y ajustar y concluir los tratados, los subsidios y los contingentes que debían acelerar la terminación de las guerras comunes.

La realización del Congreso Anfictiónico coincidió con la entrada en vigencia de la “Doctrina Monroe” y la “Doctrina Canning”. La primera –expuesta por James Monroe el 2 de diciembre de 1823 en el Congreso de los Estados Unidos– enunciaba que América era para los americanos y, por ende, implicaba que los Estados Unidos tenían la intención de intervenir en América si alguna de las naciones que habían declarado su independencia era invadida por una potencia europea. Esta doctrina –que no dejaba en claro si la expresión “americanos” hacía referencia a los americanos en general, o a los estadounidenses en particular– adquirió un sentido definitivo en 1845, cuando John L. O’Sullivan escribió sobre el Destino Manifiesto, o sea, sobre el derecho de los Estados Unidos a expandir su territorio como consecuencia de un mandato divino, en un artículo periodístico que abordaba la anexión de Texas por la Unión y en uno que analizaba la disputa fronteriza con Gran Bretaña por Oregon. Obviamente, recibió cuestionamientos implacables, tanto como el de Juan Bautista Alberdi en Notas varias sobre la doctrina de Monroe; o como el de Manuel Ugarte, en Mi campaña hispanoamericana; o como el de Augusto César Sandino, en Plan de realización del supremo sueño de Bolívar. Por su parte, la segunda –exteriorizada por George Canning el 17 de diciembre de 1824 en una carta que estaba dirigida a Granville– expresaba que la América española podía ser inglesa si los ingleses manejaban sus negocios con habilidad. Tal doctrina –que designo con el nombre de su creador– orientó las relaciones de Gran Bretaña con las naciones hispanoamericanas hasta la conclusión de la Segunda Guerra Mundial. Al igual que en la anterior, mereció objeciones tan contundentes como la de Carlos Pellegrini, en la sesión de la Cámara de Diputados de la Nación del 18 de septiembre de 1875; como la del Grupo de Orientación Radical para la Joven Argentina (FORJA) en Réplica del monumento a Canning; y como la de Raúl Scalabrini Ortiz en Política británica en el Río de la Plata.

Un congreso anfictiónico –denominación que a esta altura merece una explicación– es una asamblea que trata los asuntos de una anfictionía. Y una anfictionía es una liga de tribus o ciudades que tiene a su cargo la protección de un santuario. Por lo tanto, un congreso anfictiónico de carácter americano es una asamblea que trata los asuntos de una liga de naciones americanas que se ocupa de la protección de algo que es sagrado, que es valioso en grado extremo para cada una de ellas, como la unidad, la coexistencia pacífica, la cooperación, la independencia, la integridad territorial, el desarrollo, etcétera. Dicho de otra manera, la liga en cuestión presenta una connotación religiosa, un fundamento espiritual que está más allá de los entramados jurídicos; más allá de las razones políticas, económicas y militares; más allá de las voluntades individuales y colectivas; a semejanza de la Santa Alianza –la causa de su existencia– que tenía la calificación de “santa” y la pretensión de proteger la “legitimad”, con el propósito de preservar tres principios básicos del cristianismo: la justicia, la caridad y la paz. Percibir esto no es menor. Quien sueña con una liga de estas características e, incluso, con algo mayor, debe entender que sus fines deben ser elevados, tan elevados como para rozar lo superior, lo sublime, lo divino. En la postrimería de su texto, Bernardo Monteagudo escribió: “No hay sino un secreto para hacer sobrevivir las instituciones sociales a las vicisitudes que las rodean; inspirar confianza y sostenerla. Las leyes caen en el olvido y desaparecen los gobiernos luego que los pueblos reflexionan que su confianza no es ya sino la teoría de sus deseos” (O’Donnell, 1998: 229). Confiar y desear no son términos similares. Cada uno refiere a una realidad diferente. Por eso, una motivación que sólo sirve para que los pueblos deseen su unidad no produce nada. Por el contrario, una motivación que sirve para que los pueblos confíen en esa unidad puede generar gestas de dimensiones continentales e históricas.

 

Referencias

Alberdi JB (1899): Notas varias sobre la doctrina de Monroe. En Escritos póstumos, Buenos Aires, Alberto Monkes.

Bolívar S (1999): Contestación de un americano meridional a un caballero de esta isla, 6 de septiembre de 1815, conocida como Carta de Jamaica. En Escritos políticos. El espíritu de Bolívar, México, Porrúa.

Congreso Anfictiónico de Panamá (2010): Tratado de Unión, Liga y Confederación Perpetua de las Repúblicas de Colombia, Centroamérica, Perú y Estados Unidos Mexicanos, 15 de julio de 1826. En Documentos sobre el Congreso Anfictiónico de Panamá, Caracas, Fundación Biblioteca Ayacucho.

Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (1989): Réplica del monumento a Canning, diciembre de 1937. En FORJA y la década infame, Buenos Aires, Peña Lillo.

Monteagudo B (1998): Sobre la necesidad de una federación general entre los estados hispanoamericanos y plan de su organización. En O’Donnell, Pacho, Monteagudo. La pasión revolucionaria, Buenos Aires, Planeta.

Pellegrini C (1875): Sesión de la Cámara de Diputados de la Nación del 18 de septiembre de 1875.

Sandino AC (2007): Plan de realización del supremo sueño de Bolívar. En Escritos y documentos, Buenos Aires, El Andariego.

Scalabrini Ortiz R (2001): Política británica en el Río de la Plata. Barcelona, Plus Ultra.

Ugarte M (1922): Mi campaña hispanoamericana. Barcelona, Cervantes.

Valle J (2008): Soñaba el abad de San Pedro y yo también sé soñar, 1 de marzo de 1822. Tegucigalpa, Cultura.

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