Sarmiento, ese desconocido

Cada 11 de septiembre, junto con el merecido reconocimiento a la tarea de nuestros queridos maestros y maestras, se reinstala la misma pregunta: ¿hasta cuándo deberemos seguir asociando esta justa celebración con la figura de Domingo Faustino Sarmiento? O, más específicamente: ¿cuál es el modelo cultural que contribuimos tácitamente a difundir al presentar a Sarmiento como paradigma de la educación popular y de la nacionalidad argentina? Lejos de ser un demócrata o un publicista del pluralismo y de la tolerancia, el sanjuanino se caracterizó por hacer de la discriminación y el pensamiento único su lema. Las páginas de nuestra historia están desbordadas por sus provocaciones, sus agresiones y también por sus exigencias de exterminio de personas y de etnias y grupos sociales que no tenían lugar en su paradigma occidental y ario.

Un ejercicio útil y didáctico consiste en dar la palabra al propio Sarmiento a partir de sus juicios y consejos sobre aspectos esenciales de un programa democrático elemental. Comencemos por su opinión sobre los argentinos: “Una dañosa amalgama de razas incapaces e inadecuada para la civilización. Los argentinos somos pobres hombres llenos de pretensiones y de inepcia, miserables pueblos, ignorantes, inmorales y apenas en la infancia. Somos una raza bastarda que no ocupa, sino que embaraza la tierra” (El Progreso, Chile, 27-9-1844). “En las provincias (argentinas) viven animales bípedos de tan perversa condición que no sé qué se obtenga con tratarlos mejor” (informe a Mitre, 1863).

Para los pueblos originarios su receta era el genocidio: “¿Lograremos exterminar los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa calaña no son más que unos indios asquerosos. Su exterminio es providencial y útil, sublime y grande, (…) sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado” (El Progreso, 27-9-1844). La misma recomendación se aplicaba al mestizo, el gaucho: “No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre de esta chusma criolla incivil, bárbara y ruda, es lo único que tienen de seres humanos” (carta a Mitre, 20-9-1861).

Su desprecio por las prácticas e instituciones democráticas no le iba en zaga. En carta a Domingo de Oro se solazaba por la estrategia diseñada para las elecciones del 29 de marzo de 1857, para vencer “sin oposición”: “Los gauchos que se resistieron a votar por los candidatos del gobierno fueron encarcelados, puestos en el cepo, enviados al ejército para que sirviesen en la frontera con los indios y muchos de ellos perdieron el rancho, sus escasos bienes y la mujer”. Algunos años después presentó “El plan definitivo”: “Asegurar los principales puntos de la república con batallones de línea, o lo que es lo mismo, apoyar a las clases cultas con soldados contra el levantamiento del paisanaje. Si mata gente, cállense la boca” (carta a Mitre, 18-11-1863).

La identidad americana sólo le merecía repudio: “Dicen que somos amigos de los europeos y traidores a la causa americana. ¡Cierto, decimos nosotros! Somos traidores a la causa americana, española, absolutista, bárbara. ¿No han visto revolotear por ahí, sobre nuestras cabezas, la palabra salvaje?” (Facundo. Civilización y Barbarie, 1845). Para él, los paraguayos serían “descendientes de razas guaraníes, indios salvajes y esclavos que obran por instinto a falta de razón. En ellos se perpetúa la barbarie primitiva y colonial. Son unos perros ignorantes. Era preciso purgar la tierra de toda esa excrecencia humana: raza perdida de cuyo contagio hay que librarse” (carta a Mitre, 1872).

Sus campañas desembozadas para incrementar el patrimonio territorial chileno a costas del argentino llegaron a merecer el juicio de “traidor a la patria” de alguien que no era precisamente un modelo de patriotismo: su compadre Bartolomé Mitre (La Nación Argentina, 6-10-1868). Reconocía Sarmiento: “He contribuido con mis escritos aconsejando con tesón al gobierno chileno a dar aquel paso. Magallanes pertenece a Chile y quizás toda la Patagonia. Ni sombra, ni pretexto de controversia queda” (El Progreso, 28-11-1842).

Su actitud hacia los más débiles era francamente desoladora: “Si los pobres de los hospitales, de los asilos de mendigos y de las casas de huérfanos se han de morir, que se mueran: porque el estado no tiene caridad, no tiene alma. El mendigo es un insecto, como la hormiga. Recoge los desperdicios. De manera que es útil sin necesidad de que se le dé dinero. ¿Qué importa que el estado deje morir al que no puede vivir por sus defectos? Los huérfanos son los últimos seres de la sociedad, hijos de padres viciosos, no se les debe dar más que de comer” (discurso en el Senado de la Provincia de Buenos Aires, 13-9-1859).

Tampoco los judíos escapaban a su repudio: “El pueblo judío, esparcido por toda la tierra, ejerce la usura y acumula millones, rechazando la patria en que nace y muere por una patria ideal que baña escasamente el Jordán y a la que no piensa volver jamás. Este sueño, que se perpetúa hace veinte o treinta siglos, pues viene del origen de la raza, continúa hasta hoy perturbando la economía de las sociedades en que viven, pero que no forman parte” (Condición del extranjero en América, 1884).

Lo más grave de todo esto es que no se trata de juicios aislados, sino el emergente de la reflexión madura y persistente de un cultor de la intolerancia y del extermino de todo aquello que no oliera a afrancesado. Un programa que no dudó en implementar en acciones y en políticas efectivas cada vez que tuvo oportunidad.

¿Es Sarmiento el “padre del aula” adecuado para construir una sociedad más pluralista, democrática e inclusiva? ¿O, por el contrario, muchos de los comportamientos censurables que caracterizan a nuestra sociedad son el producto de esa decisión? No por casualidad las posiciones de Sarmiento a favor de la soberanía británica en las Malvinas o de Chile sobre el Atlántico Sur son reivindicadas hoy por la coalición Juntos por el Cambio.

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