¿Quién vive? La Patria: en recuerdo de Martín Miguel de Güemes

A Daniel Mamani, mi cuñado salteño.

Hace poco, su patria le hizo justicia declarando el feriado. La hazaña de Martín Miguel de Güemes no tiene tal vez la brillantez del cruce de los Andes de San Martín, mucho más celebrado en nuestra historia. Pero pocos reparan en que la campaña libertadora no habría sido posible sin el caudillo salteño. San Martín se decidió a cruzar la cordillera cuando comprobó que el norte del país estaba a su resguardo.

Cuando era joven, Güemes encabezó un hecho insólito durante las invasiones inglesas a Buenos Aires en 1806. Comandó una fuerza de caballería que abordó al barco inglés Justine. La nave había quedado varada por la bajante súbita del río y este hombre fue “a la carga barracas”, como diríamos ahora, con el agua hasta el cuello y sable en mano. Los caballos nadaban con Martín Miguel de Güemes.

Pasó la Revolución de Mayo de 1810, el Preámbulo de la independencia definitiva. Pero la guerra para librarnos de la dominación española no era sencilla, sobre todo en el Norte. La alternativa que más se intentó fue invadir el Alto Perú, hoy Bolivia. Pero perdimos siempre al intentarlo. Fue derrotado Juan José Castelli, que pronunció solemnemente los derechos del hombre en Tiahuanaco a las poblaciones indígenas que no lo interpretaron ni se identificaron con él. Perdió Belgrano, fue derrotado más tarde Roundeau.

–Hacete cargo vos –le dijeron a San Martín en Buenos Aires para que asumiera la jefatura del Ejército del Norte. De paso, se quitaban los porteños de encima su indudable influencia política. San Martín se encontró con Belgrano en la posta de Yatasto, donde tomó el mando en el verano de 1814 y bajo un calor de mil demonios. No ignoraba que iba a perder como sus predecesores, y que por eso lo habían mandado ahí. El hombre tropieza dos, tres, cuatro veces con la misma piedra. Se da la cabeza contra la pared, pero éste no. Prefirió estrellarse, de última, contra la pared de hielo de la Cordillera. Alguien tenía que aguantar los trapos en el norte, y San Martín miró a Martín Miguel de Güemes y tal vez le dijo palmeándole el hombro:

–Me voy a Mendoza, pero aguantame la retaguardia.

Imagino al caudillo asintiendo silenciosamente. Y preguntándose, sin confesarlo nunca: aguantar, ¿pero con qué?

Disponía de un grupo de gauchos pobres contra un ejército europeo bien armado, que había vencido a Napoleón. Tan pobres eran en recursos y armamento que no podían librar una batalla frontal como un ejército de esa época, sino que hacían pequeños golpes y se escabullían en los montes. Golpear y desaparecer. Y volver a golpear. Hostigar permanentemente, impidiendo que el enemigo pudiera proveerse de víveres. Que nos perdone el recuerdo de Ernesto Guevara de la Serna, pero la guerra de guerrillas en nuestro país la inventó el caudillo salteño, aunque no escribiera ningún manual. San Martín le escribió a Pueyrredón: “Los gauchos de Salta solos están haciendo al enemigo una guerra de recursos tan terrible que lo han obligado a desprenderse de una división con el solo objeto de extraer mulas y ganado”.

El poeta Almafuerte supo dejar esa sentencia que Güemes encarnó como ningún otro de nuestros próceres. No te des por vencido ni aún vencido. Y es que Güemes y sus gauchos no podían ganar esa guerra. Era resistir hasta el final. Ganar y perder, y volver a ganar su querida Salta. Fue ídolo de los pobres y odiado por los ricos, porque exigió que repartieran algo de sus tierras entre los gauchos y les impuso contribuciones. El impuesto a las grandes fortunas que, en la actualidad, hace meses se nombra sin terminar de aprobarse –ni siquiera de proponerse– lo ejecutó hace un poco más de dos siglos Güemes en su provincia. Vencidos una y mil veces, el caudillo y su ejército menesteroso pero digno se volvía a levantar por la patria. Para volver a recuperar Salta una vez más. Para contener a los españoles mientras San Martín avanzaba por Mendoza y liberaba Chile. Ganar, perder, y volver a ganar.

El 7 de junio de 1821, Salta fue ocupada por los españoles y Güemes fue herido de muerte. Se retiró a su campamento de Chamical y no aceptó la ayuda que le ofrecieron incluso sus enemigos, a cambio de rendirse. No se dio por vencido, ni aún vencido, Martín Miguel de Güemes. Antes de morir, el 17 de junio, dio las últimas indicaciones a sus oficiales para recuperar Salta. La Gaceta de Buenos Aires se congratuló de su muerte titulando: “tenemos un cacique menos”. No le perdonaban las políticas de justicia social que había intentado encarar en el norte del país. El 22 de julio de 1821, los gauchos de Güemes triunfaron y expulsaron definitivamente a los españoles.

Cuentan que, en la noche en que fue herido, Martín Miguel de Güemes fue alcanzado estando solo por una partida realista en la ciudad de Salta, en esos pagos que conocía como la palma de su mano. La partida enemiga lo quiso identificar preguntando: ¿quién vive? En medio de la penumbra, tal vez pudo haber dado el nombre de algún connotado vecino afín a los ocupantes. Tal vez fue un gesto de soberbia el de mirar de frente al enemigo, ¿pero qué otra actitud le había permitido luchar todos esos años? ¿Cómo aguantar sin nada, si no era con una actitud altiva, la embestida de ejércitos bien equipados y poderosos? Amigo de los pobres y soberbio frente a los enemigos de la Patria. Y bien, este hombre miró a los ojos a su destino y no dudó cuando respondió:

–¿Quién vive? ¡La Patria!

Cayó por el fuego enemigo, pero dos siglos después su ejemplo continúa conmoviendo.

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