Perón y su verdadera influencia romana

En la historia sobresalen figuras por sus cualidades excepcionales. Entre los argentinos –con más lucidez que todos– fue Juan Domingo Perón el que avizoró el papel fundamental que tendrían los obreros en la escena política nacional. Se debate mucho sobre el origen de las preocupaciones sociales de Perón. Por ejemplo, Norberto Galasso (Perón. Formación, ascenso y caída, 1893-1955, 2005) le resta importancia a la tesis que vincula ese interés a las situaciones de injusticia observadas, tanto en la Patagonia de su infancia, como en los diferentes destinos militares. Se inclina por considerar que las experiencias vividas en la Italia fascista habrían generado en Perón la convicción de que había llegado la hora de las masas populares. Sin embargo, de tal hecho no deduce simpatía alguna por esa corriente política. En la misma dirección se expresa Piñeiro Iñíguez (Perón. La construcción de un ideario, 2013): “Su experiencia italiana ejerció un efecto contrario al que sus enemigos le atribuyeron: lejos de hacerlo fascista lo ayudaron a comprender que lo que el fenómeno fundamentalmente implicaba era la irrupción de las masas en la escena política”.

En rigor de verdad, el advenimiento de las masas a la existencia histórica ya había sido planteado y analizado por Jacques Maritain a mediados de la década del 30, tanto en las conferencias que ofreció en nuestro país, como en una de sus principales obras, Humanismo Integral, publicada en 1936. Indicios varios demostrarían que Perón leyó al pensador francés incluso antes de viajar a la Italia de finales de la década de 1930. Esta tesis es sostenida por Fermín Chávez (Perón y el justicialismo, 1985). Entre diferentes cuestiones tratadas en ese trascendental texto, Maritain reflexiona sobre la misión de la persona cristiana en la transformación del régimen social y señala que ésta debe abordar la acción social y política para trabajar por la transformación del orden temporal. En el mismo sentido, tampoco debe olvidarse la profunda recepción de las concepciones del catolicismo social en las filas del Ejército en los años 30, remarcada por Loris Zanatta (Perón y el mito de la nación católica, 2013). Seguramente, Perón habrá recibido influjo de todo lo vivido, pero el ansia de justicia –aspiración de profunda inspiración cristiana– lo acompañó toda su vida.

Acerca de los años de la estadía de Perón en Italia, se suele hacer excesivo hincapié en la supuesta influencia que habría ejercido el fenómeno fascista sobre su pensamiento. Una verdadera monserga se repite sobre este asunto. Por supuesto que nada pasaba inadvertido para un hombre de su inteligencia, pero se ha pretendido, sin argumentos sólidos, deducir de esta circunstancia una adhesión o cierta simpatía hacia ese movimiento político. Hay muchos indicios que demuestran que esto no ha sido así. “Pueden acumularse citas suyas en las que habla de esa realidad que observaba de cerca; no todas son de admiración por el fascismo, y algunas llegan a ser francamente críticas”, relata Piñeiro Iñíguez, en la obra anteriormente mencionada.

En 2015, el historiador Ignacio Cloppet publicó un importante trabajo que estudia la permanencia de Perón en Italia, titulada Perón en Roma. El libro tiene, entre otras virtudes, el mérito de haber dado a luz siete cartas inéditas que Perón le envió a su cuñada María Tizón, de las cuales seis fueron escritas desde el continente europeo, en el período mencionado. Su gran valor está dado porque muestran, efectivamente, lo que Perón percibió in situ y no los recuerdos posteriores que se fueron desdibujando con el paso del tiempo. Surge de la lectura de la primera carta –fechada en Roma, el 29 de abril de 1939– que se mostraba deslumbrado por la historia de la ciudad. Resaltaba el orden, la disciplina, el patriotismo y la laboriosidad que observaba en Italia, pero también marcaba que el pueblo merecía mejor suerte. Hacia el final de la esquela contaba que iría a conocer la basílica de San Pedro y pensaba presenciar una Misa. Cerca de cumplirse un mes de su permanencia en Italia, hizo un breve resumen de su “observación atenta a todo y a todos”, en una nueva carta fechada en Roma, el 27 de mayo de 1939. Al reseñar lo mejor de lo conocido en Italia, señaló a la ciudad de Roma y de ella escogió los lugares históricos y el Vaticano. Es decir, que a la hora de ponderar lo observado, no hubo mención alguna acerca de la experiencia fascista.

Sin embargo, al día siguiente redactó otra carta, en la que sí hizo referencia a la figura de Mussolini e incluyó algunos términos elogiosos, pero sin dejar de indicar las limitaciones de todo tipo que tenía el proceso político italiano. Mucho más interesantes son los párrafos que dedicó a la Iglesia Católica. En ellos, elogió la figura del Papa Pío XII y comentó, exultante, todo lo que le había impresionado su visita a la Basílica de San Pedro. Al leerlo se advierte la admiración que le produjo estar ahí. Asimismo, reivindicó la primacía de lo espiritual sobre lo material y escribió loas hacia la Iglesia: “la única institución verdaderamente eterna”, anotó. Manifestó que las riquezas y los tesoros que allí existían no eran lo relevante. Según Perón, lo grandioso que tenía para ofrecer la Iglesia, no eran las esculturas ni las pinturas que se observaban en los templos: las obras de arte quedaban deslucidas ante la grandiosidad espiritual. La doctrina “humana y divina” era lo realmente valioso: “Su valor no es de este mundo materialista, es más elevado y es más puro”, expresó profundamente conmovido. Luego, proclamó que la Iglesia debía ocupar un rol fundamental y ser un ejemplo para la Humanidad. Llegó a postular que la Santa Sede debería tener mayor lugar en la toma de decisiones en los asuntos temporales: “El Vaticano deberá ser un símbolo para este tiempo que vivimos y un ejemplo para todas las generaciones de los hombres. Después de ver esto he pensado mucho en la razón que podría haber para dar en el mundo una mayor injerencia al Vaticano en el manejo de los pueblos y de las naciones”. Claramente se trasluce el impacto que tuvo en su mente esa visita al Vaticano. Y no fue algo meramente coyuntural ni circunstancial.

En los años posteriores siguió profundizando en los aspectos doctrinarios. La riqueza de la Iglesia estaba en su sabiduría, en su Doctrina. Perón encontró en sus enseñanzas diversas respuestas a los problemas sociales y supo adaptarlas a la realidad argentina. Para gobernar nuestro país, abrevó en los principios de la armonía social y la conciliación de las clases sociales propuestos en la Doctrina Social de la Iglesia, desarrollada en la Rerum novarum y en la Quadragesimo anno.

La visita a la Basílica de San Pedro ejerció una influencia decisiva en Perón. Aquello que escribió en 1939 lo llevó a la práctica en todos los cargos públicos donde le tocó actuar y gobernar, imbuido de las enseñanzas del magisterio católico. Durante su primera campaña presidencial –el 14 de diciembre de 1945– expresó: “Nuestra doctrina social ha salido en gran parte de las encíclicas papales y nuestra doctrina es la doctrina social cristiana”. Siendo presidente, ratificó esa posición en innumerable cantidad de oportunidades. Por ejemplo, el 10 de abril de 1948, manifestó: “He procurado poner en marcha mucho de los principios contenidos en las encíclicas papales”. Reivindicó como propios esos principios hasta en su última obra, El Modelo Argentino para el Proyecto Nacional.

Al contrario, los rastros del fascismo son imperceptibles en la Doctrina Peronista, salvo para las fábulas y los embustes de algunos. Ni siquiera son perceptibles en el asunto sindical. Hasta el hartazgo se repite la supuesta influencia del sistema sindical corporativo del fascismo sobre el pensamiento de Perón. Pero –en rigor de verdad– el modelo sindical que forjó el peronismo en los años sucesivos no tuvo casi ningún punto de contacto con el efectuado por el fascismo. Perón defendió que los sindicatos sean libremente organizados. Esta característica diferencia rotundamente al modelo sindical peronista del modelo de sindicato único fascista: “Se llegó a desvirtuar el concepto de organización gremial. Por ejemplo, el fascismo, que organizó las corporaciones como organismos estatales: ahí está el error. La organización sindical tiene que ser libre, auténtica. Comete un gran error el gobierno que la quiere atar. A nosotros nos dicen que dirigimos la acción sindical. Se equivocan. Nosotros no somos tan torpes para hacer eso. Dejamos que ellos se organicen libremente, porque si han de constituir una fuerza y si sus dirigentes han de tener el suficiente predicamento para conducir sus organizaciones, nosotros no podemos hacerlos ‘a dedo’. Esos dirigentes formados así no conducen nada, son conducidos”, explicó Perón el 6 de octubre de 1952, en el discurso de clausura del Primer Congreso Notarial Justicialista.

En octubre de 1945, Perón dictó el decreto que reguló legalmente las asociaciones profesionales y dio nacimiento al denominado Modelo Sindical Argentino. El modelo creado por el Peronismo –que todavía hoy mantiene su vigencia– respeta la democracia y la libertad sindical, a diferencia del de sindicato único establecido por el fascismo y otros regímenes totalitarios. Sin embargo, no cae en el pluralismo sindical liberal –que debilita el poder de negociación al atomizar la representatividad gremial– sino que promueve la unidad a través de diferentes mecanismos. El Modelo Sindical Argentino, creación del Peronismo, es un modelo de Unidad Promocionada, toda vez que promueve la unidad de la representación sindical, pero no la impone.

Así las cosas, se puede afirmar que el más importante aporte que le brindó a Perón su paso por Roma no fue la experiencia fascista, sino el convencimiento acerca de la importancia de las enseñanzas contenidas en las encíclicas papales para resolver los problemas sociales. Esa es la verdadera influencia romana que tuvo Perón.

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