Negacionismo, verdad histórica y consolidación de la democracia en la Argentina

A menudo los historiadores nos preguntamos hasta dónde es lícito hundir el cuchillo en nuestras investigaciones y publicaciones. Planteado de otra manera: si bien en principio nada debería limitar los temas a ser estudiados, ¿cuáles son los límites que debemos aceptar en beneficio de la conveniencia social y la consolidación del sistema democrático? Es ya una verdad de Perogrullo que “toda historia es historia contemporánea”. Es decir que nuestras investigaciones y reflexiones reconocen la huella de los debates y las demandas de la sociedad en la que vivimos. Por esta razón, justamente, es que la cuestión que planteé no es abstracta, sino que se inspira en un tema que ha ocupado un papel destacado en nuestra agenda pública: la controversia sobre la cantidad de desaparecidos y desaparecidas en la Dictadura Cívico-Militar.

Reiteradamente, el tema retorna a la agenda pública. Desde la afirmación del dictador Jorge Rafael Videla de que “no están ni vivos ni muertos” hasta la actualidad, el tema es reinstalado periódicamente por los sectores más reaccionarios, tratando de horadar la matriz democrática de la Argentina poniendo en cuestión las políticas de Derechos Humanos que han sido uno de nuestros principales aportes a la humanidad en el último medio siglo, desde el Nunca Más y los juicios a las Juntas, a las políticas de Memoria, Verdad y Justicia durante la “Década Ganada”. Ya en el tramo final del gobierno de Cristina Fernández, la oposición intentó instalar en el imaginario social el concepto de “curro de los Derechos Humanos”. Durante el gobierno de Cambiemos, fue Darío Lopérfido la cabeza de puente para retomar la muletilla de que “en Argentina no hubo 30 mil desaparecidos, se arregló ese número en una mesa cerrada”. Luego de un largo tira y afloja que duró casi cuatro meses, Lopérfido debió presentar su renuncia como ministro de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.

Por estos días, la precandidata de la lista de María Eugenia Vidal, Sabrina Ajmechet –perteneciente a la cepa de Patricia Bullrich–, insistió en tradicionales cuestionamientos sobre “si lo que sucedió en la Argentina (durante la dictadura) fue un genocidio y si corresponde hablar de crímenes de lesa humanidad”. Pero no se trata de un hecho aislado, ya que el primer precandidato de otra de las listas, Ricardo López Murphy, insistió en que la cifra real era de 8.000 desaparecidos. “Sé que el número de 30 mil desaparecidos no es cierto, solo corregí un acierto que es falso, los números oficiales son distintos a eso. Desmentí un número falso”, afirmó el fugaz exministro de Economía de Fernando de la Rúa.

Todo este tsunami reaccionario se complementa con la ofensiva de las propias Bullrich y Ajmechet y la escritora Beatriz Sarlo, atribuyendo la soberanía de las Malvinas a Gran Bretaña, y los binarios Fernando Iglesias y Waldo Wolff sacando a relucir los pliegues más violentos y explícitos de su misoginia característica.

 

La irracionalidad de los totalitarismos frente a la racionalidad de la verdad histórica

El interrogante planteado inicialmente tiene dos vertientes, no menos significativas: por un lado, remite al concepto “verdad histórica”; por el otro, involucra la sensibilidad social y la consolidación del sistema democrático. No es un tema nuevo, por cierto. Ya ha sido tratado reiteradamente, por ejemplo, en relación con las víctimas del holocausto judío durante el nazismo, en múltiples debates. Es particularmente recomendable la lectura del magnífico intercambio epistolar de los años 1991-1997 entre los historiadores Francois Furet y Ernst Nolte, cuyos argumentos y conclusiones son fácilmente extrapolables al caso argentino. A riesgo de resultar excesivamente reduccionista, señalaré que, en uno de los tramos más atractivos del apasionante contrapunto, Nolte presentaba diversos elementos de juicio –condiciones técnicas, infraestructura, número de presidiarios, restos encontrados, etcétera– que permitirían precisar con mayor fidelidad el cálculo de las víctimas. A partir de esos elementos, Nolte aseguraba que los seis millones iniciales –incluidos en el imaginario público– se reducirían a alrededor de la mitad de esa cifra. Inmediatamente, el historiador alemán agregaba que, aun cuando esto no disminuía la magnitud del genocidio, sí permitiría hacer justicia con quienes han formulado esta clase de argumentos y habían debido afrontar la descalificación pública e, incluso, procesos y condenas judiciales. Para Nolte, la “verdad histórica” debía comprobarse en el marco de los criterios de la disciplina a partir de fuentes documentadas, en lugar de los estrados judiciales o los medios de comunicación.

Furet, a su turno, respondía que, si bien no se oponía por principio a esa revisión –característica, por otra parte, de la tarea del historiador–, tenía, en cambio, sus dudas sobre la conveniencia social de revisar esas cifras, ya que un análisis más racional –e históricamente más exacto en términos de una historiografía atenta exclusivamente a los documentos oficiales– del nazismo conllevaría el riesgo de poner en cuestión no sólo el número de víctimas, sino la naturaleza misma del genocidio, ya que –en su afán totalizador de la vida social– los autoritarismos construyeron ilusiones irracionales que consiguieron instalar como representaciones sociales, a partir de datos concretos de la realidad seleccionados de manera caprichosa. De este modo, el temor o el odio ancestral al judío en Occidente –propiciado por el cristianismo medieval, por ejemplo– se convirtió en la exigencia programática de su exterminio por parte del nazismo, respaldada –o al menos aceptada– por una de las sociedades más cultas de Europa. ¿Sería posible precisar con mayor detalle el número de víctimas –se pregunta Furet– como supuesto tributo a la “verdad histórica”, sin poner en cuestión la naturaleza del nazismo y la monstruosidad del genocidio? ¿En qué modificaría la magnitud y la conceptualización del fenómeno analizado que, en lugar de seis millones, las víctimas hubieran sido “sólo” tres millones? El riesgo que se corre es demasiado grave, sobre todo cuando se aspira a que fenómenos de esas características e implicancias no vuelvan a reproducirse.

Del debate entre Nolte y Furet surge una cuestión esencial en los procesos de validación histórica: ¿es lícito recurrir sólo a fuentes oficiales para reconstruir procesos históricos, sobre todo en contextos sociales caracterizados por el totalitarismo, la represión y la negación de los Derechos Humanos, o para respetar la “verdad histórica” debemos recurrir también a correspondencia, historia oral, memoria colectiva, etcétera? En síntesis, ¿los totalitarismos deben ser evaluados exclusivamente a partir de su propio relato y documentación –sistemáticamente falseada–, o –sin prescindir de esos elementos– se debe atender a la huella que marcaron a fuego en las sociedades y la memoria colectiva?

 

El debate argentino

Volviendo al debate actual en nuestro país, sus términos son bastante similares. En medio de las críticas y las exigencias de desplazamiento de Lopérfido de la función pública, o de la exclusión de Ajmechet o de López Murphy de las listas de precandidatos a diputados nacionales de Juntos por el Cambio en la CABA, no puede dejarse de lado la opinión de Graciela Fernández Meijide, una referente histórica de los Derechos Humanos, quien fuera miembro de la CONADEP y que terminó abrevando en el espacio de Cambiemos. Fernández Meijide declaró, tres años atrás, que la CONADEP comprobó y publicó 7.954 casos. “Los exiliados en España –sostenía– habían formado la Comisión Argentina de Derechos Humanos. Entonces, no existía la figura de desaparición forzada. Eduardo Luis Duhalde me contó allí que pusieron ese número para poder apelar a la figura de genocidio y denunciar lo que estaba pasando. ¿Dónde están los nombres de esos veinte mil más? ¿Dónde sus familias y las denuncias? Colocan las placas vacías porque no pueden poner un nombre”.

Al tomar conciencia del daño que habían causado sus expresiones, Fernández Meijide salió a despegarse de los negacionistas, argumentando que “no se puede hablar con tanta ligereza de la tragedia que nos ocurrió”: un consejo que ella misma debió haber aplicado antes de haber opinado con tanta liviandad, ya que la primera pregunta que viene a la mente es si en una sociedad donde impera el Terrorismo de Estado, la tortura y la desaparición forzada de personas, los familiares, amigos o compañeros de las víctimas no tendrían en muchos casos el lógico temor de correr una suerte similar en caso de radicar las denuncias respectivas. Más aún: si las fuentes documentales fuesen tan confiables en este tema, ¿por qué razón no contamos con registros oficiales sobre hijos y nietos de desaparecidos? ¿Por qué resulta tan difícil identificarlos y recuperarlos? ¿O siguiendo la tesis de Videla, Nolte y los negacionistas argentinos deberíamos aceptar que no habrían existido apropiaciones de niños o nacimientos en cautiverio, simplemente porque no contamos con documentación oficial?

El discurso negacionista no sólo apunta a sembrar la duda sobre la cuestión de los Derechos Humanos durante la Dictadura Cívico-Militar, sino que también intenta desgastar los pilares de la democracia argentina. En términos de Furet, la puesta en cuestión de las cifras constituye una invitación a tratar de “comprender” –y, de algún modo, “justificar”– al Terrorismo de Estado, concediéndole el beneficio de la duda.

Además, en nuestro país se suman dos elementos adicionales que agravan las consecuencias de esta clase de cuestionamiento interesado. El primero de ellos consiste en que, en el caso argentino, el Terrorismo de Estado no reviste aún el carácter de “cosa juzgada”, ya que existen numerosos juicios en trámite, e incluso ha quedado pendiente el tema de la responsabilidad –y, eventualmente, la complicidad– del empresariado con la dictadura. A esto se suma la exigencia de amnistías y perdón para los victimarios que subyace a estas intervenciones, e incluso la reivindicación de conceptos que ya creíamos archivados, como el de “guerra sucia”, por parte de multimedios y varios referentes de la oposición, como en el caso –entre otros– de Javier Milei, o de la “teoría de los dos demonios” a la que recurrió Mauricio Macri durante su presidencia.

El segundo elemento de juicio –ya mencionado– invita a considerar que, si bien fueron 7.954 los casos efectivamente registrados por la CONADEP, esto no significa que se hayan denunciado todas las desapariciones, habida cuenta de los riesgos que entrañaban tales denuncias, la existencia de cierta complicidad social –o, al menos, el deseo manifiesto de buena parte de la sociedad de no querer enterarse de lo que sucedía– y los propios mecanismos utilizados por la dictadura que, en lugar de someter a las víctimas a procesos legales justos y transparentes, decidió invisibilizar a las víctimas y a sus propios delitos de lesa humanidad.

¿Cuál sería el porcentaje de casos denunciados? ¿Cómo constituir un indicador confiable? La gravedad de la cuestión no permite su tratamiento con tanta liviandad, y mucho menos por parte de quienes ejercen –o pretenden ejercer– la representación pública. ¿Es posible aceptar que desempeñen funciones o representaciones públicas quienes desconocen los preceptos constitucionales –como en el caso de Malvinas–; quienes promueven el odio social a través de la misoginia o la discriminación racial, cultural o sexual; o quienes ponen en cuestión el genocidio que sufrió nuestra sociedad? Estas cuestiones revisten una gravedad y una amenaza contra las instituciones democráticas y contra las reglas básicas de convivencia que exigen una definición, hasta ahora reiteradamente dilatada. El Congreso Nacional debe tomar cartas en el asunto y sancionar una normativa específica que resguarde los fundamentos democráticos de nuestra sociedad, antes de que sea demasiado tarde.

Los negacionistas siembran vientos. ¿Conseguirán cosechar tempestades?

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