Los saqueadores del mar

I. Una de las acepciones de la palabra pirata, de acuerdo a los diccionarios de la lengua castellana, alude a una persona que se apodera de una embarcación que no puede defenderse en la mayoría de los casos, mediante el uso de la intimidación o la fuerza. Obviamente, la descripción de esta persona no congenia con la imagen del pirata o, al menos, del pirata “bueno” y “agradable” que aparece en las obras literarias y en las películas cinematográficas: un capitán de los siglos XVI, XVII o XVIII con un tricornio emplumado en su cabeza, un parche en uno de sus ojos, un loro en uno de sus hombros o una prótesis de madera en una pierna; un devoto de las tabernas y de los prostíbulos; un amante de los cofres con joyas y monedas de oro, del ron, del vino y de las mujeres atractivas y sensuales, independientemente del color, de los rasgos y de la condición social de éstas; un pendenciero; un rebelde; un soñador; un romántico. En cambio, compatibiliza con la del pirata “malo” y “repulsivo”. Pero esto no es importante. Y no lo es porque tal personaje –la encarnación de la villanía– sólo está en esas creaciones artísticas para resaltar las virtudes de su contrario: el “héroe” que merece la lealtad de sus hombres y el respeto de sus enemigos como resultado de su valentía y su caballerosidad.

II. Quien lee Piratas, filibusteros, corsarios y bucaneros de Enrique Silberstein (1920-1973) –un texto que se distingue por ser interesante, desopilante y breve– comprende de inmediato que el ejercicio de la piratería, como cualquier emprendimiento de carácter económico, demandaba la realización de una serie de gastos. “Si uno quería hacerse a la mar, necesitaba tener un buque, comprar provisiones para el tiempo que duraría la travesía, y debía comprar armas y pólvora, y elementos para reparar las probables roturas, y contratar personal a quienes debía asegurársele cierta suma. En fin, que eran una punta de gastos. ¿Y quién los pagaba? Pues, alguien que veía en ese viaje un negocio. ¿Y de qué manera podía ser negocio un viaje realizado por barcos que tenían como santa intención robar? Pues, cuando quien ponía el dinero para comprar todo lo necesario participaba en el botín. Dicho de otra manera: se formaban sociedades para financiar a los ladrones del mar. ¿Y quiénes eran capaces de atreverse a poner dinero en manos de quienes, por definición e intención eran ladrones, criminales y aventureros? Pues, nada menos que los reyes, los señores de la corte. Que en última instancia eran sus iguales. Unos, ladrones de mar, otros ladrones de tierra. Entre colegas andaba el juego” (Silberstein, 1969: 17).

III. En líneas generales, los piratas no financiaban sus viajes. No tenían la capacidad necesaria para hacerlo. Por ende, trabajaban para compañías comerciales que contrataban sus servicios. “Lo que no nos contaban esas novelas [alusión a las novelas de piratas] era que los corsarios y los filibusteros que peleaban en el mar de la China, que desembarcaban en Java, que se emborrachaban en Borneo, que amaban en Ceylán, eran empleados de las compañías holandesas o de las compañías inglesas. Que cada disparo de cañón que hacían había sido pagado por una sociedad anónima, que cada miembro que perdían era convenientemente indemnizado, que cada herida que recibían tenía el pago correspondiente. Todo esto estaba perfectamente detallado, en artículos e incisos en lo que se denominaba: ‘Carta de Partida’” (Silberstein, 1969: 34). Esas compañías –que sólo se diferenciaban de las demás por su objeto– costeaban la práctica de la piratería porque producía beneficios extraordinarios. “La ganancia obtenida por ambas actividades [alusión al saqueo de barcos españoles y al transporte de esclavos africanos] fue de una magnitud tal que el capitalismo nació casi solo” (Silberstein, 1969: 23). Indudablemente, esto explica en parte la “acumulación originaria” de la teoría marxista. “El descubrimiento de las comarcas auríferas y argentíferas en América, el exterminio, esclavización y soterramiento en las minas de la población aborigen, la conquista y saqueo de las Indias Orientales, la transformación de África en un coto reservado para la caza comercial de pieles-negras, caracterizan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos constituyen factores fundamentales de la acumulación originaria” (Marx, 2000: 939).

IV. La financiación de la piratería tenía sus riesgos. “Uno entregaba su dinero, obtenido quién sabe cómo, y debía esperar el resultado. Uno invertía su dinero en un viaje a las Indias, y una tormenta mandaba a pique a toda la flota. Y con ella se iban a pique los manguitos que uno había entregado. Un español entregaba su dinerillo para que el barco fuese y viniese cargado con oro, plata y especias, y a mitad de camino un barco inglés lo abordaba y se llevaba barco, tripulación y carga hacia Inglaterra. Y el español se quedaba con un palmo de narices. Un inglés entregaba su dinero para que un barco saliese por esas aguas de Dios para dedicarse a la honrada tarea de asaltar y abordar barcos enemigos y hete aquí que, a su vez, era abordado por un barco francés, y éste lo llevaba hacia las costas de su país. Y el inglés se quedaba sin un penique” (Silberstein, 1969: 83). Mas, en la mayoría de los casos, resultaba ventajosa, tan ventajosa que seducía a los individuos más dispares. “Ya hemos dicho que los barcos eran financiados principalmente por el rey y por los miembros de la corte. Pero también dijimos que los barcos negreros eran financiados por los sastres, los peluqueros, los empleados. Lo que en resumen quiero decir es que ese tipo de operaciones estaba al alcance de todo el mundo y que todo el mundo participaba en él. Claro que unos lo hacían con miles y otros lo hacían con cientos o con decenas. Pero todos intervenían” (Silberstein, 1969: 83).

V. La actividad referida con anterioridad –el tráfico de esclavos– llevó a la creación de un circuito comercial que estuvo constituido por tres etapas de carácter intercontinental: el traslado de ron desde Inglaterra hasta África, el traslado de esclavos desde África hasta América, y el traslado de melaza desde América hasta Inglaterra. “Primero se cargaba el barco con ron que se cambiaba […] en África por negros, siendo el tipo de cambio de 200 galones por esclavo. Luego, […] se llevaban los negros a América donde eran vendidos y se compraba melaza. Con este cargamento de melaza se llegaba a Inglaterra donde se la destilaba y se convertía en ron, que permitía reiniciar la cadena” (Silberstein, 1969: 61). Dicho circuito conservó su vigencia hasta que la realidad demostró que el costo de un esclavo era mayor que el de un obrero. “Cuando decae Liverpool cambia el mundo, porque la decadencia del tráfico negrero se produce en el momento en que se inventa al obrero. Esto es, en el momento en que aparece un determinado tipo de ser humano que vende su fuerza de trabajo sin entregarse él mismo, por lo que no existen problemas acerca de su alimentación ni vivienda. Y el invento del obrero es la consecuencia del encarecimiento del esclavo” (Silberstein, 1969: 59).

VI. El proceso descrito previamente posibilitó el desarrollo hegeliano de la historia, su avance a través del espacio y del tiempo, desde un punto, el de su comienzo, que estaba ubicado en el este y en el pasado, hasta otro, el de su conclusión, que estaba ubicado en el oeste y en el presente. “La historia universal va de Oriente a Occidente. Europa es absolutamente el término de la historia universal. Asia es el principio” (Hegel, 1980: 201). Y contribuyó al surgimiento de una burguesía comercial, contrabandista y esclavista en la ciudad de Buenos Aires, uno de los márgenes del mundo conocido. “Desde fines del siglo XVII van llegando a Buenos Aires catalanes, vascos, asturianos, judíos portugueses, que no son simples emigrantes de la metrópoli; son gente con recursos monetarios atraída por las posibilidades económicas que crea el negocio del contrabando de cueros y la importación de esclavos. En poco tiempo se constituye una burguesía poderosa que consigue que los cargos del Cabildo sean puestos a la venta con lo que, por la posesión del dinero, desplazan a los descendientes de los fundadores en las funciones públicas. Así ocurre con todos los privilegios de éstos y aun con sus obligaciones de la milicia; los viejos herederos son desplazados políticamente –como ya lo habían sido económicamente con la venta en remate de su antiguo privilegio de las ‘vaquerías’– a medida que Buenos Aires deja de ser una pobre villa de economía cerrada y se incorpora al mercado internacional” (Jauretche, 1987: 63).

VII. Este origen convirtió a esa burguesía en una pandilla, en la “pandilla del Barranco”. “Edificada sobre las barrancas que caían suavemente al río barroso, la pretenciosa ciudad era conocida desde los tiempos coloniales, en las cortes europeas, por el oficio predilecto de su ‘gente decente’: el contrabando y su comercialización. Los burgueses de mostrador se destacaban por su habilidad para burlar las disposiciones fiscales y la prohibición de comerciar con extranjeros; sabían hacerlo tan bien como manejar fructuosamente la vara de medir. Toda esta clase mercantil, cuyos apellidos de campanillas resonarán incesantemente en nuestra historia política, habíase ganado en la Europa de comienzos del siglo XIX un mote muy significativo: se la llamaba la ‘pandilla del Barranco’. Curioso nombre, en verdad, que tan bien calzaba a la burguesía comercial de la naciente ciudad-puerto” (Ramos, 1961: 30). Y transformó a sus exponentes más destacados en el soporte del “partido de los tenderos”. “En los años previos a la revolución [alusión a la revolución del 25 de mayo de 1810] se ha ido consolidando en Buenos Aires un grupo comercial de nuevo tipo, distinto al tradicional que se cobijaba en el monopolio establecido por la Ley de Indias. Lo integran comerciantes que operan al margen de las leyes, contrabandistas por lo general, cuyas posibilidades de enriquecimiento se han visto favorecidas por el debilitamiento del viejo sistema colonial”. “Estos comerciantes, de origen español en algunos casos, criollos en otros, se convierten en el puente de introducción de mercaderías europeas, especialmente británicas, y en esta tarea se vinculan estrechamente con comerciantes ingleses que han obtenido temporarios permisos para instalarse en la ciudad y operar en las nuevas condiciones del libre comercio. Resulta así una nueva burguesía comercial, de pronunciada tendencia probritánica, liberal, aventurera e inescrupulosa en razón de su origen ilegal, que muy pronto se cohesiona como clase con conciencia clara de sus intereses para ser capaz de generar un Rivadavia primero y más tarde, un Mitre” (Galasso, 1994: 32).

VIII. El conocimiento de los lazos que vincularon la práctica de la piratería –y, por ende, el saqueo de barcos, el tráfico de esclavos, el contrabando de mercancías y la búsqueda de tesoros perdidos– con la creación de la Bolsa de Londres, la fundación del Banco de Inglaterra, la aparición de la ciencia económica, la utilización del oro como patrón monetario y, en el ámbito local, el surgimiento de la burguesía comercial, exterioriza la incidencia de esa práctica en la formación del capitalismo y en la construcción del mundo moderno. Tal conocimiento revela la real dimensión de los que –como Francis Drake, William Phipps y Home Popham, tres “marinos” mencionados expresamente en Piratas, filibusteros, corsarios y bucaneros– expandieron las operaciones comerciales y financieras de sus mandantes, actuando dentro o fuera de la oficialidad y, asimismo, dentro o fuera de la ley, según el momento, el lugar y las circunstancias. En verdad, no resulta sencilla la caracterización de estos personajes tan peculiares con los rasgos del sujeto cartesiano; del sujeto que inicia su odisea el 12 de octubre de 1492, en la isla de Guanahani; del sujeto que piensa, descubre, explora y domina las fuerzas de la naturaleza y la vida de los “otros”. A fin de cuentas, no tenemos la costumbre de asociar la práctica de la piratería con el ejercicio de la filosofía, las ciencias, la industria, el comercio, las finanzas, el gobierno, etcétera. Eso no representa la consecuencia de un hecho casual, sino el resultado de una política cultural y educativa que tendió –desde un principio– a borrar los orígenes de un sistema de dominación que condujo a una organización colonial del mundo y a una constitución colonial de los saberes. “La conquista ibérica del continente americano es el momento fundante de los dos procesos que articuladamente conforman la historia posterior: la modernidad y la organización colonial del mundo. Con el inicio del colonialismo en América comienza no sólo la organización colonial del mundo, sino –simultáneamente– la constitución colonial de los saberes, de los lenguajes, de la memoria y del imaginario. Se da inicio al largo proceso que culminará en los siglos XVIII y XIX en el cual, por primera vez, se organiza la totalidad del espacio y del tiempo –todas las culturas, pueblos y territorios del planeta, presentes y pasados– en una gran narrativa universal” (Lander, 2003: 16). Efectivamente, las obras literarias y las películas cinematográficas no retratan con exactitud a los reyes del mar Caribe, a los dueños de la Isla de la Tortuga. Pero, seamos justos. Esas creaciones tampoco reflejan con nitidez a los señores “decentes” que fueron sus socios.

 

Referencias

Galasso N (1994): La Revolución de Mayo (El pueblo quiere saber de qué se trató), Buenos Aires, Pensamiento Nacional.

Hegel GWF (1980): Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Madrid, Alianza.

Jauretche A (1987): El medio pelo en la sociedad argentina (Apuntes para una sociología nacional). Buenos Aires, Peña Lillo.

Lander E (2003): “Ciencias Sociales: saberes coloniales y eurocéntricos”. En La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Buenos Aires, CLACSO.

Marx K (2000): El capital. Crítica de la economía política. México, Siglo Veintinuo.

Ramos JA (1961): Revolución y contrarrevolución en la Argentina. Las masas en nuestra historia. Buenos Aires, La Reja.

Silberstein E (1969): Piratas, filibusteros, corsarios y bucaneros. Buenos Aires, Carlos Pérez.

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